domingo, 21 de septiembre de 2014

Duendes




Mi abuela tenía un jardín que era la envidia del pueblo. Terreno había de sobra, y estaba lleno de flores y plantas, además de frutales y otros árboles. La abuela tenía una obsesión por las figuras de yeso y por ello coleccionaba ejemplares de todo tipo: sapos, cisnes, tortugas. Todo bicho de yeso que existía, iba a parar al jardín de mi abuela. Pero las figuras que más la obsesionaban eran las de duendes.
Había duendes por todos lados.
Un día los conté. Eran noventa y nueve, todos distintos y de la forma que se te ocurriese. Un duende durmiendo, uno sentado, uno llorando, otro riendo. Duendes trabajando: carpintero, albañil, jardinero. Algunos montaban caballos, motos, autos y hasta un tren (también de yeso).
Cuando le dije a la abuela que los había contado, me pidió que contara bien porque los duendes eran cien.
—Seguro que anoche estuvieron jugando —aclaró mientras limpiaba la chimenea—: alguno se habrá escondido por ahí.
No dije nada ante el comentario absurdo de la abuela. Pero como no tenía otra cosa que hacer, me puse a contar nuevamente los duendes. ¡Noventa y nueve! No me había equivocado. Por las dudas, los conté una tercera vez.
Iba para la cocina a decirle a la abuela que se le había perdido uno, cuando me cayó una naranja en la cabeza. Levanté la vista y ¡oh, qué sorpresa! El duende número cien me miraba desde una de las ramas del naranjo.
«¡No puede ser!», me dije. Los duendes de yeso no trepan a los árboles. ¡Qué más! Los duendes de yeso ni siquiera caminan: no tienen vida. «Ya sé», pensé.«Seguramente la abuela aprovechó cuando estaba contando otra vez para subir el duende al árbol sin que la viera».
Pero… el duende estaba en una rama del árbol demasiado alta como para que la abuela hubiera subido. No había ninguna escalera a la vista.
Como fuera, comencé a trepar para alcanzar al duende. Estaba a punto de agarrarlo, cuando la abuela me vio.
—¡No lo toques! —me gritó—. Los duendes no deben moverse. Trae mala suerte correrlos del lugar en que están.
Aparte del julepe que me agarré con el grito de mi abuela, por las dudas no lo toqué.
—Él bajará cuando sea de noche —dijo, acercándose con un vaso de jugo en la mano—. Los duendes cobran vida por las noches, ¿sabes? Cuando la gente duerme y nadie los puede ver. Ellos me ayudan a mantener el jardín y cuidar de las plantas —la abuela miró al duende que llevaba una carretilla, y le acarició la cabeza—. ¿No es cierto, Pedrito?
—Abuela, ¿cómo sabes que se llama Pedrito?
—Porque ese es su nombre: todos tienen un nombre. Yo misma los escribí en la base de cada uno.
Efectivamente fui mirando los nombres de todos: Josecito, Pablito, Marcelito, Santiaguito, y todos los «—ito» que uno pueda imaginarse, hasta llegar a cien. Según la abuela, los nombres de duendes tenían que ser en diminutivo. Si no, no funciona la magia.
—¿Y el que está en el árbol cómo se llama? —le pregunté mientras tomaba un poco de jugo.
—¡Ah! Ese es Juancito, el más travieso de todos —dijo la abuela—: siempre aparece por cualquier lado. Un día lo encontré adentro del gallinero; parecía que charlaba con el gallo Claudio.
—¿Y estás segura de que hacen magia?
—¡Pues, claro! —me dijo ofendida como si yo no le creyera—. ¿Acaso alguna vez me viste arreglar el jardín? Mira los pensamientos que crecieron en verano. ¿Y las mandarinas? Decime dónde viste una planta llena de mandarinas en enero.
La abuela me dejó con el vaso de jugo, y se fue para la cocina.
—Voy a preparar un guiso para esta noche —dijo por el camino.
Yo me senté, con la espalda apoyada en el naranjo, y me puse a leer un Patoruzu. Juancito me espiaba desde arriba. Miré a los demás duendes, y me dije: «¿Así que tenemos que estar dormidos? Ya veremos esta noche».
***
Esa noche esperé a que todos se quedasen bien dormidos. Yo, en mi cama, fingía tapado hasta la cabeza esperando el momento preciso. Tenía a mano, debajo de las sabanas, la vieja linterna del abuelo y cuando creí que era el momento oportuno, me deslicé suavemente tratando de no hacer ruido.
Caminé muy despacio en medias, con las zapatillas en la mano, por el parquet del dormitorio, pasé por la cocina y salí a la galería.
Me senté en el sillón hamaca de mimbre, donde la abuela solía tejer y mirar cómo jugábamos con mis primos. Aproveché una manta que había dejado la abuela: estaba fresquita la noche.
Apunté con la linterna hacia el jardín. Todos los duendes en su lugar. Fui repasando uno por uno: Pedrito, Marito, Menganito y Fulanito. Todos en su sitio. Hasta Juancito seguía colgado en la rama del árbol.
Cada tanto apagaba la linterna, esperaba un ratito, y la encendida de golpe. Los quería agarrar por sorpresa. Pero, nada: los enanos no se movían ni un centímetro.
En un momento pensé que la abuela me estaba observando y que debía estar matándose de risa en la cama. Así y todo yo, firme como un soldado, seguía vigilando. Encendía y apagaba cada tanto la linterna. La encendía, la apagaba; la encendía, la apagaba, la encendía… Y entonces me dormí con la linterna en la mano.
Me despertaron unas risas de chicos jugando en el jardín. Corrían por el parque y se reían. Yo no podía ver nada: sólo advertía que se movían algunas plantas, nada más.
Busqué la linterna. Pensé que se me había caído. Y en ese momento me di cuenta que me faltaba. «La abuela ahora sí que me mata», me dije; después de todo, era una reliquia del abuelo.
La busqué por toda la galería, sin éxito.
Estaba por amanecer.
Ya tenía mucho sueño y enfilé para la cama. Además, en cualquier momento iba a cantar Claudio y la abuela me descubriría.
***
Al otro día, me levanté muy tarde. La abuela ya preparaba el almuerzo: guiso de arroz con pollo.
Pasé derecho por la cocina sin saludar y me senté en la galería, nuevamente en el sillón de la abuela.
Miré con bronca a todos los duendes del jardín. En un salto me puse de pie. No lo podía creer: ¡todos los duendes habían cambiado de lugar! No solamente habían cambiado las posiciones, sino que también habían intercambiado los roles. El que antes era jardinero ahora era carpintero; el que solía cargar con la carretilla estaba en ese momento de pasajero del trencito.
Juancito, por su parte, ya no colgaba del árbol. Lo busqué entre todos los duendes… y Nada. Como la abuela me había dicho que Juancito se la pasaba haciendo travesuras, lo busqué arriba de los árboles, por las plantas y hasta en el gallinero. Miré hacia todos lados. Y por fin descubrí la punta del gorro rojo entreverado con las cañas que hacían de medianera con el jardín de doña Eulogia. Fui hasta las cañas y lo vi: ¡Juancito tenía la linterna del abuelo en la mano! Ahora la linterna era de yeso, lo que complicaba mucho más las cosas para mí. Me llamó la atención que Juancito dirigiera la linterna hacia la casa de al lado.
Aparté unas cañas para mirar, y ahí estaban los duendes de doña Eulogia. ¡Tenía tantos o más que la abuela!
Pero el jardín de la vecina era un desastre. Lejos de que los duendes lo cuidasen, parecía un potrero.
Había algo en esos duendes que no me gustaba.
Los miré un buen rato, hasta que me di cuenta: todos tenían cara diabólica. Y miraban hacia la casa de la abuela. Dejé a Juancito donde lo encontré: la abuela había dicho que los duendes no debían moverse de donde estaban. Fui a la cocina y le pedí que me explicara un poco más sobre la vida de los duendes.
—Los duendes, como te conté antes —dijo ella, sin apartar la vista del guiso que revolvía—, cobran vida y salen a divertirse de noche, mientras todo el mundo duerme. Cuando amanece vuelven a convertirse en figuras de yeso, y se quedan así: congelados en el lugar y en la posición en que los encuentre el primer rayo de luz —la abuela apartó la mirada de la cacerola y añadió—: si alguien los mueve y los coloca en otro lugar, cuando vuelven a cobrar vida la próxima noche se desorientan.
»Algunos llegan a enojarse mucho muchísimo. Se transforman en seres diabólicos y destruyen todo lo que encuentran a su paso. Algunos suelen librar batallas con otros duendes de jardines vecinos.
—¿Y si solamente los toco? —le pregunté.
—En ese caso, no pasa nada. No pasa nada si los dejas en el lugar exacto donde estaban antes. Los duendes también saben si la persona que los toca es buena o mala gente —concluyó la abuela.
Esa noche me fui a dormir temprano: la vigilia de la noche anterior me había dejado abatido.
***
Por la mañana me despertaron los angustiados gritos de la abuela.
Al bajar de la cama tropecé con uno de los duendes que me miraba. Apuntaba con el brazo extendido hacia la cocina, donde otro duende apuntaba en dirección a la galería.
Yo seguí sus indicaciones en pijama y pantuflas.
En la galería, otro duende apuntaba con el brazo hacia el jardín.
El jardín no parecía el de la abuela: estaba totalmente destrozado.
Por eso la abuela no paraba de gritar y de insultar a los cuatro vientos. Y todos, pero todos los demás duendes, señalaban con sus brazos hacia las cañas, a lo de doña Eulogia.
Crucé el parque: era un verdadero campo de batalla, minado de flores y plantas rotas por todos lados. Había frutas desparramadas por el césped… o lo que quedaba de él. Pasé por entre medio de los duendes, y los miré: algunos tenían caras de asustados; otros, de angustia, y varios lloraban o habían llorado. Entre las cañas encontré a Juancito en el suelo, con un brazo partido. Su cara denotaba sufrimiento, lo que me puso mal.
La abuela no paraba de insultar y llorar.
—No te preocupes, abue —le dije—. Yo voy a solucionar y arreglar todo.
—Gracias, Huguito. Mejor me voy a la cocina un rato.
Y me dejó solo, en medio de ese campo de batalla.
Espié hacia la casa de doña Eulogia: sus duendes miraban para este lado. En especial uno grandote que parecía el líder. No me gustaron para nada sus ojos, y mucho menos la forma en que mostraba los dientes.
Se me ocurrió un plan, que inmediatamente puse en marcha. Con un pedazo de caña marqué el contorno de la figura de Juancito, y me lo llevé para el galpón de la abuela. Lo coloqué sobre la mesa de trabajo, y me puse manos a la obra.
Por suerte, en el galpón había todo tipo de herramientas y materiales para el mantenimiento de la casa.
Primero limpié con mucho cuidado las partes rotas de Juancito y las uní con pegamento. Lo dejé a un costado para que se secara y me puse a trabajar con el yeso que encontré en una bolsa. Después pasé toda la tarde fabricando y modelando escudos y armas para los duendes de la abuela.
Antes de que anocheciera, Juancito había quedado como nuevo.
Lo dejé en el lugar donde lo había encontrado herido, en la posición marcada previamente.
Luego fui dejando un escudo y un arma al lado de cada uno de mis duendes.
Miré hacia lo de doña Eulogia. Vi al duende con cara de demonio, vestido de azul y rojo. Seguro que ese es el que quebró a Juancito, pensé.
—Ya vas a ver la que te espera —le dije, convencido de que aquel enano me estaba escuchando.
Esa noche no pegué un ojo. Me la pasé dando vueltas de un lado al otro en la cama. Pensaba en Juancito y sus amigos y en lo que podía pasar. Pero si no me dormía, no iba a pasar nada, así que traté de pensar en otra cosa.
Y me costó, pero por fin me quedé profundamente dormido.
***
Igual que la mañana anterior los gritos de la abuela volvieron a despertarme. Pensé en lo peor y salí corriendo hacia afuera.
Ahí estaba la abuela, gritando… pero de alegría. El jardín, más reluciente que nunca, desbordaba de flores y plantas. Las más bellas y floridas del barrio. El pasto era una alfombra verde, y los frutales se agachaban cargados hasta la última rama.
—¡Es un milagro! —gritaba la abuela—. ¡Un milagro de mis duendes!
Se puso a recoger frutas en una canasta, mientras yo recorría el parque. Todos los duendes sonreían felices.
Me acerqué al cañaveral para ver el jardín de doña Eulogia. Ahí, ella juntaba los restos de sus duendes, y lo apilaba en una colorida pero horrenda montaña de yeso.
Disfruté la victoria de mis valientes muchachos.
Pero la alegría no era completa: no podía encontrar a Juancito. Lo busqué por todas partes.
De repente un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y salí disparado para el cañaveral. Desesperado y con mucha angustia, miraba la montaña de yeso en el jardín vecino. Trataba de reconocer un pie, un brazo, una mano, el gorro rojo o cualquier cosa que me indicara que Juancito formaba parte de esa horrible montaña de duendes mutilados.
—¿Buscas algo, nene? —me dijo doña Eulogia con voz fría. Apenas levantó la cabeza para mirarme de reojo.
—No —le dije tratando de reconocer algo entre los escombros—. Solo… solo miraba.
—Parece que hubo una batalla campal —dijo mientras juntaba los restos con una pala—. Estoy convencida de que fueron los perros de don Anselmo. Anoche los escuché ladrar, entre otros extraños ruidos que provenían del jardín. ¡Ah, pero ya fui y le canté las cuarenta al viejo ese!
»El muy caradura me insistió en que sus perros no salieron de la casa en toda la noche. ¡Justo me va querer engañar a mí! Le dije que si no venía a llevarse los escombros y arreglarme el jardín, lo iba a denunciar a la perrera municipal. ¡Je, tendrías que haber visto la cara que puso el viejo! Ahora, en un rato, viene con la carretilla.
En un momento doña Eulogia sacó la pala de aquella montaña de yeso sin forma, y lo vi.
—¡Alto! —grité con todas mis fuerzas—. ¡Ese es Juancito, mi Juancito!
De un salto pasé al otro lado y corrí como loco hasta los escombros. Al sacar la pala, doña Eulogia dejó al descubierto el brazo de Juancito, que aún tenía agarrada firmemente la linterna del abuelo.
—¿Quién es Juancito? —preguntó la vieja, apoyando un pie sobre la pala.
—¡Este! —dije tratando de sacarlo de entre la montaña de escombros.
Y me quedé con el brazo mutilado de Juancito en la mano.
—¡Ja, ja, ja! —se reía con ganas, señalando el bracito en mi mano—. Parece que te falta el resto. ¿Y cómo vino a parar acá?
—No sé, habrán sido los perros —dije para zafar de la situación.
El asunto es que, enseguida, me puse a buscar las demás partes de Juancito.
—Deja eso —graznó la vieja—, mira que en un rato viene don Anselmo.
—¡Por favor! —le supliqué—. ¡Déjeme buscar a mi duende! Yo mismo saco los escombros y le arreglo el jardín.
—Está bien, como quieras. Pero rápido, antes que te agarre la noche. Si no, dile al brazo que te alumbre con la linterna. ¡Ja, ja, ja! —seguía riéndose, mientras entraba a la casa.
No perdí más tiempo. Me puse a trabajar con la pala. Tuve que revolver bastante. Pero, de a una, fueron apareciendo las partes. Por suerte, el cuerpo estaba en buen estado, tenía la cabeza y una pierna pegada. Sólo faltaba encontrar la pierna restante y el otro brazo. Luego de un buen rato escarbando, por fin completé a Juancito. Lo llevé para el galpón.
«Si lo arreglé una vez», me dije, «¿por qué no voy a poder arreglarlo una vez más?».
Hice un gran trabajo de reconstrucción: Juancito quedó impecable, como nuevo.
Lo dejé en el cañaveral, donde lo había encontrado la noche anterior.
En el jardín de doña Eulogia, miré la montaña de duendes mutilados. «Mañana tendré que juntarlos en bolsas para que se lo lleven los de la basura», me dije. Pero me dio pena la carita de uno, que parecía pedir ayuda.
El sol todavía duraría un rato. «Tengo tiempo», pensé.
Separé uno por uno cada duende de esa montaña de yeso sin forma. Me llevó un par de horas. Pero, como si fuera un gran rompecabezas, logré juntar las partes de todos ellos.
Fui y vine al galpón de mi abuela. Trayendo pedazos, llevando duendes enteros. Los iba dejando en el jardín de doña Eulogia.
Cuando terminé, contemplé mi obra maestra. Acaricié la cabeza de Juancito y le dije:
—Hazte cargo: creo que ya aprendieron la lección.
Ya era tarde: el sol caía por mi izquierda y la luna se levantaba por mi derecha.
Esa noche me fui a dormir temprano y muy cansado.
***
Al otro día amanecí radiante. «¡Qué bueno no despertar con los gritos de la abuela!», me dije.
Y ¡oh, sorpresa! La linterna del abuelo estaba a mi lado, sobre la mesita de luz.
Sin cambiarme ni calzarme, corrí al jardín: ahí estaban los duendes, más alegres y relucientes que nunca.
Y, más allá, en la medianera, la abuela charlaba con doña Eulogia, que me vio y le gritó a la abuela:
—¡Ahí se levantó nuestro héroe! —Y me saludó con la mano.
La abuela me llamó y salí al jardín, que enseguida me humedeció las medias.
Fui saludando a mis duendes y, cuando llegué a con la abuela y la vecina, no lo pude creer: ¡El jardín de doña Eulogia relucía impecable! Las flores, las plantas, el pasto bien arreglado.
¡Y los duendes! Duendes felices. Era algo increíble y mágico de ver. Juancito, en el medio del jardín, parecía dirigir una obra.
—Te mereces un premio —dijo la vecina, y me dio unos billetes.
Le di las gracias y acepté la propina.
«Para reponer los materiales», me dije.
¡Y les juro, no les miento: Juancito me guiñó un ojo!
Aquel verano en Carhué hice tanto dinero que me compré una bici nueva. En la puerta de calle de la abuela colgué un cartel que decía:

                     Arreglo de parques y jardines
                        Personal especializado
                        Trabajamos únicamente por las noches.

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