martes, 23 de septiembre de 2014

La leyenda del Kukai


“La deforme figura de una silueta alada se recorta en la luna llena y misteriosa.
En el etéreo cielo de Carhué, un horrendo grito estraga la apacible noche pueblerina… Es el Kukai”
Leyenda aborigen.

La abuela tenía cuentos para todo tipo de ocasiones. Una noche en Carhué, cuando nos fuimos a dormir, mi hermana no dejaba de molestarme. Nos tirábamos con lo que teníamos a mano: ropa, zapatillas y almohadas volaron por el dormitorio.
Fue entonces que la abuela irrumpió en la habitación.
Nos miró, se sentó al pie de las camas, y nos dijo que nos contaría un cuento si dejábamos de pelear.
Por supuesto dijimos que sí. La abuela observó la luna llena, que parecía colgada de la ventana, pensó un momento, y luego nos dijo:
—Ya sé qué les voy a contar esta noche: la leyenda del Kukai.
Y nosotros, callados bien calladitos, paramos nuestras orejas sabiendo que ni respiraríamos hasta oír la palabra fin.
Cuenta una antigua leyenda de campo que antes, mucho tiempo antes de que se formara el lago Epecuén, existió ahí un frondoso bosque de enormes y añejos eucaliptos, exóticas plantas y flores silvestres. Lo habitaba una antigua población aborigen, la originaria, la primera de todas las etnias. Que luego derivó en varios pueblos tras su escabrosa desaparición.
La historia habla de una pareja de hermanos. Eran mellizos, hijos del cacique Newén y de su esposa Ñawí, quien dio a luz un varón, Carhué; y a una hermosa niña, Epecuén.
Los pequeños herederos crecían felices en el bosque, el uno para el otro. Con el correr de los años se convirtieron en fuertes y hermosos jóvenes.
Las chicas de la aldea miraban con buenos ojos al futuro cacique Carhué. Y los muchachos no podían resistirse ante la belleza de Epecuén.
Llegó el tiempo en que Carhué debía elegir esposa. Su hermana, celosa de él, no dejaba que se le acercase ninguna de las jóvenes aldeanas. Estaba enamorada de su hermano y lo quería solo para ella. Ella era su princesa, ninguna otra mujer. Lo vigilaba día y noche.
Pero, una de esas noches, Carhué se alejó de la choza sin hacer ruido. Y corrió a internarse en el bosque con una preciosa chica que le gustaba.
Epecuén, muy astuta, los siguió sin que se dieran cuenta. Maldijo a su hermano y a la joven aborigen cuando los vio besándose junto a un árbol.
Ese día, a Epecuén se le quebró el espíritu, pero se cuidó muy bien de no demostrarlo.
Cuando el cacique Newén anunció la boda de su hijo, Epecuén tenía preparado su plan.
El casamiento se realizó con una grandiosa fiesta según las costumbres, como correspondía al futuro soberano de la aldea. Se sirvieron las mejores comidas, hubo bailes en honor a la pareja. Y el hechicero de la aldea los bendijo con rituales ancestrales.
Epecuén se ofreció a preparar la bebida especial para el brindis de los novios.
Todo salió perfecto.
Cuando la fiesta acabó, los novios se retiraron a pasar la noche de bodas.
A la mañana siguiente, el grito de Carhué estremeció al bosque entero. Su esposa había muerto envenenada.
Aunque no podía comprobarlo, sospechó de la bebida que preparó su hermana. Y, al verle la cara de alegría, confirmó la traición de Epecuén.
Herido de amor, Carhué elaboró un lento y callado plan de venganza: conversó con el hechicero y, desde ese día cada tarde, traía del bosque una flor para su hermana. Epecuén, estaba convencida de haberlo recuperado.
El brujo le había hablado de una bella flor, la más bella flor que jamás se haya visto. Se encontraba en la cima de un extraño árbol, a un par de horas internándose en el bosque.
Recordó la advertencia del brujo:
—La flor es muy bella, y más bella cuando se abre. Esto solo sucede cuando hay luna llena. Pero, cuidado: su perfume es tan exquisito como peligroso. Quien se embriague con su esencia quedará al desnudo. Será descubierta su verdadera personalidad, brotaran sus verdaderos sentimientos y se convertirá en lo que realmente es.
Una tarde, Carhué regresó del bosque con las manos vacías.
—¿Y mi flor? —le reprochó su hermana.
—Quise traerte la flor más bella pero no pude, está en la cima de un árbol, el más alto del bosque. No la puedo alcanzar. Tenés que venir y ayudarme.
Se internaron en la frondosidad, y caminaron un par de horas entre la maleza y alimañas del bosque. Sombras y rayos de luz se filtraban por las copas de los árboles. Siempre acompañados por el aroma de los eucaliptos.
Al llegar a un pequeño claro se encontraron con el exótico árbol. El más alto del bosque, perfecto y derecho como una línea recta hacia el cielo.
—Vení, subamos —dijo él.
—Pero… es muy alto, nos podemos caer —contestó ella con temor.
—¡Dale! ¿O tenés miedo? Allá arriba está tu flor. La más bella del bosque. La más bella, como vos.
Y le descubrió a su hermana un rubor en las mejillas.
—Vamos —insistió—. Yo voy atrás tuyo, cuidando que no te caigas.
Epecuén respiró hondo y comenzó a trepar el árbol. Carhué la siguió, alentándola.
Al alcanzar la cima, vieron la bella flor que coronaba al gigante. Estaba más allá de la última rama, y no se la podía alcanzar.
—Ahora subite en mis hombros para llegar a la flor —dijo él.
Su hermana le hizo caso, se trepó a los hombros de Carhué, y alcanzó lo más alto: la flor.
Quedó paralizada ante tanta belleza. Ni se dio cuenta de que el hermano emprendía el descenso.
El muchacho iba cortando todas las ramas a su paso, con la fuerza bruta de un animal.
Y al llegar al suelo, se dobló sobre su lomo y salió corriendo en cuatro patas, perdiéndose en el bosque.
Epecuén lloró toda la tarde. No logró bajar de aquel árbol. De sus ojos brotaban cataratas que inundaban el bosque.
El alud arrasó con árboles, animales, lo que encontró a su paso. También con la aldea y su gente. Algunos aborígenes, los que pudieron escapar de la catástrofe, se dispersaron por los cuatro puntos cardinales y fundaron nuevos pueblos.
Cuando Epecuén dejó de llorar, el bosque había desaparecido, y en su lugar había un lago. El que hoy lleva su nombre. El exótico árbol permanecía en pie, su copa sobresalía en medio del espejo de agua. Ahí, la princesa estaba sola, ella y la flor.
Al caer la tarde, la sorprendió el miedo. En cuestión de minutos el terror la abrazó al igual que la noche. Noche de luna llena.
La flor abrió uno de sus pétalos y otro y otro, soltando su perfume.
La luna iluminó a Epecuén y la reflejó en el lago.
La princesa se sentió extraña, y decidió contemplarse en el agua.
Lanzó un grito de terror, que retorció los rasgos de su cara. Sus delicados pies se convertían en filosas garras, sus brazos en horribles alas y su cuerpo todo se atiborraró de plumas.
Desde entonces, cada verano, cuando hay luna llena, un aterrador pájaro sobrevuela en la noche. Con un desgarrado grito de ¡Kukai, Kukai!
—Kukai —dijo la abuela—, en lengua aborigen quiere decir hermano.
La abuela terminó el cuento, nos dio un beso de buenas noches a cada uno, y se fue a dormir. No sin antes correr las cortinas para que la luz de la luna llena entrara por la ventana.
—Kukai —murmuró mi hermanita entre las sábanas—. Lindo nombre Kukai. Te voy a decir Kukai.
—Bueno —le dije.
Desde esa noche, ella nunca volvió a molestarme.



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