lunes, 24 de noviembre de 2014

Un tren bala





Delfina sale de la escuela y corre hasta la estación General Lemos. Siempre toma el tren de las 17:20 para regresar a su casa, y hoy por culpa del estúpido del preceptor se le ha hecho tarde. Pero llega a tiempo.
En la entrada del hall de la estación, el muchacho de la florería —ese que a ella le gusta mucho—, le regala una rosa roja.
Delfina sigue corriendo. Llega a la puerta del tren, y empuja acá y allá para subir rápido y conseguir un asiento.
Pero se le cruza una vieja que camina despacio y quiere bajar.
Vieja de mierda —dice Delfina por lo bajo.
Todos voltean para mirarla a ella, a la insolente colegiala. La vieja también la escuchó. Y ahora que Delfina consigue sentarse, a través del vidrio de la ventanilla, esa bola de arrugas la fulmina con la mirada.
Ella se acomoda, y el  tren se pone en movimiento.
Apenas apoya la cabeza contra el vidrio, se duerme. Y en seguida se sumerge en el sueño: un sueño horrible, una verdadera pesadilla. Se ve casándose con el preceptor. Tienen dos hijos: Luca y Jazmín. El tiempo pasa volando entre estación y estación, y sus hijos pasan de aprender a caminar al primer día de clases, antes de que la formación se detenga en Sargento Barrufaldi. La bocina del tren y el silbato del guarda hacen que Delfina entreabra los ojos. De tanto en tanto ve figuras borrosas, gente difusa a su alrededor, ojos, muchos ojos que la observan.
El movimiento del tren la devuelve al sueño. Ahora los chicos ya están en la escuela secundaria, en la próxima estación egresan de la universidad. Y, cuando el tren sale de Martín Coronado, ya se casaron. Delfina siente el paso del tiempo y se sacude como borracha en el asiento del tren, mientras la bocina y el silbato van anunciando la partida de la estación. Un par de estaciones más adelante, llegan los nietos. Y todo vuelve a repetirse con ellos.
La muerte del marido la golpea llegando a Villa Devoto, luego la de su hijo, Luca. Y, saliendo de Francisco Beiró, la de Jazmín.
Soledad y vejez la sorprenden llegando a la estación cabecera. Los sacudones entre los cambios de vía, despiertan a Delfina ya entrando a Chacarita.
La gente a su alrededor va tomando forma a medida que abre los ojos. Igual que cuando subió, todas las miradas son para ella. No reconoce a ninguno de los habituales viajeros de las 17:20 entre la multitud agolpada contra las puertas para descender del tren. Ninguna cara conocida.
Cuando el tren ingresa lentamente al andén, la sorprende la nueva estación Chacarita. Ve unas pantallas holográficas que muestran a una señorita que anuncia la llegada. Delfina observa con asombro el interior del confortable tren. Un tren del futuro, se dice. Hasta más moderno que los que ha visto en la tele, esos trenes balas de Japón.
La formación se detiene, y el guarda abre las puertas. Todos descienden; todos, menos Delfina. Se siente cansada, agotada, con palpitaciones, seguro que por el sueño horrible que tuvo durante el viaje. Antes de levantarse del asiento se ve a sí misma reflejada en la ventanilla: una vieja. Una horrenda y arrugada vieja sentada en su lugar. Una bola de arrugas.
Las palpitaciones aumentan cuando aumenta el terror de Delfina. Estira su brazo para tocar el vidrio. Su mano, su ahora temblorosa, vieja y arrugada mano toca su viejo y arrugado rostro reflejado en la ventanilla. Unas lágrimas bajan surfeando entre las arrugas de su cara.
Con mucha dificultad, logra levantarse del asiento. Le duele la cadera, las rodillas, los pies. Le cuesta caminar. La puerta está tan lejos… Se va agarrando de los respaldos de los asientos, y descubre en su mano una rosa roja, marchita.
Los pasajeros ya ingresan al tren que regresa a General Lemos.
Mientras desciende al andén, Delfina se choca con una chica de uniforme.
Vieja de mierda —oye que le dice por lo bajo la colegiala.

viernes, 21 de noviembre de 2014

La nave



Ya desde la esquina, vi que en la casa de mis viejos estaban sacando de raíz el último paraíso.
—¿Preparo unos mates, Huguito? —me dijo mamá desde la vereda.
Y, cuando ella se fue para la cocina, me acordé de aquel otro paraíso, ese que se cayó durante una noche de tormenta.
El día anterior habíamos llegado de pasar las fiestas con los abuelos. Una hermosa navidad en la casa de los papás de mamá, en Pellegrini; y un maravilloso año nuevo en la casa de los  abuelos paternos, en Caruhe. Con mis hermanos queríamos pasar el día de reyes en casa, por eso nos volvimos tan pronto.
Martín y yo jugamos todo el viaje de regreso a Buenos Aires a inventar historias. Mamá le cebaba mates a papá, y Mony y Naty nos escuchaban mudas como nunca. Ahí me di cuenta de que a ellas también les gustaban las historias del espacio.
Durante el viaje en automóvil, escuchamos por la radio el alerta meteorológico de una gran tormenta que se estaba gestando en Buenos Aires.
Llegamos entrada la noche, justo antes de que se desatara la gran tormenta.
—¡Rayos y centellas iluminan la noche! —sentenció Martín.
—Mejor apúrense a bajar las valijas —dijo mamá—, que se van a empapar.
Corrimos hacia la casa, entre medio de los relámpagos. Era tan tarde, que dejamos los "bagayos" en la cocina, y nos fuimos todos a dormir.
El cielo rugía como un león hambriento en la noche. Mis hermanos y yo, nos escondimos bajo las sábanas, como si fuéramos sus presas.
Así nos dormimos. Y, no sé cómo, pero amanecimos todos juntos en la cama de los viejos.
Martín y yo, nos levantamos y fuimos para la cocina. Mamá preparaba el desayuno, y nos contó que se había caído un árbol en la pileta.
Corrimos al fondo, había que verlo.
El árbol era tan grande, que sus ramas desbordaban, se extendían a los costados de la pileta y hacia arriba un par de metros.
—¡Será posible! —dijo mamá—. El señor Ramírez va tener mucho trabajo para sacar semejante árbol.
Y yo me lo imaginé a don Ramírez, ese viejo que andaba con su bicicleta tirando un carrito lleno de herramientas, luchando para sacar ese gigante del fondo de la pile.
Al parecer, un rayo había dado de lleno en la base, y la punta del tronco quedó apuntando al cielo.
Con Martín nos miramos, y enseguida sincronizamos nuestras mentes. Los dos lo supimos: donde mamá veía un problema, nosotros descubrimos el entretenimiento del verano.
Ahí estaba, majestuosa, mirando hacia las estrellas, “nuestra nave intergaláctica”, el mejor regalo de Reyes.
Convencimos a mamá de que postergase lo de don Ramírez un par de semanas. Teníamos una misión espacial muy importante que cumplir.
Enseguida nos pusimos manos a la obra. Con Martín y las chicas trabajamos en el “proyecto Andrómeda”. Fuimos al galpón y trajimos todas las herramientas de papá, que nos gritó desde la ventana.
—Me las cuidan, eh.
Serrucho en mano, hice unos cortes por aquí y otros por allá. Martín consiguió en el galpón un par de banquetas viejas, y armó las butacas de “la cabina de mando”. También armó los asientos de la tripulación, que serían Mony y Naty.
Y nos pasamos meta clavos y martillo toda la mañana.
Iba quedando de maravillas. Y, si mamá no nos hubiera dicho que si no vienen a comer antes de que se enfríe el memorable guiso intergaláctico, se termina la nave y la misión y todo, ni hubiéramos parado en todo el día.
La tarde se pasó volando, y la noche se venía encima. Ya se podían ver las primeras estrellas. Pero había algo que le faltaba a la nave para que fuera especial: eso que la haría única. No sabíamos qué.
Y mamá volvió a gritarnos desde la cocina.
—¡Chicos, no se olviden que hoy tienen que desarmar y guardar el árbol de navidad!
Con mis hermanos nos miramos y, en un par de minutos, ya estábamos los cuatro con todas las luces navideñas y demás adornos decorando la Gran Nave. Ahora sí, bien entrada la noche, todo había quedado listo para el soñado viaje a las estrellas. Aunque nos dimos cuenta de que faltaba algo muy importante... ¡Faltaba el nombre de nuestra Nave Interestelar!
Mi hermano, fanático de Viaje a las estrellas, pegó un grito:
—¡La Enterprise!
—¡Vos siempre con esa navecita! —dije. Yo, como fanático de la gran serie Galáctica, me inclinaba por su nombre—: ¡Galáctica! Pongámosle un nombre de verdad.
No nos poníamos de acuerdo.
Las nenas tiraban cualquier nombre.
—Penélope —dijo Naty—. A mí me gusta más ese, que es de pilota.
—¿Qué decís? —dijo Martín, que siempre la peleaba.
—¿No viste Los autos locos?
—Ay, vos siempre con pavadas… —dije.
Y Martín completó:
—Esto no es una carrera de autos, nena. Esto es un viaje espacial. ¿Entendés?
—¡Mamá! Los chicos me pelean.
La dejamos que protestara un rato. Y fuimos a la biblioteca.
Buscamos en los libros de Asimov, Ray Bradbury, Dick, uno de Wells.
Naty se apareció, con la cara recién lavada y una sonrisa de oreja a oreja.
No encontrábamos un nombre que nos convenciera a los cuatro.
Revisamos hasta en las historietas, en los álbumes Fantasía y El Tony, cuidando esas revistas que eran de  papá.
Nada nos convenció.
Mamá abrió la puerta:
—Acá traje provisiones para el viaje. Miren qué rico: unos pebetes de salame y queso, y una botella grande de Coca Cola. ¡Qué linda quedó la nave!
Con mi hermano cruzamos miradas una vez más...
“La Nave”.
Nada de nombres rusos o yanquis. La bautizamos con el espectacular y original nombre de: “La Nave”.
A las 22 era el horario de despegue. Las chicas se apuraron a pintar un cartel con el nombre de nuestra nave. Y lo colgaron en la parte delantera. Atrás, una bandera Argentina —del mundial 78, con el dibujo del gauchito y todo— que encontramos en el galpón, nos identificaba.
Nos vestimos para la ocasión: yo, con mi remera de Flash  Gordon y las antiparras de papá; Martín con el traje de Linterna Verde; Naty se puso una remera de La guerra de las galaxias, y Mony, el disfraz de La mujer maravilla, que le trajo Papa Noel.
A las 22 en punto, yo, como comandante de la nave, di la orden de encender los motores.
Martín se había mandado un tablero de mandos de película —la envidia de Steven Spielberg—, con los botones que tomó prestados del costurero de mamá.
Y… el conteo regresivo:
—Diez, nueve…, cuatro, tres…, cero.
Y Martín oprimió el botón rojo.
Los motores —dos ventiladores de pie que había en la casa, mejor dicho— se encendieron. Todos los adornos navideños se agitaron. Las largas y brillantes tiras de colores flamearon.
Daba la sensación de que “La Nave” se movía de verdad.
¡Estábamos volando hacia las estrellas! Hacia la gran aventura espacial soñada.
Nos rodeaba un cielo limpio y tranquilo. Ni rastro de la tormenta de la noche anterior.
Iluminados por miles y miles de estrellas, que titilaban en la inmensidad del cosmos —como si nos estuvieran llamando, como si de otros mundos nos dijeran, ¡Vengan, vengan aquí, los estamos esperando!— nos dejamos llevar.
—¡Algunas estrellas son regrandes! —dijo Naty.
Y era verdad: brillaban con una intensidad que… que parecían tener voz propia. Una voz tan potente que aturdía en los oídos. En cambio otras, eran pequeñas, apenas se podían ver —igual que la cabeza de un alfiler— casi sin brillo. Y sus voces llegaban débiles, como un suspiro, como un lamento lejano que atravesaba el universo, suavemente hasta nuestros oídos.
—¡Teniente —le dije a Martín—, dirija “La Nave” hacia el cuarto quásar del sector nueve en la nebulosa de Andrómeda!
—¡Guauuu! ¿Donde leíste eso?
—Lo acabo de inventar, pero suena lindo, ¿no?
Había sido un despegue perfecto, sin dificultades. Aquel maravilloso momento, quedaría inmortalizado en una foto —que pasados los años, se puede ver en uno de los estantes de la biblioteca de la casa— que mamá nos tomó con la flamante Polaroid.
A pocos minutos del viaje, se nos presentó la primera dificultad en el espacio exterior: una lluvia de meteoritos.
Se trataba de una lluvia, sí, pero no de meteoritos. Los chicos de al lado, terreno baldío de por medio, nos arrojaban pierdas.
—La lluvia de meteoritos —dijo Mony— es cada vez más intensa.
Di la orden de colocar el “escudo magnético de gravedad”.
Martín agarró el “escudo”, ese cubre techo de la carpa que usábamos cuando íbamos de pesca con papá.
Pero la lluvia de meteoritos no cesaba, y nuestro escudo de gravedad comenzó a debilitarse.
—Nos están dejando el escudo como un colador —dijo Mony.
Fue entonces cuando Martín hizo una observación:
—¡Comandante! No son meteoritos: nos están atacando criaturas no identificadas del espacio exterior. Solicito permiso para el contraataque.
—¡Permiso concedido, almirante! Que el resto de la tripulación busque las armas.
Mis hermanas trajeron una bolsa que contenía el arma de mano más sofisticada de aquellos tiempos: el rulero. Arma temida en toda la galaxia y barrios aledaños, una maravilla de la tecnología casera, que consistía de dos partes: un rulero, de los que se usan en la peluquería, y un globo de cumpleaños, que se colocaba por uno de los extremos hasta la mitad del rulero —cuanto más grande el rulero mejor, nosotros usábamos uno de toca.
Mony introdujo una bolita de paraíso —en “La Nave” colgaban racimos en todas las ramas— por el extremo abierto del arma. Sostuvo el rulero con una mano y, con la otra, estiró del globo sosteniendo la bolita. Apuntó.
Yo cerré los ojos antes de que la bolita de paraíso saliera disparada como una bala. ¡Mamita!, me dije, recordando viejos moretones de otras batallas.
Todos, rulero en mano, disparamos contra el enemigo.
Una lluvia de bolitas cruzó el terreno baldío.
Y… ¡un quejido!
¡Habíamos hecho impacto en uno de los alienígenas!
El silencio se apoderó de la noche, nada se veía del otro lado, solo cientos de luciérnagas que competían con las estrellas, titilando en el baldío.
Un silbido atravesó el tranquilo y veraniego cielo.
Y una enorme bombita de agua de carnaval se estrelló en la rubia cabeza de Naty. Y otra, y otra. Una lluvia de bombitas cayó sobre nosotros.
—¡Traigan la artillería pesada! —grité enojado. Me habían empapado hasta la medula.
Mis hermanos corrieron fuera de “La Nave”, hasta el depósito de armas. Volvieron con una caja llena de fuegos artificiales, que nos habían sobrado de fin de año y papá lo había traído en el auto: bengalas, petardos, metralletas. Cosas que hacen demasiado ruido, y mucho, pero mucho humo.
Tiramos a diestra y siniestra todo lo que contenía la caja. Algunos misiles cruzaban el baldío y alcanzaban la nave enemiga —lo de los chicos de al lado—.  Otros, explotaron en el baldío mismo.
Fue tanto el alboroto que armamos, que los vecinos de la cuadra salieron de sus casas para ver a qué venía tanto escándalo.
Las bengalas cubrieron el espacio exterior con un espeso humo de colores. No se veía más allá de un par de metros. La lluvia de bombitas había cesado y, poco a poco, el humo se fue disipando.


Una luz  de color azul y alargada avanzaba zigzagueando desde el baldío hacia nosotros. El humo de los fuegos artificiales descendió, y quedó flotando medio metro sobre el pasto, mezclado con la niebla nocturna.
Entonces pudimos ver la temible y aterradora figura de Darth Vader. O, mejor dicho, la figura de un “mini-Darth Vader” —el pibe no tendría más de diez años— con casco, capa negra hasta el piso y botas, el traje completo.
Ahí estaba, firme como un soldado intergaláctico, empuñando de forma desafiante su sable láser azul.
Me recordó el día que fuimos al estreno de la película. Ahí supe realmente lo que era el miedo. Un miedo paralizante. Un miedo que fue creciendo al oír la respiración de ese personaje, del que jamás olvidé el nombre: Darth Vader. Peor fue escuchar su voz. Me hubiera escondido debajo de la butaca, pero no me perdí detalle.
—¡Rajemos, señor! —gritó Martín—. La fuerza nos invade.
—¡No sea maricón, teniente! Demos pelea al enemigo, como buenos patriotas que somos.
No terminé de decir eso, cuando Mony salió disparada como una flecha azul y roja. La Mujer Maravilla se trenzó en una lucha cuerpo a cuerpo con el invasor de la galaxia vecina.
Lucha digna de ver, por cierto: saltaron chispas de lo lindo, meta sable de luz láser y látigo mágico.
Al parecer, a Darth Vader la fuerza no lo estaba acompañando: la Mujer Maravilla lo tenía en el suelo a pura patadas y latigazos.
Cuidado, pensé. No te metas con la nena.
Los demás alienígenas acudieron a los desesperados gritos de auxilio del pequeño guerrero galáctico.
Nosotros hicimos lo propio con nuestra hermana que, a decir verdad, ella se las podía arreglar solita contra los enemigos.
Al final, más que defender a mi hermana, me apiadé del pobre Darth Vader, que la estaba pasando realmente mal. Separé a la Mujer Maravilla del cuello alienígeno.
Fue en ese preciso momento cuando ella apareció.
Noté que Martín quedaba petrificado y, por unos segundos, la expansión del universo se detuvo.
Y se detuvo también la batalla.
Es —dijo después Martín— la criatura intergaláctica más bella que mis ojos hayan visto jamás.
Y seguro que era así, porque todos nos dimos vuelta para verla. Se acercaba como flotando entre el humo de colores y la niebla.
— ¡Hola! —le dijo a Martín con voz suave y celestial—. Me llamo Laura.
Yo, en un costado de la escena, me sentía Harrison Ford, mirando a Luke Skywalker y a la princesa Leia.
Tras las presentaciones, Laura nos pidió disculpas por el comportamiento de sus hermanos. Nos contó que estuvieron observando todo el día la construcción de “La Nave”. Y dijo que ellos querían participar de la exploración de lejanas galaxias.
Ellos también inventavan juegos. Oí que Laura le decía a Martín:
 —Me gusta escribir historias. Algún día haré algo con eso.
Nos contamos aventuras y hazañas. Fuimos entrando en confianza. Hasta que los invitamos a formar parte de la misión intergaláctica.
Tuvimos que improvisar asientos, con un par de tablas clavadas en “La Nave”. Para ese entonces, la Mujer Maravilla y Darth Vader eran grandes amigos, se paseaban abrazados por el patio.
Durante aquel verano, los astronautas viajamos en cientos de aventuras increíbles y emocionantes, por todos los confines del universo.
Martín y Laura, inseparables, se sentaban juntos en la parte de atrás.
Y yo conseguí un nuevo teniente. Ahora sí que me sentía Harrison Ford: a mi lado tenía al peludo del hermano de Laura. ¡Igualito a Chewbacca!
“La Nave” nos llevó bien lejos. Descubrimos y conocimos nuevos mundos. Uno de ellos muy especial: el de la amistad, que estaba muy cerquita nuestro, allí nomás… cruzando el terreno baldío.

¡Que la fuerza los acompañe!
 





miércoles, 19 de noviembre de 2014

Rastro de mujer




Era tan sólo una mujer con un espejo. O al menos eso creía ella.
Se había recluido en una raída cabaña en el bosque de Villa Pehuenia. A través de las ventanas veía la cordillera de Los Andes. Un hermoso lugar de veraneo.
Lo encontró en el ático. Cuando quitó la sabana que lo protegía del polvo y del paso del tiempo, descubrió al antiguo espejo de pie, majestuoso, con un bello marco de madera tallada.
Ella, la mujer, admiró su reflejo: se vio hermosa y más joven. Se palpó la cara, el cuerpo, el cabello rojo, suave y brilloso ahora.
Estiró la mano. Las yemas se hundieron en el azogue. Experimentó la calidez de la textura, como si fuera agua. Pero no la mojó, sí la asustó.
Al retirarse notó que el tallado del marco eran símbolos, palabras raras.
Intentó leerlas. Imposible.
Y al tocar el marco, hizo girar el espejo, apenas. ¿Había algo ahí, del otro lado? Lo empujó: atrás también reflejaba su imagen, pero de espaldas.
¡No podía ser!
Levantó un brazo, y el mismo brazo se levantó al unísono en el espejo, siempre de espaldas. Hizo lo mismo con el otro brazo, igual resultado.
Entonces se tocó el pecho, que no era el pecho. ¿Era… era espalda?
Palpó su cabeza: toda nuca, todo pelo; cabellera roja y abundante de ambos lados.
Tiró del pelo para descubrir su cara que debía de estar debajo de esa maraña sangrienta. Pero, nada. No había rostro, ni adelante ni atrás. Se había convertido en una doble parte de atrás de ella misma. Doble espalda.
Aunque no Tenía ojos, igual podía verse reflejada.
Con desesperación, le dio un golpe al espejo.
Y comprobó que giraba hacia los polos y también hacia los lados.
Entonces, vio su espalda con los pies arriba, primero; a los costados de su cabeza, después.
Pateó el espejo, que emprendió un giro veloz, igual que un simulador de entrenamiento para astronautas. Iba de un lado a otro y de arriba hacia abajo, alocadamente.
Y ella, en el espejo, cambiaba de forma: en un momento era toda espaldas y talones, en otro eran veinte dedos con dos cabezas. Hasta que solo quedó el torso con dos pies arriba y dos pies abajo.


Pasadas las horas, el espejo seguía girando.
El ático ya no tenía piso ni ventanas, sino dos techos enfrentados. Y de ella solo quedaban dos pies arriba y dos pies abajo. Pero pronto sería una ínfima bola de carne.
Cuando el espejo al fin se detuviera, ni rastros quedarían de la mujer.

domingo, 2 de noviembre de 2014

Piel naranja





Facundo Santillán abrió la puerta de la cabaña, tras oír unos golpecitos. No había nadie. Divisó a lo lejos la columna de humo que venía del bosque y manchaba a la luna. Todavía seguirían ahí los bomberos y voluntarios. Y al bajar la mirada se encontró con el diminuto hombrecito de orejas puntiagudas.
No media más de cuarenta centímetros, tenía el pelo chamuscado y todo el cuerpecito cubierto de cenizas.
El pequeño lo miró con sus ojos saltones. Seguro que lo veía como a un gigante.
—Kellun, kelluntékun —dijo el hombrecito—. Y cayó ahí mismo, en el umbral.
Facundo miró hacia los árboles que rodean la cabaña, y después hacia el muelle del Nahuel Huapi, donde aún permanecía amarrada la lancha que se había traído de tiro desde Buenos Aires. Una noche serena, así que el incendio no era una amenaza para la cabaña.
Marta y él llevaban una semana en villa La Angostura, les quedaban más de dos meses alquiler. Y la tarde anterior, los habían visitado las autoridades. Dijeron que esa zona no corría peligro. El incendio está lejos de acá, aclaró el guardabosque.
Facunado cargó en brazos al hombrecito y lo entró a la cabaña. Lo recostó sobre un almohadón junto a la chimenea, y llamó:
—¡Marta! ¡Pronto, bajá al living!
Su esposa bajó haciendo sonar las chancletas en la madera de la escalera.
—¿¡Qué pasó!?
—Mirá —Facundo señaló el almohadón y la miró. Marta parecía no salir del asombro.
—Pero… —dijo ella—. Pero es ¿es? ¿Es un, un…
—...un duende —dijo Facundo—. Un duende que llamó a la puerta y se cayó frito ahí nomás.
—¡Los duendes no existen, Facu!
—Por lo que estamos viendo, parece que sí.
—¿Y qué le pasó? ¿Está vivo?
—Se habrá desmayado. Debe haber caminando un montón de kilómetros huyendo del incendio.
—Pobrecito —dijo Marta—. Es tan... chiquito. Habrá sido toda una odisea, atravesar el bosque y llegar hasta nosotros. Hay que ver si reacciona.
—Seguramente —dijo Facundo—. Se debe haber desmayado, y quedó exhausto.
—Voy a buscar recipiente con agua y unas toallas para limpiarlo —dijo Marta—. A ver si podemos reanimarlo.
Facundo se quedó mirando al duende, le llamaba la atención sus orejas terminadas en puntas, la nariz, chiquita y perfecta, y la simetría del cuerpo. No era como un enano, sino como un hombre normal encogido.
—A ver, haceme lugar —dijo Marta, sosteniendo una palangana con agua tibia y un par de toallas. Y se arrodilló junto a su esposo.
Mojó un poco una de las toallas y comenzó a limpiar al pequeño huésped.
—¡Tiene la piel de color naranja! —dijo sorprendida.
—Limpialo bien, ahí veo unas manchas blancas.
La mujer repasaba con la toalla, pero las manchitas blancas seguían.
—No sale —dijo ella frotando la piel una vez más—. Es así, naranja con manchitas blancas.
—No puede ser —dijo Facundo rascándose la barbilla. Acababa de descubrir algo.
—Que sí —contestó Marta—. Te digo que sí, que la piel es así, manchada.
—Ya lo sé, no es eso lo que estoy pensando. Esperá que voy a traer la cámara de fotos y te muestro.
Marta siguió lavando al duende.
—Acá está —Facundo volvió mirando las fotos que había tomado el otro día en la excursión al bosque de arrayanes—. Fijate, Marta. El duende tiene la piel igual que la corteza de los arrayanes —y le mostró una foto.
—¡Es verdad! —dijo ella, y tocó la piel del duende—. Parece como… de madera, pero blanda y tibia.
—¡Increíble! —Facundo también le tocó la piel—. ¿Será porque vive ahí, en el bosque, que tiene ese color? ¿Una especie de... de duende camaleón?
Marta terminó de limpiar un bracito, y le descubrió una herida.
—Está lastimado.
—Es cierto, pero... Mirá… ¿Sangra de color blanco?
Marta la tocó, y probó el gusto en la punta de la lengua:
—¡Es savia!
—Esto es algo asombroso —dijo Facundo, totalmente fascinado con el duende.
—Aunque la piel parece de un color más pálido que los arrayanes —dijo Marta—. ¡Mmm! Creo que es porque está enfermo. Deberíamos curarle la herida.
—Voy por el botiquín que está en el auto.
Facundo fue hasta el garage y Marta se quedó contemplando al duende. Con ternura, le acarició la cabeza. Igual que una madre, la madre que siempre quiso ser y no pudo.
—Acá está —Facundo se arrodilló y abrió el botiquín—. Le pongo un poco de cicatrizante y una curita.
—Yo se la coloco.
Facundo aplicó el cicatrizante y ella la curita.
El brazito del duende era tan finito que la curita le dio toda una vuelta.
—Parece que está despertando —dijo Marta—. ¡Yo sabía: está vivo!
El pequeño huésped abrió poco a poco los ojos. Miró a Marta y le hizo una leve sonrisa. Luego, a Facundo con un gesto de agradecimiento.
—Es hermoso —dijo Marta.
El duendecito fijó la vista en la palangana con agua:
—Ko, koiko —dijo. La señaló, y encongió el bracito. Seguro que le dolía.
—Tranquilo —dijo Marta, y miró a Facundo—. Creo que quiere tomar agua.
Él corrió a la cocina en busca de un vaso con agua fresca. Marta ayudó al pequeño a sentarse y le dio de beber.
Y entonces lo vieron meter sus piecitos en la palangana. Enseguida comenzó a recuperar el color. El naranja de su piel se hizo más intenso.
—¡Increíble! —dijo Facundo—. Hay que regarlo como a un árbol.
—Mañumn, mañumnutun —oyeron.
—Creo que nos está dando las gracias —dijo Marta.
—De nada —contestó Facundo haciendo una pequeña reverencia—. Fue un placer.
—Mi nombre es Marta —dijo Marta tocándose el pecho—. Marta.
—Yo, Facundo —dijo él repitiendo el ademán—. Yo, Facundo. ¿Tú, ser?
—No hace falta que hables como Tarzán —Marta lo miró—. Es un duende, no la mona chita.
—Marta —dijo el duende señalando a la mujer.
—Marta —dijo ella sonriente.
—Cundo —dijo señalándolo.
—Facundo —respondió el.
—Facundo.
—¿Y vos?
—Eluney —dijo el duende tocándose el pecho—. Eluney.
—Eluney, es un nombre precioso —dijo Marta.
—Bienvenido, Eluney —agregó Facundo.
—Mañumn, mañumnutun —volvió a agradecer el pequeño, y se durmió sobre el almohadón.
—Pobrecito —dijo Marta—. No da más, y nosotros tampoco. Subamos a dormir, mañana conoceremos mejor a nuestro impensado huésped.
—Vayamos —dijo Facundo—. Demasiadas emociones para una sola noche.


Los despertaron unos ruidos que llegaban desde el living. La voz de Eluney se escuchaba mezclada con otras voces desconocidas.
Facundo bajó las escaleras como un bombero, y encuentró al pequeño duende con el control remoto en la mano, y a los gritos frente al televisor.
—¡Kütral, kütral —le gritó a Facundo, señalando el televisor.
El duende naranja no pudo haber tenido mejor puntería con el control remoto: había sintonizado el noticiero local que cubría el incendio en su bosque.
—Kütral, kütraltun ruca. —Tenía lágrimas en los ojos y en las mejillas.
A Marta, parada en el primer peldaño de la escalera, detrás de Facundo, también se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Tranquilo, Eluney —dijo Facundo agarrando el control remoto para cambiar rápidamente de canal—. Ya pasó, lo que ves en la tele es de ayer. No hay más fuego. Ya lo apagaron. —Se acercó a la ventana, y corrió la cortina para mostrarle que ya no salía humo del bosque.
Eluney fue trepando por el sillón hasta quedar parado sobre el respaldo. Y miró.
—Ruca —dijo señalando el bosque de arrayanes—. Eluney, ruca.
—Cuando los bomberos terminen las tareas, te llevaremos en mi lancha hasta tu ruca —dijo Facundo mientras le acariciaba la pequeña espalda—. Es una promesa.
Marta seguía llorando al pie de la escalera.
La música de los pitufos comenzó a sonar.
Eluney pegó un salto y corrió hasta la tele. Se quedó fascinado con esos duendes azules.
Los tres se sentaron a desayunar mirando los dibujitos. Marta y Facundo tomaron café con leche y comieron medialunas. Eluney, sentado en el almohadón, con los pies dentro de la palangana y un frasco de mermelada de arándanos en las manos, no paraba de llevarse cucharadas a la boca.
El malvado de Gargamel apareció en la tele.
Eluney se puso de pie, y encrespado saltó de la palangana.
—¡Kütral, kütraltun! —volvió a gritar señalando al enemigo de los pitufos— ¡Kütral, kütraltun ruca! —Y señaló hacia la ventana, hacia el bosque.
—No puede ser tanta coincidencia —dijo Facundo—. Pero creo que nos quiere decir que Gargamel incendió el bosque de arrayanes.
—No creo que conozca a Gargamel.
—Bueno, pudo haber sido alguien parecido a Gargamel.
—Ahora que lo decís, creo recordar a un hombre así —dijo Marta—. Uno de los de la excursión del otro día al bosque. Es más, creo que aparece en una de las fotos que sacamos.
En ese momento, Eluney se desmayó y cayó encima de la palangana con agua.
—¡Eluney! —Marta corrió en su ayuda, lo sostuvo y le introdujo los piecitos en la palangana—. Creo que tuvo una recaída, está debil.
—Voy al pueblo por un médico —dijo Facundo.
—Es un duende, Facu —dijo ella—. ¿Qué le vas a decir al médico, que tenemos un duende casi de madera desmayado en la cabaña?
Facundo se rascó la cabeza y se puso a caminar como loco por el living. Con los pies en el agua, Eluney parecía volver a reaccionar.
—¡Ya sé! —dijo, finalmente—. Voy al vivero a comprar un fertilizante.
—¡Qué gran idea! Apurate. Cruzando la feria de los artesanos hay un vivero abierto todo el día.
Facundo sacó el auto y enfiló rápidamente hacia el centro de la villa.
Marta se quedó cuidando de Eluney, que señaló la ventana.
—Ruca —dijo con voz débil.
—Eluney, ¿querés que te muestre tu casa? —Marta fue a buscar la cámara de fotos—. ¿Querés ver tu ruca?
Encendió la cámara y la conectó a la tele. Enseguida comenzaron a desfilar por la pantalla las fotos que tomaron en la excursión al bosque de arrayanes.
A Eluney le brillaban los ojitos al ver su bosque naranja en la tele.
Marta fue pasando fotos hasta que Eluney empezó a los gritos.
—¡Ruca, ruca Eluney! —se acercó al televisor y señaló uno de los árboles.
—¿Esa es tu casa, Eluney? —Marta aumentó el tamaño de la foto—. ¿Es tu ruca?
—Ruca, Eluney —dijo el duende acariciando el árbol en la pantalla.
Marta siguió pasando las fotos hasta que llegó a una en donde estaba un hombre parecido a Gargamel. Se dio cuenta de que ese se alejaba del grupo.
—¡Kutral! —gritó Eluney, señalando enojado al hombre de la foto—. ¡Kütral, kütraltun ruca!
—¿Es el hombre que inició el fuego? —preguntó Marta—. ¿Él incendió tu ruca?
Eluney asintió.
—Te prometo que con Facundo haremos la denuncia —dijo Marta.
Eluney la miró como entendiendo a medias.


Facundo agarró la avenida Arrayanes como si fuera un formula uno en la recta final de una carrera.
Dejó el auto mal estacionado a la entrada de la feria y cruzó como una flecha entre los puestos de artesanos, para clavarse frente al mostrador.
 El hombre se ajustó los lentes para mirarlo mejor.
—¡Necesito un fertilizante, urgente! —dijo él.
—Buenos días —el hombre acomodó la lapicera en el bolsillo de su guardapolvo, como si fuera un médico.
—Perdón, buenos días —se disculpó Facundo—. Es que estoy algo apurado, dejé el auto mal estacionado. ¿Tiene algún fertilizante de acción rápida?
—¿Qué tipo de fertilizante busca, señor?
—No sé, en pastillas, jarabe —dijo Facundo. Y el hombre del otro lado del mostrador frunció el ceño—. Una inyección.
—Señor, esto es un vivero. La farmacia está a la vuelta de la esquina.
—Uy, perdone, es que no entiendo mucho de estas cosas. Deme el fertilizante que tenga, cualquiera.
—Cualquiera no —dijo el hombre—. ¿De qué tipo de especie vegetal estamos hablando?
—Bueno, esteee, digamooos, es... es un...
—¿Una planta, un arbusto, un árbol?
—¡Eso! Es como un árbol.
—¿Un ombú?
—¡Nooo! Es así —dijo Facundo, delineando el tamaño con ambas manos—. No llega a los cuarenta centímetros.
—Ah, es un bonsai.
—No, tampoco. Mire, es  un due... ¿qué es un bonsai?
—Es como un árbol —le informó el vendedor—, pero chiquito, enano.
—¡Ah! Sí, sí —dijo Facundo, aliviado—. Es un bonsai.
—Bien, en ese caso, le recomiendo el máximum total. Que además de fertiliz...
—Mire, doc. Démelo ya que tengo el auto en infracción.
El hombre colocó el fertilizante en una bolsa y le cobró cincuenta pesos.
—Lea las instrucciones —oyó Facundo mientras cerraba la puerta del negocio.
Facundo caminaba rumbo al auto leyendo las instrucciones del fertilizante, cuando una suave brisa atravesó la feria, y los llamadores de ángeles colgados por los puestos sonaron con una particular melodía.
Él levantó la vista y —sin saber por qué— se quedó mirando fijo uno de los puestos. Artesano mapuche, rezaba el cartel.
Un viejo mapuche tallaba un duende en madera. Había decenas de duendes en el puesto, pero Facundo se acercó por uno en particular. Era un duende tallado dentro de un árbol. Tenía como una puerta que se habría en la corteza del tronco, y adentro estaba el duende sentado.
—¡Hola! ¿Qué tal? —dijo Facundo—. Me gusta el duende del árbol.
—Es un trabajo especial.
—¿Por qué está adentro del árbol?
—Hay una antigua leyenda mapuche —empezó a contar el artesano—. Dice que en cada árbol del bosque habita un duende. Y cuando un árbol muere, su duende muere con él. Hay duendes que viven más de mil años, ¿sabe? ¡Pero, cuidado! El árbol y el duende están conectados de manera vital entre sí. La vida de uno depende de la del otro. Si un duende se aleja por mucho tiempo de su árbol (ruca, le dicen ellos), ambos comienzan a debilitarse y pueden llegar a morir.
—No le crea al viejo, siempre anda con cuentos —dijo el puestero de al lado.
Facundo ni le contestó.
Cuando el viejo mapuche terminó de contar la historia, la brisa cesó. Y todos los llamadores de la feria dejaron de tocar su música.
Facundo se quedó mirando al pequeño duende del árbol.
—¡Me lo llevo!
—Bien —dijo el mapuche con una sonrisa de oreja a oreja—. Son 500 pesos.
—¿El duende habla? —Facundo miró al artesano, que ahora se puso serio.
—Ya le dije, es un trabajo muy especial. Me llevó varios meses tallar esa madera.
—No cuento con tanto efectivo encima.
—Acepto todas las tarjeras.
—¿Seguro que usted es mapuche?
—Como usted es porteño.
—400 —ofertó Facundo.
—¡480!
—430 —dijo Facundo agarrando el árbol con el duende adentro.
—¡470! —dijo el mapuche quitándoselo.
Facundo frunció el ceño.
—450, es mi última oferta.
—¡Es suyo! —dijo el viejo, y se lo devolvió.
Facundo no podía ocultar la alegría.
—¿Quiere que le talle un nombre?
—Ah, sí —dijo él mirando al duende—. ¡Qué bueno! Me gusta Eluney. Lo escuché por ahí.
—Hermoso nombre. ¿Sabe qué significa?
—Ni idea, soy porteño.
—Regalo —dijo el mapuche, empezando a tallar—. Significa, regalo.


La brisa se trasladó de la feria un par de kilómetros hasta la zona de Bahía Mansa, haciendo tintinear el llamador que colgaba a la entrada de la cabaña donde Marta y Eluney seguían mirando las fotos.
De pronto el bosque se esfumó de la pantalla y, en su lugar, aparecieron Marta y Facundo con dos niños en sus brazos.
—¡Weñi! —Señaló Eluney— ¿Weñi, Marta?
—¿Mis hijos? No, no puedo tener niños, no weñi —Marta se tocó el vientre—. Mi pequeña ruca nunca estuvo habitada, Eluney.
El duende se acercó a Marta y le acarició el vientre, mientras pronunciaba unas palabras raras. Acaso palabras mapuches.
Un halo brillante envolvió a Eluney durante una francción de segundo —o tal vez más, ¿cómo saberlo?—. Luego la brisa dejó de soplar, el llamador calló su melodía y el halo desapareció.
—¡Marta! —Facundo entraba en la cabaña con el árbol tallado—. Mirá lo que compré.
—¡Ruca, ruca! —dijo Eluney.
—¡Es hermoso! —Marta se levantó y sostuvo el árbol—. ¿Salió caro?
—Una pichincha.
—¿Y el fertilizante?
—Acá lo tengo. —Levantó la bolsa—. Igual, no sirve de nada. Un viejo artesano mapuche me vendió el árbol y me contó una historia, una leyenda. —Miró al duende—. Pero viendo a Eluney, me parece que es muy cierta. Debemos llevarlo ya mismo al bosque de los arrayanes.
—Entonces démonos prisa —Marta apagó la cámara y la tele—. Me visto rápido y salimos. Vos andá y arrancá la lancha.
Facundo fue al muelle con Eluney en brazos, quitó la lona que cubría la lancha y la encendió.
Marta cerró la cabaña y corrió hacia el muelle.
En el viaje, Facundo le contó a Marta la leyenda de los duendes, mientras Eluney se tapaba los oídos por el ruido de la embarcación.
Cuando llegaron a la costa del bosque, se internaron en la frondosidad naranja.
Eran pocos los arrayanes que yacían carbonizados en el suelo, la mayoría permanecía de pie.
Eluney comenzó a gritar.
—¡Ruca, ruca! —Señaló hacia un árbol—. ¡Ruca Eluney!
—Corré, Eluney, corré. Ahí está tu ruca —Marta no podía más con las lágrimas.
El pequeño duende naranja corrió hacia el árbol. Pero se detuvo y regresó para despedirse.
—Mañumn, mañumnutun —Se abrazó a las piernas de Marta y Facundo. Y se fue.
Llegó al árbol y giró para saludar una vez más, con la mano.
Simplemente tocó el tronco, y una puerta mágica se abrió de la corteza.
Eluney se introdujo a su ruca, y la puerta mágica se desvaneció.


Marta y Facundo pasaron el resto de las vacaciones sin separarse del árbol tallado. Donde ellos estaban, el árbol los acompañaba.
Una noche vieron por el noticiero el arresto del hombre que incendió intencionalmente el bosque. El mismo que aparecía en la foto, ese al que Eluney confundió con Gargamel.
Ellos festejaron y brindaron.


Un año más tarde, Marta, Facundo y su pequeño hijo viajaron a La Angostura. Se hospedaron en la misma cabaña. También trajeron la lancha.
Sin siquiera abrir la cabaña, bajaron la lancha al lago y navegaron hacia el bosque de arrayanes.
Caminaron muy emocionados hasta el árbol de Eluney.
Facundo levantó a su hijo de apenas unos meses con las dos manos, lo mostró orgulloso sobre su cabeza.
—¡Eluney! —gritó en medio del bosque—. ¡Se llama, Eluney! ¡Porque es tu regalo, amigo! ¡Gracias, muchas gracias!
Marta lo abrazó, y juntos lloranron frente la “Ruca Eluney”.


Muy cerca de ahí, una caravana de excursionistas se detuvo al oír los gritos de Facundo. Y, al levantar las miradas, vieron que solamente un árbol se sacudía en el medio del bosque de arrayanes.