Comencemos por el principio. salvo "La carta de Elena", los demás cuentos forman parte de la saga "Los cuentos de la abuela".Éste, fue el primero de una serie de nueve cuentos.
Llegué al cementerio de Carhué después de manejar nueve horas. Desde la ruta, vine directamente, no podía esperar.
En la entrada compré unas flores para mi abuela, y entré en busca de su lápida.
Ahora, ya en el camino de piedras rojas que recorre el cementerio, me cruzo con una pareja de mediana edad, que marcha lentamente hacia la salida. El hombre se desplaza con muletas, y la señora "debe de tener algún problema de cadera", me digo al verla caminar.
Recuerdo la última vez que vi a mi abuela, yo tenía diecinueve años. Hasta ese entonces pasaba todos los veranos en Carhué. En ese viejo caserón que mi abuelo construyó con sus propias manos: con ladrillos de adobe, techo de chapa y una extensa galería donde jugaba con mis primos. Como en una película en blanco y negro, se proyectan en mi mente borrosas escenas entrecortadas, pequeños fragmentos editados de una niñez feliz y lejana; me veo junto a ellos correteando por ahí.
En Carhué pasé momentos inolvidables; veranos llenos de fútbol, de manchas y escondidas con mis primos y amigos del campo, de las tardes sin siestas, en la laguna. Y el recóndito recuerdo de un amor adolescente, tallado en un viejo banco de madera en la estación de Epecuén, sumergido en la inundación del ’85.
No sé por qué dejé de venir a Carhué. La vida va creando nuevos caminos y uno los transita, cuando te das cuenta, estás perdido en una maraña de autopistas y no sabés para donde tenés que agarrar. Qué sé yo, la cuestión es, que no vine más… hasta hoy.
No fue difícil encontrar la tumba de la abuela: mis primos hicieron un gran trabajo —me lo habían advertido—. En una vitrina construida especialmente sobre la tumba, distinguí la gran pava de los cuentos.
Como si fuese ayer, evoco aquellas noches, después de cenar. Porque después de cenar venía lo mejor, el clásico de los veranos: los cuentos de la abuela.
Con mis primos nos sentábamos en el piso de madera frente a ella, que ocupaba su sillón favorito. Majestuosa, junto al fuego —en verano, el hogar a leña se encendía por las noches—. Se apagaban todas las luces... el hogar proporcionaba la atmósfera ideal, y el fuego inquietante de la leña, proyectaba con movimiento ondulante nuestras sombras, sobre la pared de la cocina.
No conocí a nadie que contara cuentos como mi abuela: el tono preciso, la justa pausa para el suspenso, el cambio inesperado de la voz, los gestos con las manos y la mirada encendida. Era simplemente maravillosa. No había libro, película o programa de televisión que se le comparara. De su boca salían historias que erizaban la piel y ponían los pelos de punta. La luz mala, el lobizón, el gaucho sin cabeza, el fantasma del viejo Jiménez y cientos de personajes. La imaginación inagotable de la abuela los soltaba entre las cuatro paredes de la escalofriante cocina. Al mismo tiempo, nos cebaba unos mates bien camperos con la vieja y enorme pava negra, quemada por el fuego del hogar.
Dejo las flores sobre su tumba y, arrodillado frente a ella, me largo a llorar como una criatura.
Me interrumpe un nene de unos ocho o nueve años, que juega con un volcador Duravit imitando con la boca el ruido del motor. Juega en la tumba de al lado.
Ya no se fabrican juguetes como esos. Yo solía jugar en la casa de la abuela con un camión igualito a ese, de color rojo, como el del nene.
Está solo. Me llama poderosamente la atención.
Me pongo de pie. Seco mis lágrimas con la manga de la camisa.
—¡Hola! —le digo al descolorido pibe—. ¿Cómo te llamás? ¿Estás solo? ¿Y tus padres?
—Me llamo Joaquín. —Me incomoda un poco que conteste sin mirarme, sin apartar la vista de su juego—. Mis padres volvieron a la entrada, se olvidaron de comprar las flores para mi hermano. ¿Viniste a ver a la abuela, vos?
Me sorprende con la pregunta. Se ve que viene seguido a ver al hermano, pienso.
—Así es, amiguito. Era una abuela muy especial, mi abuela. Nos contaba fabulosos cuentos a mis primos y a mí.
Y me descubro entusiasmado al recordarla.
El nene detiene el camión y levanta la mirada.
—¡Ah...! Entonces vos sos el Huguito, el nieto de Buenos Aires.
Me perturba su mirada vacía, sin brillo. Y me sentí palidecer, igual que la lapida de mi abuela.
El nene volvió al juego, sin dejar de hablar.
—A tus primos ya los conozco, vienen siempre.
—¿Así que conoces a mis primos? En un rato nos encontramos, hace mucho que no los veo.
—Sí, los conozco a todos, vienen seguido. No tanto como mis papás, que andan por acá todos los días. Pero, ellos vienen seguido. Tus primos siempre se acuerdan de vos. La abuela también te recuerda, sos su preferido.
¿Qué dice ese chico? ¿Que la abuela qué?
—No te entiendo —dije.
—A mis amigos, a mi hermano y a mí, también nos cuenta fabulosas historias.
Azorado, miro al pibe, que ya tiene el camión lleno de piedritas rojas.
Me doy vuelta por un ruido detrás de mí: la pareja que me crucé a la entrada del cementerio viene hacia nosostros.
¡Claro!, me digo. Son los padres de Joaquín, traen las flores para su hermanito.
—¡Ahí vienen tus padres! —digo—. ¿Son ellos, no?
Cuando me doy vuelta a mirar, el nene y el camioncito ya no estaban.
Después de mí última visita a Carhué —y de eso hacía ya muchos años—, la abuela decidió ir a verme a Buenos Aires. Tomó un micro de larga distancia por la noche, quería darme una sorpresa. Y vaya qué sorpresa: bien temprano a esa misma mañana, nos llamó la tía Marta para contarnos lo del accidente.
Aquella vez no pude venir, no quise, preferí recordarla como siempre. Recordarla acá, en Carhué, esperando para contarnos a mis primos y a mí otro de sus increíbles cuentos.
Decidí venir hoy, treinta años después. Se lo debía… también me lo debía a mí.
—¿Vino a ver a la abuela? —dijo el padre de Joaquín al verme.
—Sí, llegué hace un rato de Buenos Aires.
—¡Ah!, entonces usted debe de ser el Huguito.
A esta altura, lo miro curado de espanto.
—Sí, señor. Vine directo desde la ruta.
—Ha de estar usted muy cansado con tan largo viaje.
—Ella lo vale —digo.
La mujer acomoda las flores en la tumba de su hijo. Y el hombre, apoyado en la tumba de al lado, comienza a relatar:
—Fue un terrible accidente, ¿sabe? Nosotros viajábamos en ese mismo micro, en el que iba su abuela. En la parte de adelante con mi señora y los chicos. —Al hombre se le quiebra la voz.
—Su abuela viajaba atrás, prácticamente sola. Iba poca gente. Además de nosotros, otro par de matrimonios con sus hijos. Nos llamó la atención que la abuela llevara un avejentado camioncito de juguete en la falda. Uno de esos Duravit, que ya no se fabrican, ¿vio?
Yo no puedo emitir sonido alguno, me limito escuchar.
—Joaquín —sigue el hombre—, uno de mis mellizos, se acercó a la abuela porque le interesó el camión. Ella era muy amable, y se lo prestó nomás. Luego se sumó el Matías, mi otro hijo. Y los dos jugaron en el pasillo del micro con el camioncito.
Se me llenan los ojos de lágrimas. Pero no dejo de prestar atención.
—La abuela les preguntó sí querían escuchar un cuento, y se sentaron junto a ella. Los demás chicos del micro también.
El hombre se aparta de la tumba. En ella, leo el nombre de Joaquín.
—Los chicos escuchaban las historias de la abuela —contaba el baqueano. Y yo, no podía creer lo que el hombre me estaba relatando—, se habían quedado muy quietitos, asombrados con los cuentos.
»Esa noche se había desatado una tormenta de tierra que no dejaba ver nada más allá de las ventanillas. Las barreras estaban levantadas y las señales del ferrocarril no funcionaban. El silbato del tren se mezcló con el sonido del viento. El micro alcanzó a cruzar la parte delantera, la de atrás quedó destrozada por el tren —el hombre hizo un silencio—. Mis dos hijos, otros cuatro chicos y la abuela murieron en el acto.
Lo veo abrazar a su señora y, con la otra mano, acariciar la tumba de Joaquín.
—El pueblo entero estuvo presente en el velatorio, ¿sabe? Los sepultamos a todos juntos, por eso la distribución. Acá está su abuela, y estas —dice señalando otras seis tumbas— son las de los chicos que iban escuchando sus cuentos.
Me alejo unos pasos para ver: la otras seis tumbas están distribuidas formando de semicírculo frente a ella, como escuchándola.
—¡Mire qué distraídos estamos, mi amigo! —me dice el paisano—, que tuvimos que volver a la entrada a comprar flores para el Matías. No hay un solo día en que mi señora y yo dejemos de venir.
No puedo decir nada, tengo un nudo en la garganta. El padre de los chicos me toma por el hombro, y juntos con su señora nos vamos alejando lentamente.
A pocos metros, me doy vuelta y descubro que Joaquín juega con mi camión. No parece el mismo pibe de hace un rato. Ahora se lo ve rozagante y feliz. Me saluda con la mano.
Está sentado al lado de otros cinco chicos, frente a la tumba de mi abuela y a la gran pava. Expectantes… esperan escuchar el próximo cuento.
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