martes, 23 de septiembre de 2014

El invasor


Sospeché de la invasión, cuando la abuela me confundió con Carlitos. Tres veces en un mismo día me confundió.
Al poco tiempo ya se olvidaba de nuestros nombres, y también el nombre de algunas cosas. Y hasta llegó a olvidar para qué servían. Muchas veces, para pedir algo, tenía que señalarlo con el dedo.
Era muy evidente, nos decíamos entre nosostros: se estaban apoderando de la abuela. Poco a poco, la estaban convirtiendo en otra persona. O tal vez —ni queríamos pensarlo— en uno de ellos.
Lo confirmó el doctor Zavala aquella tarde que acompañamos a la tía Cata al consultorio. ¡Cómo olvidarme de Zavala! Todavía me duele el trasero, de cuando que me aplicó la antitetánica después de pisar una madera con un clavo oxidado. Pero esta vez habíamos ido a verlo por la abuela. Lo escuchamos con mi primo. La puerta estaba entreabierta y oímos parte de la conversación.
—Mire, Cata —dijo el doctor, con una voz que nos preocupó—, el Alzheimer está apoderándose de la abuela.
—¿Y no se puede hacer nada, doctor? —a la tía se le trababan las palabras.
Carlitos y yo nos miramos y no dijimos ni mu.
—Lamentablemente, es muy poco lo que se puede hacer —seguía el doctor—. El mundo entero está en pie de guerra contra este enemigo invisible…
—¿Invisible? —dijo Carlitos en una mímica.
¡Teníamos razón, la estaban invadiendo!
—…y contamos con escasas armas para ayudar a los abuelos —terminó Zavala.
Con Carlitos volvimos a mirarnos. ¡No lo podíamos creer!
—¿Escuchaste? El Alzheimer... ¡Un extraterrestre quiere apoderarse de nuestra abuela!
—Debemos impedirlo —dijo Carlitos—, hay que actuar de inmediato.
—El tipo es astuto —dije yo—. No podemos verlo, es invisible y actúa de manera silenciosa.
—El doctor Zabala dijo que le va borrando la memoria poco a poco. Y, sin que ella se dé cuenta, se va apoderando de todos sus recuerdos —dijo mi primo, con la carita muy triste—. Imaginate… ¿todos los recuerdos de la abue?
 No bien llegamos a casa de la abauela, nos pusimos en campaña: convocamos a una junta de emergencia con todos los primos para la tarde. En un voto unánime, decidimos declarale la guerra al invasor.
A Cristina se le ocurrió una idea genial. Había leído un artículo sobre cómo estimular la memoria.
Y pensamos que capaz que eso hacía que los extraterrestres no pudieran invadirla.
—En la Selecciones del Reader's Digest —explicó—, esa revista que la abuela colecciona desde hace tantos años.
Fuimos al galpón, en busca del viejo baúl. Lo enontramos repleto de aquellas revistas.
Nos pasamos toda la tarde buscando el número que contenía el famoso artículo.
—Esta revista es una maravilla —dijo Sonia, pasando de un número al otro—, tiene consejos increíbles. Desde cómo adelgazar 15 kilos en una semana comiendo solamente zanahorias ralladas, hasta cómo hacerse millonario en un año jugando a la quiniela con una tabla matemática que inventaron los incas.
Verdaderamente, la abuela tenía un tesoro guardado en aquel baúl.
Quisimos sacar el viejo arcón al patio trasero, pero no pudimos moverlo.
—El abuelo sí que sabía construir cosas buenas —dijo Carlitos—. Este baúl pesa una tonelada.
—Y claro —dije—, si lo hizo con los durmientes que le regalaron los del ferrocarril.
—A mi encanta el tapizado —dijo Cris—, parece cuero de vaca de verdad.
Hicimos un par de viajes cargando las revistas hasta vaciar el enorme baúl.
Nos pasamos el resto de la tarde leyendo, cada uno debajo de un árbol. Entretenidos, leímos hasta casi quedarnos sin luz natural.
—¡Acá está! —gritó Cristina, blandiéndo una de las revistas con el brazo en alto.
Cuando los demás nos acercamos, quedamos sorprendidos con la premonitoria tapa de la vieja revista. En letras grandes decía:

20 consejos para agilizar la memoria

—Y miren el título de más abajo —dije:

Un cuento de invasión extraterrestre, por Ray Bradbury

Enseguida pusimos en práctica los ejercicios para mejorar la memoria de la abuela. Más tarde leeríamos el cuento de ese Ray, que también podría servirnos.
Ejercicio numero 1: Use el reloj de pulsera en el brazo contrario al que lo usa siempre.
—La abuela nunca usó reloj —Carlitos marcó el detalle.
—La tía Cata tiene uno que ya no usa —dijo Sonia—. Lo guarda en la mesita de luz.
—Vamos por él —dije yo.
—¿Pero ustedes creen que un reloj ayudará a recuperar la memoria? —dijo Cristina.
Todos nos encogimos de hombros.
—Con probar, no perdemos nada, Cris —dije yo—. Cualquier cosa, pasamos al punto dos.
Sonia salió en busca del reloj. Nosotros fuimos a ver qué hacía la abuela.
La encontramos tomando unos mates en la cocina, y escuchando la radionovela de la tarde.
Una fuente repleta de tortas fritas humeaba en medio de la mesa. Nos zambullimos de cabeza sobre la fuente.
Sonia regresó con el reloj en la mano.
—¡Che, déjenme alguna! —dijo mirando la fuente casi vacía.
—Esaf sof pada vof —dijo Carlitos con la boca llena.
Sonia frunció el ceño y agarró la fuente para ella sola.
La abuela cebó un mate y se lo ofreció a mi prima.
—Acá tenés un mate calentito, Cris —dijo la abuela confundiéndose los nombres una vez más.
Nosotros nos miramos en silencio: el invasor estaba haciendo un trabajo fino.
Sonia disimuló y aceptó el mate con una sonrisa.
—Gracias, abue, tus mates son los más ricos del mundo —dejó la bandeja en la mesa y le dio un sorbo al mate. Luego, sostuvo el reloj en el aire, enseñándoselo a la abuela.
—Mirá, abue, qué te traje de regalo.
—Aaah, qué lindo.
—¿Te gusta?
—¡Me encanta! Es hermoso, precioso. Es, es... ¿Qué es?
El Alzheimer era astuto, actuaba rápido.
—Un reloj —dijo Sonia.
—¿Para qué sirve?
—Para saber la hora.
—Y ¿para qué quiero un reloj? En la radio dicen la hora a cada rato.
—Pero con el reloj, podes saber la hora minuto a minuto.
—¡Ah! Me vine bien para los tiempos de cocción de las comidas. ¿Y cómo se usa?
—Yo te enseño, abue —dijo Cris— ¿Ves? La aguja chiquita te marca la hora, y la aguja más grande te marca los minutos.
—¡Aaah! ¿Y la flaquita que va como loca, qué marca?
—Esa marca los segundos, abue —dijo Cris con una sonrisa—. Pero no le des bolilla, esa no se usa mucho que digamos.
—Entonces habría que sacarla —dijo la abuela mientras corría a la aguja con los ojos— me está mareando. ¡Cómo corre esa loca!
Nos reímos todos. Después, Sonia le colocó el reloj.
—¿En qué brazo? —preguntó—. El ejercicio dice en el que nunca usa, pero la abue jamás usó reloj.
—Y, si hubiese usado sería en el izquierdo —dijo Carlitos—. Ponéselo en el derecho.
—Buena idea —dijo Sonia.
La abuela quedó chocha con su reloj pulsera.
—¿Y abue? ¿Te gusta? —dije, esperando alguna respuesta que diera un indicio positivo en la memoria de la abuela.
—¡Me encanta! —dijo, mirando su propio reflejo en el vidrio del aparador de la cocina.
Quedamos expectantes, calladitos.
Paseábamos nuestras miradas de unos a otros. Algo tenía que pasar, pero no sabíamos qué. El Alzheimer podría estar agazapado, esperando el momento propicio para atacar.
—¿Y, abue? —dijo Cris.
—¿Qué?
—No, nada... ¿Qué hora es?
La abuela levantó orgullosa el brazo derecho, y miró su flamante reloj pulsera.
—¡Las 6:23! —dijo con la voz firme.
Nos miramos.
Nada.
—Las 6:23 con diez segundos... Las 6:23 con veinte segundos... Las 6:23 con treinta segundos...
Parada en medio de la cocina, no paró de recitar. Parecía la hora oficial salida del teléfono. No hubo forma de detenerla, ni manera alguna de sacarle el reloj de la muñeca. Tuvimos que aguantarla toda la noche y parte de la madrugada.
—Las 2:59 con cuarenta segundos... Las 2:59 con cincuenta segundos... Las tres de la mañana. Pip, pip... Piiip.
Insoportable. Hasta que, a las 3:47 con veinte segundos, por fin se durmió y pudimos sacarle el bendito reloj pulsera; y dormir de una vez por todas.


Nos levantamos cerca del mediodía, con los ojos rojos de sueño. El ejercicio número uno había resultado un total fracaso. Estábamos convencidos de que el invasor se burlaba de nosotros. No debíamos esperar más, teníamos que poner en marcha el ejercicio número dos de manera inmediata.
En la cocina, la abuela picaba una cebolla sobre la mesada. Ni rastros del reloj en su memoria. Cris le preguntó la hora.
—La radio recién dijo que falta diez para las doce. ¡Cómo durmieron ustedes! ¿Se quedaron hasta tarde contando cuentos?


Ejercicio número 2: pruebe a jugar algún juego o actividad que nunca antes haya practicado.
—¡Ya sé! —dijo Cris—. Juguemos al Estanciero, la abuela nunca lo jugó con nosotros.
—¡Dale! —le dije—. Hace rato que está juntando polvo arriba del ropero.
Después del almuerzo, limpiamos la mesa y armamos el tablero del Estanciero.
Carlitos le explicó cómo se jugaba y cuál era el fin.
—Tenés que quedarte con todas las tierras y la plata, abue.
La abuela estudió el tablero.
—Bueno —dijo mirando los billetes de mentirita—, esto es más o menos como administrar una casa.
La miré de reojo, y repartí las fichas y el dinero del juego.
El asunto fue que, en menos de media hora de juego, la abuela —en complicidad inconciente con el Alzhéimer, seguramente— ya era dueña de media Patagonia, la provincia de Buenos Aires y parte del Noroeste argentino. Nos estaba dejando sin tierras y sin un mísero peso.
¡El invasor se reía de nosotros en nuestra propia cara!
Carlitos, en un rapto de locura —imposible aguantarlo cuando perdía a algo— revoleó el tablero por los aires, junto con las fichas y todos los billetes.
—¡Ganeeé! —gritó la abuela con los brazos en alto—. Voy a festejar con una copita.
Fue hasta el aparador y trajo la botella de café al coñac.

Ejercicio número 3: vístase con los ojos cerrados.
—¡Ni en pedo! —dijo Carlitos.

Ejercicio número 4: estimule el paladar probando comidas diferentes.
—¡Buenísimo! —dijo Sonia—. Busquemos recetas de otros países.
—La abuela tiene varios libros de cocina —dije yo—. Veamos qué hay.
Nos pusimos manos a la obra. Juntamos ingredientes de aquí y de allá. Con el delantal de la abuela, yo parecía todo un chef.
Luego de un par de horas, sentamos a la abuela a la mesa, le vendamos los ojos y le hicimos probar nuestros exóticos manjares.
—¿Qué te parece, abue? —le dije dándole un bocado de sushi.
—¡Una porquería! —dijo escupiendo el pescado crudo—. Prefiero un guiso de mondongo.
—¿Y esto? —le dije metiendo un tenedor con chop suey en su boca.
—¡Una asquerosidad! ¿Me estás dando de comer pasto?
—La última, abue. —Y probó la feijoada brasilera.
—¿Me quieren envenenar? —dijo.
Evidentemente, el alien hablaba por ella.
—¡Basta! —dijo Carlitos enfurecido una vez más—. Me cansé. Y enfiló para el fondo.
Hizo una montaña con las revistas y las prendió fuego en medio del patio. Las llamas casi tocaban las copas de los árboles, y pronto todo se redujo a cenizas. Pequeñas chispas encendidas flotaban y se consumían en el aire; como los recuerdos en la memoria de la abuela.


Convocamos a una nueva junta de emergencia en el dormitorio.
Tiramos ideas disparatadas toda la tarde, desde usar un shock eléctrico para borrar la memoria de la abuela y enseñarle todo de nuevo, hasta abrirle la cabeza en una operación secreta y sacarle al Alzhéimer de adentro.
Mi cabeza parecía que iba a estallar en cualquier momento, me fui a la heladera por un poco de agua fresca, y encontré una nota en la puerta que decía: “Jueves, turno con el doctor Zavala”.
¡Eso es!, me dije. Y salí corriendo para la habitación.
—¡Ya lo tengo! —dije exaltado al abrir la puerta.
—¿Qué? —gritó Carlitos
—Ya tengo la manera de combatir al Alzheimer. Vamos a impedir que le borre la memoria a la abuela.
—¿Y cuál es el arma?
—Lápiz y papel.
—Jajaja ¿Y vos creés que vamos a enfrentar a un extraterrestre que ni siquiera podemos ver con un lápiz y un papel? Me parece que a vos te falla la cabeza más que a la abuela.
—¡Tenemos que hacer carteles! —expliqué—. Un cartel que tenga el nombre de cada cosa de la casa, así la abuela no podrá olvidarlas.
—¡Qué gran idea! —dijo Carlitos.
Soña saltó de la silla:
—¡Es la mejor idea que escuché en varios años!
—¡Por fin usaste la cabeza, primo! —dijo Cristina.
Enseguida nos pusimos a escribir los carteles. Millones de carteles. Chiquitos, medianos, grandes y extra grandes, según lo que teníamos que nombrar.
La casa de la abuela quedó adornada con carteles por todos lados. Cada cosa tenía un cartel con su nombre: cocina, sartén, pava, espejo, baño, dormitorio, silla, mesa, radio, televisión, chimenea, etc. Hasta nosotros nos colocamos un cartel, cada uno con su nombre.
La batalla había comenzado. Y cuando vimos lo bien que funcionaba, nos dijimos que el alzhéimer seguramente se habría sorprendido con nuestra estrategia. La abuela llamaba a cada cosas por su nombre.
Pero el tipo era rápido y astuto. En pocos días, la abuela leía los carteles, pero no sabía para qué servían las cosas. Así que tuvimos que hacer carteles más grandes, con una breve descripción de uso.
No podíamos verlo ni sabíamos que aspecto tenía, pero nos imaginábamos la cara de bronca que tendría esa cosa.
—¿Cómo será?
—Horrible, Sonia —contesté yo—. ¿Cómo querés que sea? Un ser horrible y sin sentimientos como para hacerle esto a la abuela.
Entonces, a Carlitos se le ocurrió dibujarlo en una pared.
Dibujó el extraterrestre más horrible y despiadado que jamás se haya visto. Era solamente un dibujo, pero se nos erizaba la piel cada vez que lo mirábamos al pasar por la pared del galpón del fondo. Carlitos dibujaba como los dioses, el monstruo estaba con las manos a los costados de la cabeza de la abuela: robándole sus recuerdos.
También le colocamos un cartel. Alzheimer, decía en letras grandes.
Cuando creíamos que ya ganábamos la batalla, el Alzheimer contraatacó de forma silenciosa y despiadada. Fue por la noche, entró como la fría niebla de invierno que va cubriéndolo todo, como un manto blanco que hace a la noche borrosa. Así entró el Alzheimer en la mente de la abuela. La niebla envolvió su memoria, igual que la sabana que esconde los muebles de una casa deshabitada. La abuela ya no sabía leer.
Los carteles eran inútiles.
La abuela había quedado prisionera del Alzheimer, y no había rescate que valiera.
Nos hicimos a la idea de que todo cambiaría para siempre.
La abuela se perdió en la neblina que cubría su mente.
Pasaron los días, las semanas, los meses, y la abuela parecía otra persona. Ni rastro de quien supo contarnos cuentos todas las noches. Sus ojos habían perdido el brillo y el encanto de su mirada. La vieja y quemada pava de los cuentos ya no chiflaba sobre la leña del hogar. Y todos los personajes que nos acompañaron en nuestra infancia, desaparecieron de las noches de Carhué.
 Pero, cuando ya habíamos bajado la guardia, descubrimos que cada tanto el enemigo invisible se apiadaba de nosotros: de vez en cuando otorgaba a la memoria de la abue una salida transitoria.
Y aprovechamos cada uno de esos días, como si fueran el último al lado de nuestra abuela.


Una tarde, nos fuimos a dar una vuelta en bici y pedaleamos hasta el lago. Cuando regresamos, la casa de la abuela estaba vacía. Nos pareció extraño no encontrarla sentada en la cocina. Pero enseguida escuchamos a alguien conversando en el fondo. O, mejor dicho, una mujer que hablaba sola, la abuela.
Fuimos a ver.
Charlaba con el Alzheimer —con el dibujo en la pared—, mientras tomaba unos mates sentada junto al galpón.
—Deje que le cuente, mi amigo —le decía tras darle un sorbo a la bombilla—. Usted me recuerda a alguien, pero en este momento me falla la memoria ¿sabe? Usted me gusta, sabe prestar la oreja para escuchar a esta anciana.
A la abuela le había caído bien el bicho ese.
—¿Le hablé de mis nietos? Aaah, son lo mejor que me pasó en la vida, ¿sabe? Me gusta levantarme bien tempranito para prepararles el desayuno. A ellos les gusta el mate cocido, salieron bien de campo, vea. Yo les hago pan casero, que les encanta untar con manteca y dulce de leche.
Nosotros la espiábamos en silencio.
—Me gusta verlos corretear por toda la casa. Disfruto cuando se revuelcan en el pasto y manchan sus ropas de verde. O cuando vuelven llenos de barro desde la canchita de fútbol. Algunas madres y abuelas se quejan por eso. Pero, vea, mi amigo, yo les lavo la ropa con gusto, ¿sabe? Esas son manchas de felicidad. Perdón ¿No quiere un amargo? Bueh, no importa. Usté, escuche nomás.
Con los chicos nos sentamosen el borde de la galería, seguíamos calladitos para que no nos descubriera. Siguiendo su relato.
—¿Como se llama, usté? Al-zhei-… No veo bien el cartel, che. Y… desde hace un tiempo me cuesta leer, se me olvidan las palabras, chamigo. Al-zhei-mer... Alzheimer. Ahora sí, igual están medias borrosas las letras, fíjate vos. Como te decía…
Se quedó callada, y nos asustamos. Pero solo estaba cambiándole la yerba al mate.
—Viene mala la yerba últimamente, pero bien que te la cobran por buena. ¿En qué estábamos? Ah, sí, los chicos. Por las noches viene lo mejor: los cuentos. Les encantan los cuentos. Los míos los transportan a otros mundos, lo veo maravillados, lo veo en el brillo de sus ojos y en la respiración contenida, que luego exhalan con alivio, con sorpresa, con intriga. O muertos de miedo. Contar cuentos es una tradición de familia que heredé del mi abuelo y este del suyo. La tradición se remonta hacia atrás, en cuentos lejanos que viajaban de boca en boca a través del tiempo. El día en que yo deje este mundo, mi nieto mayor, el Huguito, tomará la posta. Yo lo sé. Tiene pasta de cuentero ¿sabe? A veces me voy a dormir tempranito, y él se queda contándoles cuentos a sus primos. Yo dejo la puerta de la pieza entreabierta, para escucharlo desde mi cama.


***

Han pasado muchos años de aquella conversación que mantuvo la abuela con el Alzheimer. Hoy vuelvo a reunirme con mis primos en su casa.
Y pensar que unos años más tarde de aquella batalla, la abuela se subió a un micro para ir a visitarnos a Buenos Aires. Ese día, como si el destino hubiera sabido, ella estuvo tan lúcida, que les contó cuentos a todos los chicos del micro.
Ahora vive en su casa la tía Cata, y es la encargada de cuidar nuestro tesoro. Nuestro tesosro, que está en el galpón, sí: en el viejo baúl del abuelo, de donde sacamos las revistas. Ahora están guardados todos los carteles que escribimos en nuestra batalla contra el Alzhéimer. Y, aunque solo son palabras escritas en desteñidas cartulinas de colores, para nosotros son como fotografías. Cada cartel, cada palabra, proyecta una imagen de la casa.
Cerramos los ojos como nos enseñó la vieja vizcacha, y volvemos a recorrerla, igual que cuando éramos niños.
Tal vez yo siga con la tradición de los cuentos —ya tengo mi primer nieto—. También quizás algún día venga a visitarme el Alzheimer. Pero me tiene sin cuidado. Cuando golpeé a mi puerta, lo estaré esperando con un mate en la mano. Ese tipo ya es un viejo y querido... enemigo mío.

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