En Carhué, los chicos teníamos una forma muy particular de pedirle los
regalos a Papá Noel. Le escribíamos una carta dirigida al polo Norte, la
introducíamos en una botella que tapábamos con un corcho, y luego la
arrojábamos al lago Epecuén.
Era un acontecimiento popular que se celebraba todos los veintitrés de
diciembre. Una vieja costumbre del pueblo, una cita obligada de cientos y
cientos de chicos que bajaban a la laguna desde todos los barrios.
Un espectáculo único, que se repetía año tras año, el mismo día a la
misma hora. A las doce en punto, veinticuatro horas antes de la noche más
esperada, una lluvia de botellas caía sobre el lago. Era un momento mágico,
emotivo, inigualable.
En cada una de esas botellas, arrojadas al agua, viajaban la ilusión y
los deseos de cada niño.
Era un gran acontecimiento, y también un gran negocio. En los negocios
se vendían botellas especiales para la “gran noche”. Había de todos los colores
y de todas las formas. Decoradas con motivos navideños. Adentro, traían de
regalo el papel especial para escribir la carta.
Aún recuerdo cada una de las botellas que compré, y cada una de las
cartas que escribí. Especialmente la última, lo recuerdo como si fuera ayer. La
última botella que arrojé al lago Epecuén era un barquito rojo.
Fue la vez que le pedí la bicicleta a Papá Noel.
Todos mis primos tenían bicicleta, menos yo. Con ellos veníamos juntando
moneda tras moneda en nuestras alcancías para comprarla. Y ya habíamos superado
la suma que necesitabamos. Pero como estaban tan cerca las fiestas, decidimos
pedírsela a Papá Noel, y utilizar nuestros ahorros para comprar una Pelopincho,
y completar la diversión en el jardín de la abuela.
Sonia y yo fuimos a comprar nuestras botellas. Yo elegí una de color roja
con forma de barquito, y ella una multicolor.
Volvimos a la casa de la abuela, y me senté debajo del naranjo a
escribir la carta. Se trataba de una carta muy importante, tenía que ser
especial. Nada de escribirla con un lápiz cualquiera, quería redactarla —como
decía mi maestra— con tinta. Cristina me prestó la lapicera.
—Cuidado con la pluma —me dijo—, es una 303.
Le mandé un cartucho nuevo y escribí.
La tía Carmen y la abuela daban vueltas alrededor del naranjo.
—¿No te parece mejor pedir la pelota de fútbol, Huguito? —preguntó la
tía.
—Me dijeron que el próximo año vienen unos modelos nuevos de bicicleta
—trataba de convencerme la abuela—. Mucho más modernas y con cambios.
Evidentemente, el hombre del traje rojo no venía muy gordo esa Navidad.
—¡No, señor! —grité, para dejar bien claro mis deseos—. ¡Voy a pedir la
bicicleta este año!
La abuela y la tía se fueron para adentro de la casa hablando en voz muy
baja. No alcancé a escuchar lo que decían, pero se las veía preocupadas. Yo no
sabía por qué, y no le di importancia. Lo más importante en mi mundo se estaba
escribiendo en aquella carta.
Por la noche, con mis primos nos preparamos para el momento mágico. Nos
vestimos con nuestras mejores ropas y nos colocamos un gorro navideño cada uno.
Y partimos en familia hacia el lago.
Llegamos unos minutos antes de la medianoche. La orilla del lago estaba
repleta de chicos.
Corrimos y, a los empujones, nos colocamos en primer lugar.
Quería lanzar la botella lo más lejos posible, que quedara adelante de
las demás. Para que fuera la primera en llegar con el mensaje a las manos de Papá
Noel.
Llegó el momento, los últimos diez segundos más emocionantes. Todos los
chicos al mismo tiempo gritando la cuenta regresiva: ¡diez, nueve, seis,
cuatro, uno... cero!
Simplemente, maravilloso.
Una colorida catarata de botellas cayó al lago. Se hundieron formando
una extensa y espesa espuma como la rompiente de una ola. Y salieron a flote.
El viento las empujaba hacia el interior de la laguna, todas juntas,
como un gigantesco camalote de colores flotando por la fuerza de la sal de
nuestro lago. Todas las botellas juntas menos una, que iba dos o tres metros
adelante... ¡Mi botella, el barquito rojo!
Nos quedamos un rato largo mirando hasta que la masa de botellas se
perdió en el horizonte.
Entonces nos dimos por satisfechos y regresamos a la casa. Todos
contentos, menos los adultos de la familia, que seguían con caras de
preocupación. Mis primos y yo todavía no entendíamos por qué.
Al otro día, nos levantamos tempranito. No habíamos pegado un ojo en
toda la noche. La adrenalina del veinticuatro comenzaba a subir.
Con Sonia corrimos a la cocina para desayunar, y escuchamos que la
abuela y la tía Carmen discutían bajito.
Nos quedamos con las orejas pegadas a la puerta. Y…
…entonces…
…lo escuchamos.
Escuchamos lo peor.
De rebote, nos enteramos de la peor noticia que puede escuchar un niño.
Y ahí caímos, entendimos el porqué de tantas caras largas.
Con Sonia, cabizbajos y silenciosos, volvimos sobre nuestros pasos. Y en
el dormitorio les tiramos la noticia a los chicos, que les cayó como una bomba.
Era un dolor muy fuerte. Nos habían clavado una estrella navideña en el
pecho. Lloramos todos juntos en silencio.
Más tarde reflexionamos sobre el tema, y llegamos a la conclusión de que
ya lo sabíamos. Algo habíamos escuchado al respecto entre los chicos más
grandes del barrio.
Nos miramos con mis primos. Y decidimos encarar el asunto con entereza,
como verdaderos adultos.
En el jardín, la mesa de Nochebuena parecía salida de un cuento de la
abuela. Todos los árboles y la casa estaban adornados con luces navideñas.
El tío Carlos recibió un fuerte y
caluroso aplauso por el exquisito asado. Además comimos todo tipo de ensaladas
con nombres extraños, arrollados, y escabeches de no sé cuantos bichos que
nombraron. Por un momento, pensé que habían invitado a los vecinos. Pero, no:
era todo para nosotros nomás.
Mi otro tío, Héctor, comenzó los
preparativos para la fiesta de fuegos artificiales, igual que cada año. Era el
experto de la familia en el tema.
La sirena de los bomberos nos anunció la llegada del niño Jesús. Las
copas de sidra chocaban en el aire, dejando caer la espuma en cada brindis. El
tío Héctor corrió a encender las cañitas voladoras y todo el arsenal que tenía
preparado.
El cielo de Carhué se iluminó con luces de todos colores. Y nosotros,
mis primos y yo, corrimos a la casa en busca de nuestros regalos.
Cristina arrancó literalmente el envoltorio del suyo, para quedar con
una flamante guitarra de concierto entre sus manos —pensar que, años después, ella
se convirtiría en profesora de guitarra.
Carlitos se ataba los cordones de los botines Fulbense, que le regalaron
junto al equipo completo de Boca Juniors.
A Sonia no le alcanzaban las manos para armar el juego de cocina de sus
sueños.
Mis primos salieron disparados hacia el patio con sus regalos.
Y yo…
Yo me aferré como loco a mi bicicleta, dando las gracias a Papá Noel,
ante las miradas atónitas de los mayores.
Tías, tíos y la abuela se miraban unos a otros buscando explicaciones.
Y, entre mudas señas, no encontraron respuesta.
De pronto una risa: Jojojo. Y un tintineo, un ruido de campanillas, hizo
que los mayores salieran corriendo hacia la calle, y luego hacia la esquina por
donde se perdía la risa y el tintineo de las campanillas.
Regresaron sin encontrar explicación alguna, señalándose entre ellos,
como preguntándose quién lo había hecho.
Callaron al vernos felices jugando en el patio de la abuela, y a mí
sonriente dando vueltas y vueltas con mi flamante bicicleta.
Nosotros jugamos hasta la madrugada. Y ellos siguieron con el misterio,
preguntándose entre copas y pan dulce.
Al día siguiente, por la tarde, con mis primos emprendimos un viaje
hacia la laguna. Cada cual con su
bicicleta. Fuimos recorriendo la costa contando las botellas que aún flotaban
en la orilla.
De pronto divisé un punto rojo a lo lejos en el agua, y detuvimos la
marcha.
Era mi botella, mi barquito rojo.
Montados en nuestras bicicletas, nos quedamos frente a la laguna
contemplando el paisaje.
Años atrás, nos poníamos muy tristes al ver aquellas botellas que no
llegaron a destino. Pensábamos en los chicos que se habían quedado sin regalo
porque sus cartas nunca salieron de la laguna. Pero, en ese momento, observando
al barquito rojo flotando a lo lejos, supimos que no era así.
Nos miramos y comenzamos con
pequeñas risas, que luego se transformaron en carcajadas.
Jamás abrimos la boca. Nunca se los dijimos a nadie, ni siquiera a la
abuela. Pero, seguro que ella lo sabía: habíamos roto nuestras alcancías. Por
nada del mundo íbamos a dejar que Papá Noel nos fallara. No aquella vez, que
fue la última vez que arrojamos nuestras botellas al lago.
Seguimos riendo haciendo sonar nuestras cómplices campanillas atadas a los
manubrios de las cuatro bicicletas.
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