viernes, 19 de septiembre de 2014

Evaristo Anselmo


La abuela tenía sus métodos a la hora de convencernos para ir a dormir la siesta. Nos hablaba de "El hombre de la bolsa".
Siempre fue una de sus historias favoritas. También para nosotros lo era, y más sabiendo que el hombre de la bolsa tenía nombre y apellido.
―Se llama Evaristo Anselmo Darragueira ―decía la abuela―. Es un viejo ermitaño que vive del otro lado de las vías. Atravesando el maizal campo adentro, en un rancho tanto o más mugriento que él. Ahí se esconde el viejo.
La abuela nos había contado que en realidad se llamaba Evaristo, nada más. Anselmo era el nombre del hermano mellizo. Nadie supo que fue de Anselmo, un día desapareció del carrito donde dormía.
Evaristo, ya grande, recorría las calles del pueblo cargando una bolsa de arpillera al hombro. Y, con el correr de los años, notaron que hablaba solo. Nadie le daba importancia. Hasta que alguien ―la abuela no se acordaba quién― dijo que no hablaba solo, sino con su imaginario hermano, como si lo tuviera al lado.
Cuando la gente lo comprobó, empezó a llamarlo Evaristo Anselmo, igual que si fueran dos personas en una.
Por todos lados se escuchaban saludos de “Chau, Evaristo Anselmo”. Y él levantaba la mano devolviendo el saludo, y contestaba dos veces.
―Hay otra versión sobre la desaparición de Anselmito ―dijo la abuela―. En mi época se decía que al pequeño Anselmo se lo había robado la llorona.
―¿Quién? ―chilló Sonia.
―Callate, nena ―dijo Carlitos―. ¿No escuchaste? “La llorona”.
―Sí ―dije yo―. ¿Pero quién es “La llorona”?
―Matilda Asunción Jiménez ―dijo la abuela―. Aunque  todo el pueblo la conoció y llamó por su apodo "La llorona".
Matilda había sido feliz junto a Reinaldo, su esposo, y el pequeño Francisco. "Paquito", así llamaba a su hijo de cuatro años. Pero, un desgraciado día, Paquito desapareció.
Se decía que el chico siempre jugaba en la hamaca que le había construido su padre. Y aquella tarde, Matilda estaba recostada en su cama mientras escuchaba cantar y columpiarse al pequeño, en el jardín de la casa. Hasta que en un momento no oyó más el canto del niño. Cuando Matilda salió al jardín, encontró a la hamaca balanceándose sola.
―Tengo miedo abue ―dijo Sonia.
―¿Otra vez? ―la reté―. Así, la abuela no va terminar nunca el cuento.
Sonia hizo pucherito con los labios y se abrazó a Carlitos. La abuela continúo con el relato:
―Desesperadamente, Matilda buscó por todo el jardín y la casa. Luego en las casas vecinas y más tarde por todo el pueblo, gritando: ¡Me robaron a mi hijo! ¡Llamen a la policía, mi hijo a desaparecido!
La búsqueda había durado varios días, hasta que el comisario y sus hombres no tuvieron donde más buscar. La pobre Matilda entró en un estado de shock. Y, al cabo de un tiempo, perdió la cordura.
―Deambulaba por las calles de Carhué ―siguió la abuela―, llorando en busca de paquito. La desesperación por no encontrar a su pequeño la llevó al delirio, y se le dio por arrebatarle los hijos de las mujeres del pueblo.
―¡Uy! ―dijo Cristina―. Ahora no solo debemos preocuparnos del Hombre de la bolsa, si no también de la llorona.
―Eso pasó hace muchos, muchos años ―dijo la abuela―. Ahora Matilda está bien enterradita en el cementerio.
Pero la abuela no sabía que el curso de la historia estaba por cambiar.


2

El domingo 10 de noviembre de 1985 ―con mis primos ya ni nos acordábamos de La llorona y el Hombre de la bolsa―, tras largos días de intensas lluvias, el lago Epecuén venció la valla de contención. Y la floreciente villa turística de mismo nombre se inundó. La gente huyó con lo puesto hacia Carhué.
El viejo cementerio quedó sepultado debajo del lago. El agua removió la tierra, y la famosa sal de la laguna hizo salir a flote cientos y cientos de ataúdes, que navegaron a la deriva por varias horas. Luego encallaron en la costa del lado de Carhué. Parecían pequeñas ballenas varadas, escupiendo agua podrida por las rajaduras de la madera.
Llevó mucho tiempo recuperar los cuerpos y volver a darles cristiana sepultura.
Se oía acá y allá que faltaba un cadáver. “No lo pueden encontrar”, decía el dueño de la pulpería. Pero nadie sabía aún de quién era el cadáver.
Recién después de una semana, supimos su nombre: Matilda Asunción Jiménez, La llorona.
A los pocos días de la reveladora noticia, algunos chicos desaparecieron sin dejar rastro.
El  pueblo se vio ceñido por sombras del pasado. El miedo se percibía en el aire, en los rostros de la gente que caminaba deprisa por las calles solitarias, solo para comprar lo imprescindible. Carhué, era ahora un pueblo fantasma. El único que caminaba tranquilo por las calles era Evaristo Anselmo.
No bien oímos su nombre, mis primos y yo nos acordamos de aquella historia de la abuela.
Muchas veces lo vimos desde la ventana a Evaristo Anselmo, pasaba por la calle que daba a las vías del ferrocarril cargando la bolsa de arpillera. Su aspecto nos hacía temblar. Su mirada fría y penetrante impartía pavor a través del vidrio de la ventana: no había vez que pasara que no volteara para mirarnos directamente a los ojos.
Una calurosa tarde de febrero, a la hora de la siesta, lo vimos volver del pueblo camino a su rancho. Cargaba su famosa bolsa de arpillera, como siempre. Pero, esta vez… esta vez algo se  movía adentro de la bolsa.
―¡Un chico! ―gritó Carlitos―. ¡El hombre de la bolsa se robó un chico y se lo va a comer!
Miramos espantados, los cuatro amontonados junto a la ventana, cómo el viejo, vestido con unos trapos harapientos, caminaba con la bolsa al hombro, y conversaba con su hermano imaginario.
―¡Hoy vamos a comer muy rico, Anselmo! ―decía Evaristo, y enseguida cambiaba la voz―. ¡Que bueno, Evaristo! ¿Qué me vas a cocinar? ―Y Evaristo seguía―. ¡Algo muy sabroso y tierno! Muy, pero muy tierno. ¡Mmm! ¡Se me hace agua la boca! ―el viejo parecía un loco hablando solo.
Pasaba por el frente de la casa de la abuela. Nuestros asustados ojos lo siguieron hasta perderlo de vista por un costado de la ventana.
Corrimos hacia afuera. Vimos que Evaristo Anselmo doblaba en la esquina.
Yo me metí entre las cañas que daban a la otra calle, para ver si había tomado en dirección al maizal, camino a su rancho.
De repente escuché el ruido de cañas secas partiéndose. Alguien se me acercaba por detrás, y mis flaquitas piernas se pusieron a  temblar como en los días de invierno cuando caminaba a la escuela.
Una mano se apoyó en mi hombro...
―¿Y, lo viste?
¡Uf!, respiré aliviado. ¡Era Carlitos!
Atrás venían las chicas.
―¡Casi me matás de un susto, nene! Pensé que eras el Hombre de la bolsa.
Apartamos un par de cañas y seguimos. Ahí nomás, lo vimos entrar al maizal, cortando camino a su rancho, como habíamos imaginado.
Con Carlitos y las chicas decidimos seguirlo. Teníamos que hacer algo, no podíamos dejar que ese viejo se comiera otro chico.
La abuela dormía la siesta como una osa, al igual que todo el pueblo.
Seguimos al Hombre de la bolsa atravesando el maizal, a cierta distancia para que no pudiera vernos. Lo seguimos un buen rato hasta verlo llegar al rancho. Un rancho que se caía a pedazos.
―Las paredes se sostienen por la mugre ―dijo Cristina.
―Son pura costra ―dijo Sonia―. Tenés razón.
Era una imagen macabra, de un cuento de terror. Por si fuera poco, unas nubes negras cubrieron rápidamente el cielo, y se hizo la noche. Luego volvió a encenderse en electrizantes relámpagos, para explotar y caer en una torrencial lluvia.
―Volvamos a la casa de la abuela ―dijo Sonia asustada, escondida detrás de Cristina.
―No podemos abandonar a ese chico ―dije―. Ustedes dos vuelvan. Carlitos y yo trataremos de hacer algo.
Sonia y Cristina se fueron bajo la lluvia. Otro relámpago las iluminó mientras entraban al maizal.
Carlitos y yo nos acercamos sigilosamente a una de las ventanas del rancho. Despacito nos deslizamos, y pudimos ver el interior de la cocina a través del vidrio. Un verdadero basural, la cueva de una rata: llena de cacharros viejos y sucios por donde se mirase.
 El viejo apoyó la bolsa encima de la mesa. Lo que estuviera dentro se movía incesantemente. Y se oía un gemido. ¡El chico!
Evaristo Anselmo puso en práctica toda una ceremonia. Se calzó un delantal negro ―brillaba de grasa acumulada―. Se ató un pañuelo igual de mugriento a la frente. Y encendió unas velas: le dieron un ambiente más lúgubre y siniestro a la sucia y desordenada cocina.
La bolsa seguía moviéndose sobre la mesa, y los gemidos se escuchaban con más fuerza. El bulto era pequeño, podría tratarse de un bebé. ¿Qué clase de madre podía descuidar un bebé a la hora de la siesta?
―Tenemos que avisar a la policía ―dijo Carlitos.
―Esperemos a ver qué hace ―dije―. Si intenta algo malo, hacemos bastante ruido y corremos hasta la comisaría. El viejo no va arriesgarse a hacele algo al bebé sabiendo que vamos a delatarlo.
Evaristo Anselmo encendió una hornalla y apoyó una sartén. De tanta grasa vieja acumulada, la sartén se prendió fuego y Evaristo tuvo que apagarla con un repasador.
Cortó un poco de manteca ―o vaya uno a saber qué― y la puso a derretir. Agarró dos cuchillas enormes de la mesada, y les dio filo entre sí.
Lentamente fue hacia la bolsa, que seguía moviéndose, temblando rabiosa arriba de la mesa, entre gemidos insoportables, como si el bebé anticipara su horrendo destino.
―¡Lo va a matar! ―ahogó un grito Carlitos, en una afónica y desesperante mímica.
 El viejo se detuvo junto a la mesa, frotó las cuchillas y...
… y siguió de largo hasta la heladera.
Con mi primo nos miramos desconcertados. Y volvimos la vista hacia el asesino.
Lo vimos sacar un trozo de carne, llevarla hasta la mesada y cortar unos churrascos.
―¡Algo tierno, Anselmo! Algo muy rico y tierno prepara tu hermano. Mmm, tengo hambre, mucha hambre ―Dijo el mismo monstruo cambiando la voz.
El viejo conversaba con su hermano imaginario, y la bolsa sobre la mesa se movía más y más... Cada vez más fuerte. Y los gemidos parecían los de un cerdo cuando le clavan un cuchillo en la garganta.
Evaristo Anselmo prendió el equipo de audio y sonó una música… ¿clásica? Se aclaró la garganta con un repugnante gorgojeo y escupe una bola verde que, luego desparramó con la alpargata en el piso de tierra.
El viejo se puso a cantar.
―Canta ópera ―se rió Carlitos.
Ahora Evaristo Anselmo subía el volumen, parecía disfrutar a lo loco.
Con las cuchillas en las manos hacía ademanes en el aire, como representado una obra en pleno teatro Colón.
―Canta bastante bien ―dije―. Tiene una voz potente y todo.
Los relámpagos iluminaron la cocina, un escenario dantesco.
Nosotros seguimos observando bajo la lluvia.
El monstruo volvió a la mesa. La bolsa se movía más que nunca, y el chirrido de su interior alcanzaba el punto más alto, igualando la nota sostenida de Evaristo. Un dueto escalofriante.
La bolsa se abre, y queda al descubierto el ser más horrendo y repugnante que mis ojos hayan visto jamás. Carlitos sale disparado hacia el maizal, en dirección a la casa de la abuela. Yo en cambio me quedo petrificado contra el vidrio, mirando la escena más terrorífica de toda mi vida.
Aquella... cosa deforme era el verdadero hombre de la bolsa.
¡Era… era Anselmo! ¡El hermano mellizo de Evaristo!
Entonces, me dije. ¡Entonces el hermano imaginario no era imaginario!
Deforme, más que monstruoso: un pequeño tronco con dos piernas cortitas y dos brazos cortitos. Una cabeza maléfica, con rasgos apenas humanos, apenas parecidos a los de Evaristo, especialmente los ojos saltones. No hablaba, se comunicaba con gemidos, y Evaristo los interpretaba a la perfección. Esa cosa tenía gruesas y oscuras cicatrices por toda la cara.
Evaristo sirvió los churrascos en un plato roñoso ―la meza estaba minada de platos roñosos y moscas girando a su alrededor―. Se sirvió una copa de vino tinto y tomó un trago. Le dio de beber a la cosa. Cortó pequeños trocitos de carne y, con el cuidado y cariño de una madre, se lo fue metiendo en la boca a su hermano.
Me enterneció la imagen. Sentí mucha pena por Evaristo: él había tenido que hacerse cargo de aquel fenómeno. Alejado del pueblo, de la gente, de toda actividad social se hizo cargo de su hermano. Le dedicó toda su vida. Y jamás lo dejaba, lo llevaba oculto en la bolsa de arpillera a todos lados.
En cada bocado que Evaristo le daba, acariciaba la cabeza de Anselmo.
―¡Buen chico! ―decía a medida que el pequeño monstruo tragaba―. ¡Bueno! Como el pequeño Anselmo se comió todo... se merece un riquísimo postre. ―Fue hasta la mesada en busca de la cuchilla más grande.
Anselmo empezó a saltar arriba de la mesa. Sus ojos se agrandaron y sobresalieron como una horrenda caricatura. En realidad, todo en aquel ser comenzó a cambiar. Su mandíbula se ensanchó a tal punto, que se deformó totalmente. Si antes era horrible, ahora era abominablemente espantoso. El monstruo estaba totalmente excitado de placer ante el postre que le había prometido su hermano.
Evaristo abrió la vieja y oxidada heladera ―alguna vez habrá sido blanca, me dije―, introdujo medio cuerpo y, con la cuchilla bien afilada, cortó un trozo de postre. Y salió.
Era un…, yo no podía creer lo que veía. Se me fue todo el sentimentalismo al diablo. ¡Un pequeño brazo! El brazo de algún chico muerto.
Vi que lo lanzaba en dirección de Anselmo, y este se lo devoraba de un solo bocado en el aire. Parecía un perro, una horrible y espantosa raza de perro.
Pegué un grito que seguramente se escuchó hasta en el lago Epecuén.
Los mellizos voltearon y me vieron. Yo temblaba de terror, empapado hasta los dedos de los pies.
Evaristo alzo en brazos a su hermano y se acercaron a la ventana.
Quedamos frente a frente, separados por el delgado y sucio vidrio.
Anselmo chirriaba como un cerdo. Su mandíbula se abrió tanto… Pensé que en esa boca entraría mi cabeza entera. Igual que la boca de la pitón que había visto en un documental, los dientes desproporcionados y afilados se abrían y cerraban aterradores.
Evaristo frunció el ceño, su cara también se transformaba. ¡Con Anselmo eran dos verdaderos monstruos! Los chirridos del más pequeño se hicieron insoportables. Y Evaristo me mostró la cuchilla y se la pasó por el cuello. Ya sabía yo qué significaba ese gesto.
Salí corriendo en dirección al maizal. Las zapatillas hacían ruido de sopapa por el agua acumulada entre la plantilla y mi pie.
No quería mirar hacia atrás, quería correr más y más rápido; pero mis piernas no respondían.  Tropecé, no sé con qué, y la bestia me alcanzó.
―Vas a comer muy rico, Anselmo ―decía―. Muy tierno y rico.
Lo miré: venía solo, sin su bolsa, sin su hermanito.
El campo se iluminó con un prolongado relámpago, la electricidad viajó por las partículas de aire y me alcanzó, erizó todos mis músculos y mis pelos. El resplandor iluminó la desencajada y sonriente cara de Evaristo. Desde el piso también alcancé a verme, reflejado en la hoja de la cuchilla de el viejo. Vi un yo desencajado, asustado y lleno de barro.
Detrás de mí, oí el ladrido de unos perros. Salían de entre el maizal, y tras ellos aparecieron el comisario y sus ayudantes.
Enseguida apuntaron con los rifles a Evaristo. Y yo alcance a distinguir a Carlitos junto a ellos. Fue lo último que vi. Creo que me desmayé.
 Pasé un par de días enfermo. Algunos decían que estaba engripado; otros, que el julepe me había dejado de cama. Lo que más me acuerdo de esos días son los relatos de Carlitos, eso de cómo el comisario atrapó a Evaristo bajo aquella torrencial lluvia.
Decía que después revisaron el escabroso rancho y los alrededores. Encontraron varios cadáveres de chicos enterrados. Los que habían desaparecido a lo largo de tantos años estaban en aquel rancho del horror.
Todos en Carhué quedaron conmovidos con el hallazgo. Desenterraron a los chicos del barro, en medio de aquella tormenta eléctrica y los llevaron al cementerio para darles cristiana sepultura. Pero nada los conmovió tanto como el hecho de encontrar el cuerpo de una mujer abrazada a un niño. Era nada menos que el cadáver de Matilda Asunción Jiménez, La llorona. Abrazada a Paquito, su hijo. Es el día de hoy, que todo el pueblo se pregunta cómo llegó el cadáver de Matilda hasta ese lodazal.

3


No bien me bajó la fiebre y pude salir de la cama, la abuela y la tía Cata me llevaron hasta la Comisaría. Dijeron que por protocolo debía identificar a Evaristo.
Él no podía verme porque me protegía un vidrio espejado ―cámara Gesell, dijo el oficial― para que no me descubriera delatándolo.
Pero él me sintió. Me olió como un hiena huele a su presa.
Cuando lo vi solo en el cuarto, pregunté por Anselmo.
―¿Quién? ―dijo el comisario
―Anselmo ―repetí―. El hermano mellizo. Esa… cosa horrible que no llega a medir cuarenta centímetros.
―¿Perdón? ―dijo el comisario―. En el momento de la detención, Evaristo estaba solo.
―Pero, yo mismo lo vi… Lo vi con mis propios ojos. Juro que los vi a los dos. Anselmo era una criatura horrible, deforme, una equivocación de la naturaleza, como dice el sacerdote. Él… eso era el verdadero hombre de la bolsa, el que se comía crudos a los chicos. Yo lo vi, y ahora debe de andar escondido, esperando, oculto entre las sombras.
―Hay, qué chico este ―dijo la tía Cata―. Todavía está afectado por la terrible experiencia. O por la fiebre, vaya a saber. Debería haberse quedado unos días más en cama.
El comisario sonrió levemente y me acarició en la cabeza. Del otro lado, Evaristo se acercó al vidrio espejado. Sabía que yo no me había ido. Seguía oliéndome. El viejo podía oler a cualquier chico que anduviera cerca. Nos percibía, por el aire le llegaba nuestro olor.
Su cara se transformó como aquella tarde sin luz, me miró a través del vidrio y habló.
―¡Hoy vamos a comer muy rico, Anselmo! ―Y enseguida cambió la voz―. ¡Que bueno, Evaristo! ¿Que vas a cocinar? ¡Algo muy sabroso y tierno! Muy, pero muy tierno.

4 comentarios:

  1. Que terrible!! Muy bien escrito como siempre, atrapás al lector con tu imaginación y creatividad, abrazo!

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  2. Muy buen manejo del suspenso. Feliciaciones.

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    1. Gracias, amiga. Es un honor, sabiendo que viene de alguien qu mqneja el suspenso de manera única.

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