Nosotros, con mis primos, nos dábamos cuenta de que se venía una noche de aquellas cuando la abuela llegaba muy enojada de la calle. Seguro que había regateado los precios, o discutido con algunas de las vecinas.
Pero ese día llegó del mercado, que se la llevaba el demonio.
—¡Ojalá que lo parta un rayo! —dijo—. ¡Que lo pase por encima un tren y se pudra en el infierno!
Dejó las bolsas a un costado, en el suelo, y se dirigió a su laboratorio de ideas: la cocina.
Se dedicó a las tareas de la casa —costura, fregar los bronces, regar las plantas— en silencio. Mientras sus manos hacían los quehaceres de manera automática, adentro de su cabeza se estaba gestando alguna de sus obras macabras.
Su rostro se ponía frío y calculador, y la mirada se le perdía en el vacío. La delataban los gestos: era un proceso interior, que masticaba poco a poco. Y las ideas surgían paulatinamente. De pronto se detenía, como si representara una escena en el aire. Sonreía satisfecha y continuaba con la rutina.
Con mis primos, calladitos, seguíamos sus movimientos. ¡No era cosa de perturbar a la abuela!
Por la tardecita enfiló para el gallinero, agarró un pollo y le retorció el cogote hasta matarlo. Le cortó la cabeza con un hacha, y lo dejó en el medio del patio, desangrándose en un fuentón con agua hirviendo. Después lo desplumó y lo llevó para la cocina. Lo apoyó en la mesada sobre una tabla y empezó a descuartizarlo.
Nuestros ojos acompañaban el movimiento del brazo de la abuela. La cuchilla subía y bajaba, subía y bajaba una y otra vez, atravesando la carne y los huesos de la desplumada ave, golpeando en la tabla de madera. En el tacho de basura quedaron la cabeza, las tripas, las patas y las plumas. En la mesada, el resto del cuerpo reducido en unos cuantos pedazos, que fueron a parar a la cacerola.
A medida que pasaban las horas, el plan iba tomando forma. Y, cuando llegó la noche, el plan ya era perfecto: estaba listo. El pollo también. Y la abuela recuperó el habla:
—¡A comeeer! —nos llamó con un grito.
Colocó la enorme olla en el medio de la mesa, y nos fue sirviendo el riquísimo pollo con papas a la cacerola.
—Después tengo un gran cuento para contarles —nos dijo.
Cuando terminamos de cenar, fuimos todos al lado de la chimenea a escuchar el recién-inventado cuento de la abuela. ¡Se iba a descargar con todo! Se le notaba en la cara de niña mala, en el vidrioso brillo de los ojos verdes y en la imperceptible mueca de su sonrisa.
Esa noche iba a morir mucha gente. Y la filosa boca de mi abuela…, el arma homicida.
De postre nos regaló la siguiente historia:
—“Era horrible, monstruoso, salió de la laguna y desplegó sus repugnantes alas. La cabeza parecía la de un lagarto, pero con las orejas de un duende. Sus ojos eran dos carbones encendidos. Alto, medía más de tres metros, y tenía brazos pequeños, como los de un canguro. Sus enormes piernas terminaban en garras de un águila, y la gruesa cola acababa en una punta de lanza”. Esas fueron las últimas palabras del carnicero, Eusebio Gómez, cuando lo encontraron agonizante en la orilla del lago Epecuén. Estaba irreconocible, lleno de graves quemaduras en todo el cuerpo, las que le provocaron la muerte.
»La noticia se desparramó por el pueblo, a la misma velocidad que el viento de abril desparramó las hojas secas y amarillentas de los árboles; aquel otoño de 1967.
»Como no se pudo determinar la verdadera causa de la muerte del pobre carnicero, la gente se dedicó a inventar historias. Algunos dijeron que había un dragón en el lago; otros, que se hizo presente el mismísimo diablo. Y hasta se llegó a decir que un cliente disconforme con los precios, lo roció con nafta y le prendió fuego. Pero, fuera como fuera, todo el pueblo quedó aterrorizado.
»Una semana más tarde, apareció el cadáver del taita López en las mismas condiciones. A solo cincuenta metros del primero. Días después, otro cadáver y otro y varios más.
»El último cadáver que se encontró, fue el de Lisandro Torres. Este, estaba totalmente carbonizado, increíblemente permanecía de pie, como soldado al piso por el fuego. Y tenía un brazo extendido apuntando al lago. Lo reconocieron, porque llevaba puesto el anillo de casamiento, apenas chamuscado.
»La gente del pueblo estaba muy asustada. Y las autoridades del municipio y la policía cercaron y prohibieron el ingreso al predio del lago.
»Dicen que curiosidad mata al hombre. Yo —dijo la abuela, enfatizando el Yo—, además de curiosa, tenía mi propia versión de los hechos: todos los muertos habían sido deshonestos comerciantes.
»Me fui hasta el lago cuando caía la tarde, quería ver bien al bicho ese.
»Llegué cuando el sol parecía ahogarse en la laguna. Me acerqué a la orilla y me quedé un rato esperando. Estuve parada como dos horas. Ya estaba por volverme a casa, cuando el agua del lago comenzó a burbujear. Se formó un círculo que parecía una olla de agua hirviendo. Y… y una horrible cabeza emergió de entre las burbujas.
»Permanecí inmutable, esperando.
»Cuando la bestia emergió completa, imaginé el miedo de los que la habían visto antes de morir.
»El bicho me miró a los ojos, dio unos pasos, y quedamos frente a frente. Nos observamos por un rato. El dragón abrió la boca y emitió un seco y horrible ruido, parecía hablarme. Sin apartar la mirada, le hablé. ¡No podía creerlo: yo hablándole a un dragón!
»—Ya no hay más —le dije—. Los comerciantes que quedan aprendieron la lección. Podés irte tranquilo.
»Aquella bestia pareció entenderme. Desplegó sus alas y se elevó al cielo. Se detuvo en el aire por un momento, y me miró. Se despidió con otro espantoso grito. Y se alejó del pueblo para siempre.
»Yo solo alcancé a decirle... “Gracias por el fuego”.
Cuando la abuela terminó, mis primos y yo quedamos con los pelos de punta. No sabíamos si lo que acabábamos de escuchar había sido un cuento o sucedió de verdad.
En cambio, la abuela se relajó en el sillón y encendió la pipa. Luego echó una bocanada de humo, y se quedó mirando el fuego del hogar a leña.
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