domingo, 2 de noviembre de 2014

Piel naranja





Facundo Santillán abrió la puerta de la cabaña, tras oír unos golpecitos. No había nadie. Divisó a lo lejos la columna de humo que venía del bosque y manchaba a la luna. Todavía seguirían ahí los bomberos y voluntarios. Y al bajar la mirada se encontró con el diminuto hombrecito de orejas puntiagudas.
No media más de cuarenta centímetros, tenía el pelo chamuscado y todo el cuerpecito cubierto de cenizas.
El pequeño lo miró con sus ojos saltones. Seguro que lo veía como a un gigante.
—Kellun, kelluntékun —dijo el hombrecito—. Y cayó ahí mismo, en el umbral.
Facundo miró hacia los árboles que rodean la cabaña, y después hacia el muelle del Nahuel Huapi, donde aún permanecía amarrada la lancha que se había traído de tiro desde Buenos Aires. Una noche serena, así que el incendio no era una amenaza para la cabaña.
Marta y él llevaban una semana en villa La Angostura, les quedaban más de dos meses alquiler. Y la tarde anterior, los habían visitado las autoridades. Dijeron que esa zona no corría peligro. El incendio está lejos de acá, aclaró el guardabosque.
Facunado cargó en brazos al hombrecito y lo entró a la cabaña. Lo recostó sobre un almohadón junto a la chimenea, y llamó:
—¡Marta! ¡Pronto, bajá al living!
Su esposa bajó haciendo sonar las chancletas en la madera de la escalera.
—¿¡Qué pasó!?
—Mirá —Facundo señaló el almohadón y la miró. Marta parecía no salir del asombro.
—Pero… —dijo ella—. Pero es ¿es? ¿Es un, un…
—...un duende —dijo Facundo—. Un duende que llamó a la puerta y se cayó frito ahí nomás.
—¡Los duendes no existen, Facu!
—Por lo que estamos viendo, parece que sí.
—¿Y qué le pasó? ¿Está vivo?
—Se habrá desmayado. Debe haber caminando un montón de kilómetros huyendo del incendio.
—Pobrecito —dijo Marta—. Es tan... chiquito. Habrá sido toda una odisea, atravesar el bosque y llegar hasta nosotros. Hay que ver si reacciona.
—Seguramente —dijo Facundo—. Se debe haber desmayado, y quedó exhausto.
—Voy a buscar recipiente con agua y unas toallas para limpiarlo —dijo Marta—. A ver si podemos reanimarlo.
Facundo se quedó mirando al duende, le llamaba la atención sus orejas terminadas en puntas, la nariz, chiquita y perfecta, y la simetría del cuerpo. No era como un enano, sino como un hombre normal encogido.
—A ver, haceme lugar —dijo Marta, sosteniendo una palangana con agua tibia y un par de toallas. Y se arrodilló junto a su esposo.
Mojó un poco una de las toallas y comenzó a limpiar al pequeño huésped.
—¡Tiene la piel de color naranja! —dijo sorprendida.
—Limpialo bien, ahí veo unas manchas blancas.
La mujer repasaba con la toalla, pero las manchitas blancas seguían.
—No sale —dijo ella frotando la piel una vez más—. Es así, naranja con manchitas blancas.
—No puede ser —dijo Facundo rascándose la barbilla. Acababa de descubrir algo.
—Que sí —contestó Marta—. Te digo que sí, que la piel es así, manchada.
—Ya lo sé, no es eso lo que estoy pensando. Esperá que voy a traer la cámara de fotos y te muestro.
Marta siguió lavando al duende.
—Acá está —Facundo volvió mirando las fotos que había tomado el otro día en la excursión al bosque de arrayanes—. Fijate, Marta. El duende tiene la piel igual que la corteza de los arrayanes —y le mostró una foto.
—¡Es verdad! —dijo ella, y tocó la piel del duende—. Parece como… de madera, pero blanda y tibia.
—¡Increíble! —Facundo también le tocó la piel—. ¿Será porque vive ahí, en el bosque, que tiene ese color? ¿Una especie de... de duende camaleón?
Marta terminó de limpiar un bracito, y le descubrió una herida.
—Está lastimado.
—Es cierto, pero... Mirá… ¿Sangra de color blanco?
Marta la tocó, y probó el gusto en la punta de la lengua:
—¡Es savia!
—Esto es algo asombroso —dijo Facundo, totalmente fascinado con el duende.
—Aunque la piel parece de un color más pálido que los arrayanes —dijo Marta—. ¡Mmm! Creo que es porque está enfermo. Deberíamos curarle la herida.
—Voy por el botiquín que está en el auto.
Facundo fue hasta el garage y Marta se quedó contemplando al duende. Con ternura, le acarició la cabeza. Igual que una madre, la madre que siempre quiso ser y no pudo.
—Acá está —Facundo se arrodilló y abrió el botiquín—. Le pongo un poco de cicatrizante y una curita.
—Yo se la coloco.
Facundo aplicó el cicatrizante y ella la curita.
El brazito del duende era tan finito que la curita le dio toda una vuelta.
—Parece que está despertando —dijo Marta—. ¡Yo sabía: está vivo!
El pequeño huésped abrió poco a poco los ojos. Miró a Marta y le hizo una leve sonrisa. Luego, a Facundo con un gesto de agradecimiento.
—Es hermoso —dijo Marta.
El duendecito fijó la vista en la palangana con agua:
—Ko, koiko —dijo. La señaló, y encongió el bracito. Seguro que le dolía.
—Tranquilo —dijo Marta, y miró a Facundo—. Creo que quiere tomar agua.
Él corrió a la cocina en busca de un vaso con agua fresca. Marta ayudó al pequeño a sentarse y le dio de beber.
Y entonces lo vieron meter sus piecitos en la palangana. Enseguida comenzó a recuperar el color. El naranja de su piel se hizo más intenso.
—¡Increíble! —dijo Facundo—. Hay que regarlo como a un árbol.
—Mañumn, mañumnutun —oyeron.
—Creo que nos está dando las gracias —dijo Marta.
—De nada —contestó Facundo haciendo una pequeña reverencia—. Fue un placer.
—Mi nombre es Marta —dijo Marta tocándose el pecho—. Marta.
—Yo, Facundo —dijo él repitiendo el ademán—. Yo, Facundo. ¿Tú, ser?
—No hace falta que hables como Tarzán —Marta lo miró—. Es un duende, no la mona chita.
—Marta —dijo el duende señalando a la mujer.
—Marta —dijo ella sonriente.
—Cundo —dijo señalándolo.
—Facundo —respondió el.
—Facundo.
—¿Y vos?
—Eluney —dijo el duende tocándose el pecho—. Eluney.
—Eluney, es un nombre precioso —dijo Marta.
—Bienvenido, Eluney —agregó Facundo.
—Mañumn, mañumnutun —volvió a agradecer el pequeño, y se durmió sobre el almohadón.
—Pobrecito —dijo Marta—. No da más, y nosotros tampoco. Subamos a dormir, mañana conoceremos mejor a nuestro impensado huésped.
—Vayamos —dijo Facundo—. Demasiadas emociones para una sola noche.


Los despertaron unos ruidos que llegaban desde el living. La voz de Eluney se escuchaba mezclada con otras voces desconocidas.
Facundo bajó las escaleras como un bombero, y encuentró al pequeño duende con el control remoto en la mano, y a los gritos frente al televisor.
—¡Kütral, kütral —le gritó a Facundo, señalando el televisor.
El duende naranja no pudo haber tenido mejor puntería con el control remoto: había sintonizado el noticiero local que cubría el incendio en su bosque.
—Kütral, kütraltun ruca. —Tenía lágrimas en los ojos y en las mejillas.
A Marta, parada en el primer peldaño de la escalera, detrás de Facundo, también se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Tranquilo, Eluney —dijo Facundo agarrando el control remoto para cambiar rápidamente de canal—. Ya pasó, lo que ves en la tele es de ayer. No hay más fuego. Ya lo apagaron. —Se acercó a la ventana, y corrió la cortina para mostrarle que ya no salía humo del bosque.
Eluney fue trepando por el sillón hasta quedar parado sobre el respaldo. Y miró.
—Ruca —dijo señalando el bosque de arrayanes—. Eluney, ruca.
—Cuando los bomberos terminen las tareas, te llevaremos en mi lancha hasta tu ruca —dijo Facundo mientras le acariciaba la pequeña espalda—. Es una promesa.
Marta seguía llorando al pie de la escalera.
La música de los pitufos comenzó a sonar.
Eluney pegó un salto y corrió hasta la tele. Se quedó fascinado con esos duendes azules.
Los tres se sentaron a desayunar mirando los dibujitos. Marta y Facundo tomaron café con leche y comieron medialunas. Eluney, sentado en el almohadón, con los pies dentro de la palangana y un frasco de mermelada de arándanos en las manos, no paraba de llevarse cucharadas a la boca.
El malvado de Gargamel apareció en la tele.
Eluney se puso de pie, y encrespado saltó de la palangana.
—¡Kütral, kütraltun! —volvió a gritar señalando al enemigo de los pitufos— ¡Kütral, kütraltun ruca! —Y señaló hacia la ventana, hacia el bosque.
—No puede ser tanta coincidencia —dijo Facundo—. Pero creo que nos quiere decir que Gargamel incendió el bosque de arrayanes.
—No creo que conozca a Gargamel.
—Bueno, pudo haber sido alguien parecido a Gargamel.
—Ahora que lo decís, creo recordar a un hombre así —dijo Marta—. Uno de los de la excursión del otro día al bosque. Es más, creo que aparece en una de las fotos que sacamos.
En ese momento, Eluney se desmayó y cayó encima de la palangana con agua.
—¡Eluney! —Marta corrió en su ayuda, lo sostuvo y le introdujo los piecitos en la palangana—. Creo que tuvo una recaída, está debil.
—Voy al pueblo por un médico —dijo Facundo.
—Es un duende, Facu —dijo ella—. ¿Qué le vas a decir al médico, que tenemos un duende casi de madera desmayado en la cabaña?
Facundo se rascó la cabeza y se puso a caminar como loco por el living. Con los pies en el agua, Eluney parecía volver a reaccionar.
—¡Ya sé! —dijo, finalmente—. Voy al vivero a comprar un fertilizante.
—¡Qué gran idea! Apurate. Cruzando la feria de los artesanos hay un vivero abierto todo el día.
Facundo sacó el auto y enfiló rápidamente hacia el centro de la villa.
Marta se quedó cuidando de Eluney, que señaló la ventana.
—Ruca —dijo con voz débil.
—Eluney, ¿querés que te muestre tu casa? —Marta fue a buscar la cámara de fotos—. ¿Querés ver tu ruca?
Encendió la cámara y la conectó a la tele. Enseguida comenzaron a desfilar por la pantalla las fotos que tomaron en la excursión al bosque de arrayanes.
A Eluney le brillaban los ojitos al ver su bosque naranja en la tele.
Marta fue pasando fotos hasta que Eluney empezó a los gritos.
—¡Ruca, ruca Eluney! —se acercó al televisor y señaló uno de los árboles.
—¿Esa es tu casa, Eluney? —Marta aumentó el tamaño de la foto—. ¿Es tu ruca?
—Ruca, Eluney —dijo el duende acariciando el árbol en la pantalla.
Marta siguió pasando las fotos hasta que llegó a una en donde estaba un hombre parecido a Gargamel. Se dio cuenta de que ese se alejaba del grupo.
—¡Kutral! —gritó Eluney, señalando enojado al hombre de la foto—. ¡Kütral, kütraltun ruca!
—¿Es el hombre que inició el fuego? —preguntó Marta—. ¿Él incendió tu ruca?
Eluney asintió.
—Te prometo que con Facundo haremos la denuncia —dijo Marta.
Eluney la miró como entendiendo a medias.


Facundo agarró la avenida Arrayanes como si fuera un formula uno en la recta final de una carrera.
Dejó el auto mal estacionado a la entrada de la feria y cruzó como una flecha entre los puestos de artesanos, para clavarse frente al mostrador.
 El hombre se ajustó los lentes para mirarlo mejor.
—¡Necesito un fertilizante, urgente! —dijo él.
—Buenos días —el hombre acomodó la lapicera en el bolsillo de su guardapolvo, como si fuera un médico.
—Perdón, buenos días —se disculpó Facundo—. Es que estoy algo apurado, dejé el auto mal estacionado. ¿Tiene algún fertilizante de acción rápida?
—¿Qué tipo de fertilizante busca, señor?
—No sé, en pastillas, jarabe —dijo Facundo. Y el hombre del otro lado del mostrador frunció el ceño—. Una inyección.
—Señor, esto es un vivero. La farmacia está a la vuelta de la esquina.
—Uy, perdone, es que no entiendo mucho de estas cosas. Deme el fertilizante que tenga, cualquiera.
—Cualquiera no —dijo el hombre—. ¿De qué tipo de especie vegetal estamos hablando?
—Bueno, esteee, digamooos, es... es un...
—¿Una planta, un arbusto, un árbol?
—¡Eso! Es como un árbol.
—¿Un ombú?
—¡Nooo! Es así —dijo Facundo, delineando el tamaño con ambas manos—. No llega a los cuarenta centímetros.
—Ah, es un bonsai.
—No, tampoco. Mire, es  un due... ¿qué es un bonsai?
—Es como un árbol —le informó el vendedor—, pero chiquito, enano.
—¡Ah! Sí, sí —dijo Facundo, aliviado—. Es un bonsai.
—Bien, en ese caso, le recomiendo el máximum total. Que además de fertiliz...
—Mire, doc. Démelo ya que tengo el auto en infracción.
El hombre colocó el fertilizante en una bolsa y le cobró cincuenta pesos.
—Lea las instrucciones —oyó Facundo mientras cerraba la puerta del negocio.
Facundo caminaba rumbo al auto leyendo las instrucciones del fertilizante, cuando una suave brisa atravesó la feria, y los llamadores de ángeles colgados por los puestos sonaron con una particular melodía.
Él levantó la vista y —sin saber por qué— se quedó mirando fijo uno de los puestos. Artesano mapuche, rezaba el cartel.
Un viejo mapuche tallaba un duende en madera. Había decenas de duendes en el puesto, pero Facundo se acercó por uno en particular. Era un duende tallado dentro de un árbol. Tenía como una puerta que se habría en la corteza del tronco, y adentro estaba el duende sentado.
—¡Hola! ¿Qué tal? —dijo Facundo—. Me gusta el duende del árbol.
—Es un trabajo especial.
—¿Por qué está adentro del árbol?
—Hay una antigua leyenda mapuche —empezó a contar el artesano—. Dice que en cada árbol del bosque habita un duende. Y cuando un árbol muere, su duende muere con él. Hay duendes que viven más de mil años, ¿sabe? ¡Pero, cuidado! El árbol y el duende están conectados de manera vital entre sí. La vida de uno depende de la del otro. Si un duende se aleja por mucho tiempo de su árbol (ruca, le dicen ellos), ambos comienzan a debilitarse y pueden llegar a morir.
—No le crea al viejo, siempre anda con cuentos —dijo el puestero de al lado.
Facundo ni le contestó.
Cuando el viejo mapuche terminó de contar la historia, la brisa cesó. Y todos los llamadores de la feria dejaron de tocar su música.
Facundo se quedó mirando al pequeño duende del árbol.
—¡Me lo llevo!
—Bien —dijo el mapuche con una sonrisa de oreja a oreja—. Son 500 pesos.
—¿El duende habla? —Facundo miró al artesano, que ahora se puso serio.
—Ya le dije, es un trabajo muy especial. Me llevó varios meses tallar esa madera.
—No cuento con tanto efectivo encima.
—Acepto todas las tarjeras.
—¿Seguro que usted es mapuche?
—Como usted es porteño.
—400 —ofertó Facundo.
—¡480!
—430 —dijo Facundo agarrando el árbol con el duende adentro.
—¡470! —dijo el mapuche quitándoselo.
Facundo frunció el ceño.
—450, es mi última oferta.
—¡Es suyo! —dijo el viejo, y se lo devolvió.
Facundo no podía ocultar la alegría.
—¿Quiere que le talle un nombre?
—Ah, sí —dijo él mirando al duende—. ¡Qué bueno! Me gusta Eluney. Lo escuché por ahí.
—Hermoso nombre. ¿Sabe qué significa?
—Ni idea, soy porteño.
—Regalo —dijo el mapuche, empezando a tallar—. Significa, regalo.


La brisa se trasladó de la feria un par de kilómetros hasta la zona de Bahía Mansa, haciendo tintinear el llamador que colgaba a la entrada de la cabaña donde Marta y Eluney seguían mirando las fotos.
De pronto el bosque se esfumó de la pantalla y, en su lugar, aparecieron Marta y Facundo con dos niños en sus brazos.
—¡Weñi! —Señaló Eluney— ¿Weñi, Marta?
—¿Mis hijos? No, no puedo tener niños, no weñi —Marta se tocó el vientre—. Mi pequeña ruca nunca estuvo habitada, Eluney.
El duende se acercó a Marta y le acarició el vientre, mientras pronunciaba unas palabras raras. Acaso palabras mapuches.
Un halo brillante envolvió a Eluney durante una francción de segundo —o tal vez más, ¿cómo saberlo?—. Luego la brisa dejó de soplar, el llamador calló su melodía y el halo desapareció.
—¡Marta! —Facundo entraba en la cabaña con el árbol tallado—. Mirá lo que compré.
—¡Ruca, ruca! —dijo Eluney.
—¡Es hermoso! —Marta se levantó y sostuvo el árbol—. ¿Salió caro?
—Una pichincha.
—¿Y el fertilizante?
—Acá lo tengo. —Levantó la bolsa—. Igual, no sirve de nada. Un viejo artesano mapuche me vendió el árbol y me contó una historia, una leyenda. —Miró al duende—. Pero viendo a Eluney, me parece que es muy cierta. Debemos llevarlo ya mismo al bosque de los arrayanes.
—Entonces démonos prisa —Marta apagó la cámara y la tele—. Me visto rápido y salimos. Vos andá y arrancá la lancha.
Facundo fue al muelle con Eluney en brazos, quitó la lona que cubría la lancha y la encendió.
Marta cerró la cabaña y corrió hacia el muelle.
En el viaje, Facundo le contó a Marta la leyenda de los duendes, mientras Eluney se tapaba los oídos por el ruido de la embarcación.
Cuando llegaron a la costa del bosque, se internaron en la frondosidad naranja.
Eran pocos los arrayanes que yacían carbonizados en el suelo, la mayoría permanecía de pie.
Eluney comenzó a gritar.
—¡Ruca, ruca! —Señaló hacia un árbol—. ¡Ruca Eluney!
—Corré, Eluney, corré. Ahí está tu ruca —Marta no podía más con las lágrimas.
El pequeño duende naranja corrió hacia el árbol. Pero se detuvo y regresó para despedirse.
—Mañumn, mañumnutun —Se abrazó a las piernas de Marta y Facundo. Y se fue.
Llegó al árbol y giró para saludar una vez más, con la mano.
Simplemente tocó el tronco, y una puerta mágica se abrió de la corteza.
Eluney se introdujo a su ruca, y la puerta mágica se desvaneció.


Marta y Facundo pasaron el resto de las vacaciones sin separarse del árbol tallado. Donde ellos estaban, el árbol los acompañaba.
Una noche vieron por el noticiero el arresto del hombre que incendió intencionalmente el bosque. El mismo que aparecía en la foto, ese al que Eluney confundió con Gargamel.
Ellos festejaron y brindaron.


Un año más tarde, Marta, Facundo y su pequeño hijo viajaron a La Angostura. Se hospedaron en la misma cabaña. También trajeron la lancha.
Sin siquiera abrir la cabaña, bajaron la lancha al lago y navegaron hacia el bosque de arrayanes.
Caminaron muy emocionados hasta el árbol de Eluney.
Facundo levantó a su hijo de apenas unos meses con las dos manos, lo mostró orgulloso sobre su cabeza.
—¡Eluney! —gritó en medio del bosque—. ¡Se llama, Eluney! ¡Porque es tu regalo, amigo! ¡Gracias, muchas gracias!
Marta lo abrazó, y juntos lloranron frente la “Ruca Eluney”.


Muy cerca de ahí, una caravana de excursionistas se detuvo al oír los gritos de Facundo. Y, al levantar las miradas, vieron que solamente un árbol se sacudía en el medio del bosque de arrayanes.

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