La
abuela tenía sus métodos a la hora de convencernos para ir a dormir la siesta.
Nos hablaba de "El hombre de la bolsa".
Siempre
fue una de sus historias favoritas. También para nosotros lo era, y más
sabiendo que el hombre de la bolsa tenía nombre y apellido.
―Se
llama Evaristo Anselmo Darragueira ―decía la abuela―. Es un viejo ermitaño que
vive del otro lado de las vías. Atravesando el maizal campo adentro, en un
rancho tanto o más mugriento que él. Ahí se esconde el viejo.
La
abuela nos había contado que en realidad se llamaba Evaristo, nada más. Anselmo
era el nombre del hermano mellizo. Nadie supo que fue de Anselmo, un día
desapareció del carrito donde dormía.
Evaristo,
ya grande, recorría las calles del pueblo cargando una bolsa de arpillera al
hombro. Y, con el correr de los años, notaron que hablaba solo. Nadie le daba
importancia. Hasta que alguien ―la abuela no se acordaba quién― dijo que no
hablaba solo, sino con su imaginario hermano, como si lo tuviera al lado.
Cuando
la gente lo comprobó, empezó a llamarlo Evaristo Anselmo, igual que si fueran
dos personas en una.
Por
todos lados se escuchaban saludos de “Chau, Evaristo Anselmo”. Y él levantaba
la mano devolviendo el saludo, y contestaba dos veces.
―Hay
otra versión sobre la desaparición de Anselmito ―dijo la abuela―. En mi época
se decía que al pequeño Anselmo se lo había robado la llorona.
―¿Quién?
―chilló Sonia.
―Callate,
nena ―dijo Carlitos―. ¿No escuchaste? “La llorona”.
―Sí
―dije yo―. ¿Pero quién es “La llorona”?
―Matilda
Asunción Jiménez ―dijo la abuela―. Aunque
todo el pueblo la conoció y llamó por su apodo "La llorona".
Matilda
había sido feliz junto a Reinaldo, su esposo, y el pequeño Francisco.
"Paquito", así llamaba a su hijo de cuatro años. Pero, un desgraciado
día, Paquito desapareció.
Se
decía que el chico siempre jugaba en la hamaca que le había construido su
padre. Y aquella tarde, Matilda estaba recostada en su cama mientras escuchaba
cantar y columpiarse al pequeño, en el jardín de la casa. Hasta que en un
momento no oyó más el canto del niño. Cuando Matilda salió al jardín, encontró
a la hamaca balanceándose sola.
―Tengo
miedo abue ―dijo Sonia.
―¿Otra
vez? ―la reté―. Así, la abuela no va terminar nunca el cuento.
Sonia
hizo pucherito con los labios y se abrazó a Carlitos. La abuela continúo con el
relato:
―Desesperadamente,
Matilda buscó por todo el jardín y la casa. Luego en las casas vecinas y más
tarde por todo el pueblo, gritando: ¡Me
robaron a mi hijo! ¡Llamen a la policía, mi hijo a desaparecido!
La
búsqueda había durado varios días, hasta que el comisario y sus hombres no
tuvieron donde más buscar. La pobre Matilda entró en un estado de shock. Y, al
cabo de un tiempo, perdió la cordura.
―Deambulaba
por las calles de Carhué ―siguió la abuela―, llorando en busca de paquito. La
desesperación por no encontrar a su pequeño la llevó al delirio, y se le dio
por arrebatarle los hijos de las mujeres del pueblo.
―¡Uy! ―dijo Cristina―. Ahora no solo
debemos preocuparnos del Hombre de la bolsa, si no también de la llorona.
―Eso
pasó hace muchos, muchos años ―dijo la abuela―. Ahora Matilda está bien
enterradita en el cementerio.
Pero
la abuela no sabía que el curso de la historia estaba por cambiar.
2
El
domingo 10 de noviembre de 1985 ―con mis primos ya ni nos acordábamos de La
llorona y el Hombre de la bolsa―, tras largos días de intensas lluvias, el lago
Epecuén venció la valla de contención. Y la floreciente villa turística de
mismo nombre se inundó. La gente huyó con lo puesto hacia Carhué.
El
viejo cementerio quedó sepultado debajo del lago. El agua removió la tierra, y
la famosa sal de la laguna hizo salir a flote cientos y cientos de ataúdes, que
navegaron a la deriva por varias horas. Luego encallaron en la costa del lado
de Carhué. Parecían pequeñas ballenas varadas, escupiendo agua podrida por las rajaduras de la madera.
Llevó
mucho tiempo recuperar los cuerpos y volver a darles cristiana sepultura.
Se
oía acá y allá que faltaba un cadáver. “No lo pueden encontrar”, decía el dueño de la pulpería. Pero nadie sabía aún de quién
era el cadáver.
Recién
después de una semana, supimos su nombre: Matilda Asunción Jiménez, La llorona.
A
los pocos días de la reveladora noticia, algunos chicos desaparecieron sin
dejar rastro.
El pueblo se vio ceñido por sombras del pasado.
El miedo se percibía en el aire, en los rostros de la gente que caminaba
deprisa por las calles solitarias, solo para comprar lo imprescindible. Carhué,
era ahora un pueblo fantasma. El único que caminaba tranquilo por las calles
era Evaristo Anselmo.
No
bien oímos su nombre, mis primos y yo nos
acordamos de aquella historia de la abuela.
Muchas
veces lo vimos desde la ventana a Evaristo Anselmo, pasaba por la calle que
daba a las vías del ferrocarril cargando la bolsa de arpillera. Su aspecto nos
hacía temblar. Su mirada fría y penetrante impartía pavor a través del vidrio
de la ventana: no había vez que pasara que no volteara para mirarnos
directamente a los ojos.
Una
calurosa tarde de febrero, a la hora de la siesta, lo vimos volver del pueblo
camino a su rancho. Cargaba su famosa bolsa de arpillera, como siempre. Pero,
esta vez… esta vez algo se movía adentro
de la bolsa.
―¡Un
chico! ―gritó Carlitos―. ¡El hombre de la bolsa se robó un chico y se lo va a
comer!
Miramos
espantados, los cuatro amontonados junto a la ventana, cómo el viejo, vestido
con unos trapos harapientos, caminaba con la bolsa al hombro, y conversaba con
su hermano imaginario.
―¡Hoy
vamos a comer muy rico, Anselmo! ―decía Evaristo, y enseguida cambiaba la voz―.
¡Que bueno, Evaristo! ¿Qué me vas a
cocinar? ―Y Evaristo seguía―. ¡Algo muy sabroso y tierno! Muy, pero muy
tierno. ¡Mmm! ¡Se me hace agua la boca!
―el viejo parecía un loco hablando solo.
Pasaba
por el frente de la casa de la abuela. Nuestros asustados ojos lo siguieron
hasta perderlo de vista por un costado de la
ventana.
Corrimos
hacia afuera. Vimos que Evaristo Anselmo doblaba en la esquina.
Yo
me metí entre las cañas que daban a la otra calle, para ver si había tomado en
dirección al maizal, camino a su rancho.
De
repente escuché el ruido de cañas secas partiéndose. Alguien se me acercaba por
detrás, y mis flaquitas piernas se pusieron a
temblar como en los días de invierno cuando caminaba a la escuela.
Una
mano se apoyó en mi hombro...
―¿Y,
lo viste?
¡Uf!,
respiré aliviado. ¡Era Carlitos!
Atrás
venían las chicas.
―¡Casi
me matás de un susto, nene! Pensé que eras el Hombre de la bolsa.
Apartamos
un par de cañas y seguimos. Ahí nomás, lo vimos entrar al maizal, cortando
camino a su rancho, como habíamos imaginado.
Con
Carlitos y las chicas decidimos seguirlo. Teníamos que hacer algo, no podíamos
dejar que ese viejo se comiera otro chico.
La
abuela dormía la siesta como una osa, al igual que todo el pueblo.
Seguimos
al Hombre de la bolsa atravesando el maizal, a cierta distancia para que no
pudiera vernos. Lo seguimos un buen rato hasta verlo llegar al rancho. Un
rancho que se caía a pedazos.
―Las
paredes se sostienen por la mugre ―dijo Cristina.
―Son
pura costra ―dijo Sonia―. Tenés razón.
Era
una imagen macabra, de un cuento de terror. Por si fuera poco, unas nubes
negras cubrieron rápidamente el cielo, y se hizo la noche. Luego volvió a
encenderse en electrizantes relámpagos, para explotar y caer en una torrencial
lluvia.
―Volvamos
a la casa de la abuela ―dijo Sonia asustada, escondida detrás de Cristina.
―No
podemos abandonar a ese chico ―dije―. Ustedes dos vuelvan. Carlitos y yo
trataremos de hacer algo.
Sonia
y Cristina se fueron bajo la lluvia. Otro relámpago las iluminó mientras
entraban al maizal.
Carlitos
y yo nos acercamos sigilosamente a una de las ventanas del rancho. Despacito
nos deslizamos, y pudimos ver el interior de la cocina a través del vidrio. Un
verdadero basural, la cueva de una rata: llena de cacharros viejos y sucios por
donde se mirase.
El viejo apoyó la bolsa encima de la mesa. Lo
que estuviera dentro se movía incesantemente. Y se oía un gemido. ¡El chico!
Evaristo
Anselmo puso en práctica toda una ceremonia. Se calzó un delantal negro ―brillaba
de grasa acumulada―. Se ató un pañuelo igual de mugriento a la frente. Y
encendió unas velas: le dieron un ambiente más lúgubre y siniestro a la sucia y
desordenada cocina.
La
bolsa seguía moviéndose sobre la mesa, y los gemidos se escuchaban con más
fuerza. El bulto era pequeño, podría tratarse de un bebé. ¿Qué clase de madre podía
descuidar un bebé a la hora de la siesta?
―Tenemos
que avisar a la policía ―dijo Carlitos.
―Esperemos
a ver qué hace ―dije―. Si intenta algo malo, hacemos bastante ruido y corremos
hasta la comisaría. El viejo no va arriesgarse a hacele algo al bebé sabiendo
que vamos a delatarlo.
Evaristo
Anselmo encendió una hornalla y apoyó una sartén. De tanta grasa vieja acumulada,
la sartén se prendió fuego y Evaristo tuvo que apagarla con un repasador.
Cortó
un poco de manteca ―o vaya uno a saber qué― y la puso a derretir. Agarró dos
cuchillas enormes de la mesada, y les dio filo entre sí.
Lentamente
fue hacia la bolsa, que seguía moviéndose, temblando rabiosa arriba de la mesa, entre gemidos insoportables, como si el
bebé anticipara su horrendo destino.
―¡Lo
va a matar! ―ahogó un grito Carlitos, en una afónica y desesperante mímica.
El viejo se detuvo junto a la mesa, frotó las
cuchillas y...
…
y siguió de largo hasta la heladera.
Con
mi primo nos miramos desconcertados. Y volvimos la vista hacia el asesino.
Lo
vimos sacar un trozo de carne, llevarla hasta la mesada y cortar unos churrascos.
―¡Algo
tierno, Anselmo! Algo muy rico y tierno prepara tu hermano. Mmm, tengo hambre, mucha hambre ―Dijo el
mismo monstruo cambiando la voz.
El
viejo conversaba con su hermano imaginario, y la bolsa sobre la mesa se movía
más y más... Cada vez más fuerte. Y los gemidos parecían los de un cerdo cuando
le clavan un cuchillo en la garganta.
Evaristo
Anselmo prendió el equipo de audio y sonó una música… ¿clásica? Se aclaró la
garganta con un repugnante gorgojeo y escupe una bola verde que, luego desparramó
con la alpargata en el piso de tierra.
El
viejo se puso a cantar.
―Canta
ópera ―se rió Carlitos.
Ahora
Evaristo Anselmo subía el volumen, parecía disfrutar a lo loco.
Con
las cuchillas en las manos hacía ademanes en el aire, como representado una
obra en pleno teatro Colón.
―Canta
bastante bien ―dije―. Tiene una voz potente y todo.
Los
relámpagos iluminaron la cocina, un escenario dantesco.
Nosotros
seguimos observando bajo la lluvia.
El
monstruo volvió a la mesa. La bolsa se movía más que nunca, y el chirrido de su
interior alcanzaba el punto más alto, igualando la nota sostenida de Evaristo.
Un dueto escalofriante.
La
bolsa se abre, y queda al descubierto el ser más horrendo y repugnante que mis
ojos hayan visto jamás. Carlitos sale disparado hacia el maizal, en dirección a
la casa de la abuela. Yo en cambio me quedo petrificado contra el vidrio,
mirando la escena más terrorífica de toda mi vida.
Aquella...
cosa deforme era el verdadero hombre
de la bolsa.
¡Era…
era Anselmo! ¡El hermano mellizo de
Evaristo!
Entonces,
me dije. ¡Entonces el hermano imaginario no era imaginario!
Deforme,
más que monstruoso: un pequeño tronco con dos piernas cortitas y dos brazos
cortitos. Una cabeza maléfica, con rasgos
apenas humanos, apenas parecidos a los de Evaristo, especialmente los ojos
saltones. No hablaba, se comunicaba con gemidos, y Evaristo los interpretaba a
la perfección. Esa cosa tenía gruesas y oscuras cicatrices por toda la cara.
Evaristo
sirvió los churrascos en un plato roñoso ―la meza estaba minada de platos roñosos
y moscas girando a su alrededor―. Se sirvió una copa de vino tinto y tomó un
trago. Le dio de beber a la cosa. Cortó
pequeños trocitos de carne y, con el cuidado y cariño de una madre, se lo fue
metiendo en la boca a su hermano.
Me
enterneció la imagen. Sentí mucha pena por Evaristo: él había tenido que hacerse
cargo de aquel fenómeno. Alejado del pueblo, de la gente, de toda actividad
social se hizo cargo de su hermano. Le dedicó toda su vida. Y jamás lo dejaba,
lo llevaba oculto en la bolsa de arpillera a todos lados.
En
cada bocado que Evaristo le daba, acariciaba la cabeza de Anselmo.
―¡Buen
chico! ―decía a medida que el pequeño monstruo tragaba―. ¡Bueno! Como el
pequeño Anselmo se comió todo... se merece un riquísimo postre. ―Fue hasta la
mesada en busca de la cuchilla más grande.
Anselmo
empezó a saltar arriba de la mesa. Sus ojos se agrandaron y sobresalieron como
una horrenda caricatura. En realidad, todo en aquel ser comenzó a cambiar. Su
mandíbula se ensanchó a tal punto, que se deformó totalmente. Si antes era
horrible, ahora era abominablemente espantoso. El monstruo estaba totalmente
excitado de placer ante el postre que le había prometido su hermano.
Evaristo
abrió la vieja y oxidada heladera ―alguna vez
habrá sido blanca, me dije―, introdujo medio cuerpo y, con la cuchilla bien
afilada, cortó un trozo de postre. Y salió.
Era un…, yo no podía
creer lo que veía. Se me fue todo el sentimentalismo al diablo. ¡Un pequeño
brazo! El brazo de algún chico muerto.
Vi
que lo lanzaba en dirección de Anselmo, y este se lo devoraba de un solo bocado
en el aire. Parecía un perro, una horrible y espantosa raza de perro.
Pegué
un grito que seguramente se escuchó hasta en el lago Epecuén.
Los
mellizos voltearon y me vieron. Yo temblaba de terror, empapado hasta los dedos
de los pies.
Evaristo
alzo en brazos a su hermano y se acercaron a la ventana.
Quedamos
frente a frente, separados por el delgado y sucio vidrio.
Anselmo
chirriaba como un cerdo. Su mandíbula se abrió tanto… Pensé que en esa boca entraría
mi cabeza entera. Igual que la boca de la pitón que había visto en un
documental, los dientes desproporcionados y afilados se abrían y cerraban aterradores.
Evaristo
frunció el ceño, su cara también se transformaba. ¡Con Anselmo eran dos
verdaderos monstruos! Los chirridos del más pequeño se hicieron insoportables.
Y Evaristo me mostró la cuchilla y se la pasó
por el cuello. Ya sabía yo qué significaba ese gesto.
Salí
corriendo en dirección al maizal. Las zapatillas hacían ruido de sopapa por el
agua acumulada entre la plantilla y mi pie.
No
quería mirar hacia atrás, quería correr más y más rápido; pero mis piernas no
respondían. Tropecé, no sé con qué, y la
bestia me alcanzó.
―Vas
a comer muy rico, Anselmo ―decía―. Muy tierno y rico.
Lo
miré: venía solo, sin su bolsa, sin su hermanito.
El campo se iluminó
con un prolongado relámpago, la electricidad viajó por las
partículas de aire y me alcanzó, erizó todos mis músculos y mis pelos. El
resplandor iluminó la desencajada y sonriente cara de Evaristo. Desde el piso
también alcancé a verme, reflejado en la hoja de la cuchilla de el viejo. Vi un
yo desencajado, asustado y lleno de barro.
Detrás
de mí, oí el ladrido de unos perros. Salían de entre el maizal, y tras ellos
aparecieron el comisario y sus ayudantes.
Enseguida
apuntaron con los rifles a Evaristo. Y yo alcance a distinguir a Carlitos junto
a ellos. Fue lo último que vi. Creo que me desmayé.
Pasé un par de días enfermo. Algunos decían
que estaba engripado; otros, que el julepe me
había dejado de cama. Lo que más me acuerdo de esos días son los relatos de
Carlitos, eso de cómo el comisario atrapó a Evaristo bajo aquella torrencial
lluvia.
Decía
que después revisaron el escabroso rancho y los alrededores. Encontraron varios
cadáveres de chicos enterrados. Los que habían desaparecido a lo largo de tantos
años estaban en aquel rancho del horror.
Todos
en Carhué quedaron conmovidos con el hallazgo. Desenterraron a los chicos del
barro, en medio de aquella tormenta eléctrica y los llevaron al cementerio para
darles cristiana sepultura. Pero nada los conmovió tanto como el hecho de
encontrar el cuerpo de una mujer abrazada a un niño. Era nada menos que el
cadáver de Matilda Asunción Jiménez, La llorona. Abrazada a Paquito, su hijo.
Es el día de hoy, que todo el pueblo se pregunta cómo llegó el cadáver de
Matilda hasta ese lodazal.
3
No
bien me bajó la fiebre y pude salir de la cama, la abuela y la tía Cata me
llevaron hasta la
Comisaría. Dijeron que por protocolo debía identificar a
Evaristo.
Él
no podía verme porque me protegía un vidrio espejado ―cámara Gesell, dijo el
oficial― para que no me descubriera delatándolo.
Pero
él me sintió. Me olió como un hiena
huele a su presa.
Cuando
lo vi solo en el cuarto, pregunté por Anselmo.
―¿Quién?
―dijo el comisario
―Anselmo
―repetí―. El hermano mellizo. Esa… cosa horrible que no llega a medir cuarenta
centímetros.
―¿Perdón?
―dijo el comisario―. En el momento de la detención, Evaristo estaba solo.
―Pero,
yo mismo lo vi… Lo vi con mis propios ojos. Juro que los vi a los dos. Anselmo
era una criatura horrible, deforme, una equivocación de la naturaleza, como
dice el sacerdote. Él… eso era el
verdadero hombre de la bolsa, el que se comía crudos a los chicos. Yo lo vi, y
ahora debe de andar escondido, esperando, oculto entre las sombras.
―Hay,
qué chico este ―dijo la tía Cata―. Todavía está afectado por la terrible
experiencia. O por la fiebre, vaya a saber. Debería haberse quedado unos días
más en cama.
El
comisario sonrió levemente y me acarició en la cabeza. Del otro lado, Evaristo se
acercó al vidrio espejado. Sabía que yo no me había ido. Seguía oliéndome. El
viejo podía oler a cualquier chico que anduviera cerca. Nos percibía, por el
aire le llegaba nuestro olor.
Su
cara se transformó como aquella tarde sin luz, me miró a través del vidrio y
habló.
―¡Hoy
vamos a comer muy rico, Anselmo! ―Y enseguida cambió la voz―. ¡Que bueno, Evaristo! ¿Que vas a cocinar?
¡Algo muy sabroso y tierno! Muy, pero muy tierno.
Que terrible!! Muy bien escrito como siempre, atrapás al lector con tu imaginación y creatividad, abrazo!
ResponderEliminarGracias, Martita.
EliminarMuy buen manejo del suspenso. Feliciaciones.
ResponderEliminarGracias, amiga. Es un honor, sabiendo que viene de alguien qu mqneja el suspenso de manera única.
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