Facundo Santillán abrió la puerta de la cabaña,
tras oír unos golpecitos. No había nadie. Divisó a lo lejos la columna de humo que
venía del bosque y manchaba a la luna. Todavía seguirían ahí los bomberos y
voluntarios. Y al bajar la mirada se encontró con el diminuto hombrecito de
orejas puntiagudas.
No media más de cuarenta centímetros, tenía el
pelo chamuscado y todo el cuerpecito cubierto de cenizas.
El pequeño lo miró con sus ojos saltones. Seguro
que lo veía como a un gigante.
—Kellun, kelluntékun —dijo el hombrecito—. Y cayó
ahí mismo, en el umbral.
Facundo miró hacia los árboles que rodean la
cabaña, y después hacia el muelle del Nahuel Huapi, donde aún permanecía
amarrada la lancha que se había traído de tiro desde Buenos Aires. Una noche
serena, así que el incendio no era una amenaza para la cabaña.
Marta y él llevaban una semana en villa La Angostura, les quedaban
más de dos meses alquiler. Y la tarde anterior, los habían visitado las
autoridades. Dijeron que esa zona no corría peligro. El incendio está lejos de
acá, aclaró el guardabosque.
Facunado cargó en brazos al hombrecito y lo entró
a la cabaña. Lo recostó sobre un almohadón junto a la chimenea, y llamó:
—¡Marta! ¡Pronto, bajá al living!
Su esposa bajó haciendo sonar las chancletas en la
madera de la escalera.
—¿¡Qué pasó!?
—Mirá —Facundo señaló el almohadón y la miró. Marta
parecía no salir del asombro.
—Pero… —dijo ella—. Pero es ¿es? ¿Es un, un…
—...un duende —dijo Facundo—. Un duende que
llamó a la puerta y se cayó frito ahí nomás.
—¡Los duendes no existen, Facu!
—Por lo que estamos viendo, parece que sí.
—¿Y qué le pasó? ¿Está vivo?
—Se habrá desmayado. Debe haber caminando un
montón de kilómetros huyendo del incendio.
—Pobrecito —dijo Marta—. Es tan... chiquito.
Habrá sido toda una odisea, atravesar el bosque y llegar hasta nosotros. Hay
que ver si reacciona.
—Seguramente —dijo Facundo—. Se debe haber
desmayado, y quedó exhausto.
—Voy a buscar recipiente con agua y unas toallas
para limpiarlo —dijo Marta—. A ver si podemos reanimarlo.
Facundo se quedó mirando al duende, le llamaba
la atención sus orejas terminadas en puntas, la nariz, chiquita y perfecta, y
la simetría del cuerpo. No era como un enano, sino como un hombre normal
encogido.
—A ver, haceme lugar —dijo Marta, sosteniendo
una palangana con agua tibia y un par de toallas. Y se arrodilló junto a su
esposo.
Mojó un poco una de las toallas y comenzó a
limpiar al pequeño huésped.
—¡Tiene la piel de color naranja! —dijo
sorprendida.
—Limpialo bien, ahí veo unas manchas blancas.
La mujer repasaba con la toalla, pero las
manchitas blancas seguían.
—No sale —dijo ella frotando la piel una vez
más—. Es así, naranja con manchitas blancas.
—No puede ser —dijo Facundo rascándose la
barbilla. Acababa de descubrir algo.
—Que sí —contestó Marta—. Te digo que sí, que la
piel es así, manchada.
—Ya lo sé, no es eso lo que estoy pensando.
Esperá que voy a traer la cámara de fotos y te muestro.
Marta siguió lavando al duende.
—Acá está —Facundo volvió mirando las fotos que
había tomado el otro día en la excursión al bosque de arrayanes—. Fijate,
Marta. El duende tiene la piel igual que la corteza de los arrayanes —y le mostró
una foto.
—¡Es verdad! —dijo ella, y tocó la piel del
duende—. Parece como… de madera, pero blanda y tibia.
—¡Increíble! —Facundo también le tocó la piel—.
¿Será porque vive ahí, en el bosque, que tiene ese color? ¿Una especie de... de
duende camaleón?
Marta terminó de limpiar un bracito, y le
descubrió una herida.
—Está lastimado.
—Es cierto, pero... Mirá… ¿Sangra de color
blanco?
Marta la tocó, y probó el gusto en la punta de
la lengua:
—¡Es savia!
—Esto es algo asombroso —dijo Facundo,
totalmente fascinado con el duende.
—Aunque la piel parece de un color más pálido
que los arrayanes —dijo Marta—. ¡Mmm! Creo que es porque está enfermo.
Deberíamos curarle la herida.
—Voy por el botiquín que está en el auto.
Facundo fue hasta el garage y Marta se quedó
contemplando al duende. Con ternura, le acarició la cabeza. Igual que una
madre, la madre que siempre quiso ser y no pudo.
—Acá está —Facundo se arrodilló y abrió el
botiquín—. Le pongo un poco de cicatrizante y una curita.
—Yo se la coloco.
Facundo aplicó el cicatrizante y ella la curita.
El brazito del duende era tan finito que la curita
le dio toda una vuelta.
—Parece que está despertando —dijo Marta—. ¡Yo
sabía: está vivo!
El pequeño huésped abrió poco a poco los ojos.
Miró a Marta y le hizo una leve sonrisa. Luego, a Facundo con un gesto de
agradecimiento.
—Es hermoso —dijo Marta.
El duendecito fijó la vista en la palangana con
agua:
—Ko, koiko —dijo. La señaló, y encongió el
bracito. Seguro que le dolía.
—Tranquilo —dijo Marta, y miró a Facundo—. Creo
que quiere tomar agua.
Él corrió a la cocina en busca de un vaso con
agua fresca. Marta ayudó al pequeño a sentarse y le dio de beber.
Y entonces lo vieron meter sus piecitos en la
palangana. Enseguida comenzó a recuperar el color. El naranja de su piel se
hizo más intenso.
—¡Increíble! —dijo Facundo—. Hay que regarlo
como a un árbol.
—Mañumn, mañumnutun —oyeron.
—Creo que nos está dando las gracias —dijo
Marta.
—De nada —contestó Facundo haciendo una pequeña
reverencia—. Fue un placer.
—Mi nombre es Marta —dijo Marta tocándose el
pecho—. Marta.
—Yo, Facundo —dijo él repitiendo el ademán—. Yo,
Facundo. ¿Tú, ser?
—No hace falta que hables como Tarzán —Marta lo
miró—. Es un duende, no la mona chita.
—Marta —dijo el duende señalando a la mujer.
—Marta —dijo ella sonriente.
—Cundo —dijo señalándolo.
—Facundo —respondió el.
—Facundo.
—¿Y vos?
—Eluney —dijo el duende tocándose el pecho—.
Eluney.
—Eluney, es un nombre precioso —dijo Marta.
—Bienvenido, Eluney —agregó Facundo.
—Mañumn, mañumnutun —volvió a agradecer el
pequeño, y se durmió sobre el almohadón.
—Pobrecito —dijo Marta—. No da más, y nosotros
tampoco. Subamos a dormir, mañana conoceremos mejor a nuestro impensado
huésped.
—Vayamos —dijo Facundo—. Demasiadas emociones
para una sola noche.
Los despertaron unos ruidos que llegaban desde
el living. La voz de Eluney se escuchaba mezclada con otras voces desconocidas.
Facundo bajó las escaleras como un bombero, y
encuentró al pequeño duende con el control remoto en la mano, y a los gritos
frente al televisor.
—¡Kütral, kütral —le gritó a Facundo, señalando
el televisor.
El duende naranja no pudo haber tenido mejor
puntería con el control remoto: había sintonizado el noticiero local que cubría
el incendio en su bosque.
—Kütral, kütraltun ruca. —Tenía lágrimas en los
ojos y en las mejillas.
A Marta, parada en el primer peldaño de la escalera,
detrás de Facundo, también se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Tranquilo, Eluney —dijo Facundo agarrando el
control remoto para cambiar rápidamente de canal—. Ya pasó, lo que ves en la
tele es de ayer. No hay más fuego. Ya lo apagaron. —Se acercó a la ventana, y
corrió la cortina para mostrarle que ya no salía humo del bosque.
Eluney fue trepando por el sillón hasta quedar
parado sobre el respaldo. Y miró.
—Ruca —dijo señalando el bosque de arrayanes—.
Eluney, ruca.
—Cuando los bomberos terminen las tareas, te
llevaremos en mi lancha hasta tu ruca —dijo Facundo mientras le acariciaba la
pequeña espalda—. Es una promesa.
Marta seguía llorando al pie de la escalera.
La música de los pitufos comenzó a sonar.
Eluney pegó un salto y corrió hasta la tele. Se
quedó fascinado con esos duendes azules.
Los tres se sentaron a desayunar mirando los
dibujitos. Marta y Facundo tomaron café con leche y comieron medialunas. Eluney,
sentado en el almohadón, con los pies dentro de la palangana y un frasco de
mermelada de arándanos en las manos, no paraba de llevarse cucharadas a la boca.
El malvado de Gargamel apareció en la tele.
Eluney se puso de pie, y encrespado saltó de la
palangana.
—¡Kütral, kütraltun! —volvió a gritar señalando
al enemigo de los pitufos— ¡Kütral, kütraltun ruca! —Y señaló hacia la ventana,
hacia el bosque.
—No puede ser tanta coincidencia —dijo Facundo—.
Pero creo que nos quiere decir que Gargamel incendió el bosque de arrayanes.
—No creo que conozca a Gargamel.
—Bueno, pudo haber sido alguien parecido a
Gargamel.
—Ahora que lo decís, creo recordar a un hombre
así —dijo Marta—. Uno de los de la excursión del otro día al bosque. Es más,
creo que aparece en una de las fotos que sacamos.
En ese momento, Eluney se desmayó y cayó encima
de la palangana con agua.
—¡Eluney! —Marta corrió en su ayuda, lo sostuvo y
le introdujo los piecitos en la palangana—. Creo que tuvo una recaída, está
debil.
—Voy al pueblo por un médico —dijo Facundo.
—Es un duende, Facu —dijo ella—. ¿Qué le vas a
decir al médico, que tenemos un duende casi de madera desmayado en la cabaña?
Facundo se rascó la cabeza y se puso a caminar
como loco por el living. Con los pies en el agua, Eluney parecía volver a reaccionar.
—¡Ya sé! —dijo, finalmente—. Voy al vivero a
comprar un fertilizante.
—¡Qué gran idea! Apurate. Cruzando la feria de
los artesanos hay un vivero abierto todo el día.
Facundo sacó el auto y enfiló rápidamente hacia
el centro de la villa.
Marta se quedó cuidando de Eluney, que señaló la
ventana.
—Ruca —dijo con voz débil.
—Eluney, ¿querés que te muestre tu casa? —Marta
fue a buscar la cámara de fotos—. ¿Querés ver tu ruca?
Encendió la cámara y la conectó a la tele.
Enseguida comenzaron a desfilar por la pantalla las fotos que tomaron en la
excursión al bosque de arrayanes.
A Eluney le brillaban los ojitos al ver su
bosque naranja en la tele.
Marta fue pasando fotos hasta que Eluney empezó
a los gritos.
—¡Ruca, ruca Eluney! —se acercó al televisor y
señaló uno de los árboles.
—¿Esa es tu casa, Eluney? —Marta aumentó el
tamaño de la foto—. ¿Es tu ruca?
—Ruca, Eluney —dijo el duende acariciando el
árbol en la pantalla.
Marta siguió pasando las fotos hasta que llegó a
una en donde estaba un hombre parecido a Gargamel. Se dio cuenta de que ese se alejaba del grupo.
—¡Kutral! —gritó Eluney, señalando enojado al
hombre de la foto—. ¡Kütral, kütraltun ruca!
—¿Es el hombre que inició el fuego? —preguntó
Marta—. ¿Él incendió tu ruca?
Eluney asintió.
—Te prometo que con Facundo haremos la denuncia —dijo
Marta.
Eluney la miró como entendiendo a medias.
Facundo agarró la avenida Arrayanes como si
fuera un formula uno en la recta final de una carrera.
Dejó el auto mal estacionado a la entrada de la
feria y cruzó como una flecha entre los puestos de artesanos, para clavarse frente
al mostrador.
El hombre
se ajustó los lentes para mirarlo mejor.
—¡Necesito un fertilizante, urgente! —dijo él.
—Buenos días —el hombre acomodó la lapicera en
el bolsillo de su guardapolvo, como si fuera un médico.
—Perdón, buenos días —se disculpó Facundo—. Es
que estoy algo apurado, dejé el auto mal estacionado. ¿Tiene algún fertilizante
de acción rápida?
—¿Qué tipo de fertilizante busca, señor?
—No sé, en pastillas, jarabe —dijo Facundo. Y el
hombre del otro lado del mostrador frunció el ceño—. Una inyección.
—Señor, esto es un vivero. La farmacia está a la
vuelta de la esquina.
—Uy, perdone, es que no entiendo mucho de estas
cosas. Deme el fertilizante que tenga, cualquiera.
—Cualquiera no —dijo el hombre—. ¿De qué tipo de
especie vegetal estamos hablando?
—Bueno, esteee, digamooos, es... es un...
—¿Una planta, un arbusto, un árbol?
—¡Eso! Es como un árbol.
—¿Un ombú?
—¡Nooo! Es así —dijo Facundo, delineando el
tamaño con ambas manos—. No llega a los cuarenta centímetros.
—Ah, es un bonsai.
—No, tampoco. Mire, es un due... ¿qué es un bonsai?
—Es como un árbol —le informó el vendedor—, pero
chiquito, enano.
—¡Ah! Sí, sí —dijo Facundo, aliviado—. Es un
bonsai.
—Bien, en ese caso, le recomiendo el máximum total. Que además de fertiliz...
—Mire, doc. Démelo ya que tengo el auto en
infracción.
El hombre colocó el fertilizante en una bolsa y
le cobró cincuenta pesos.
—Lea las instrucciones —oyó Facundo mientras cerraba
la puerta del negocio.
Facundo caminaba rumbo al auto leyendo las instrucciones
del fertilizante, cuando una suave brisa atravesó la feria, y los llamadores de
ángeles colgados por los puestos sonaron con una particular melodía.
Él levantó la vista y —sin saber por qué— se
quedó mirando fijo uno de los puestos. Artesano
mapuche, rezaba el cartel.
Un viejo mapuche tallaba un duende en madera.
Había decenas de duendes en el puesto, pero Facundo se acercó por uno en
particular. Era un duende tallado dentro de un árbol. Tenía como una puerta que
se habría en la corteza del tronco, y adentro estaba el duende sentado.
—¡Hola! ¿Qué tal? —dijo Facundo—. Me gusta el
duende del árbol.
—Es un trabajo especial.
—¿Por qué está adentro del árbol?
—Hay una antigua leyenda mapuche —empezó a
contar el artesano—. Dice que en cada árbol del bosque habita un duende. Y
cuando un árbol muere, su duende muere con él. Hay duendes que viven más de mil
años, ¿sabe? ¡Pero, cuidado! El árbol y el duende están conectados de manera
vital entre sí. La vida de uno depende de la del otro. Si un duende se aleja
por mucho tiempo de su árbol (ruca, le dicen ellos), ambos comienzan a
debilitarse y pueden llegar a morir.
—No le crea al viejo, siempre anda con cuentos
—dijo el puestero de al lado.
Facundo ni le contestó.
Cuando el viejo mapuche terminó de contar la
historia, la brisa cesó. Y todos los llamadores de la feria dejaron de tocar su
música.
Facundo se quedó mirando al pequeño duende del
árbol.
—¡Me lo llevo!
—Bien —dijo el mapuche con una sonrisa de oreja
a oreja—. Son 500 pesos.
—¿El duende habla? —Facundo miró al artesano,
que ahora se puso serio.
—Ya le dije, es un trabajo muy especial. Me
llevó varios meses tallar esa madera.
—No cuento con tanto efectivo encima.
—Acepto todas las tarjeras.
—¿Seguro que usted es mapuche?
—Como usted es porteño.
—400 —ofertó Facundo.
—¡480!
—430 —dijo Facundo agarrando el árbol con el
duende adentro.
—¡470! —dijo el mapuche quitándoselo.
Facundo frunció el ceño.
—450, es mi última oferta.
—¡Es suyo! —dijo el viejo, y se lo devolvió.
Facundo no podía ocultar la alegría.
—¿Quiere que le talle un nombre?
—Ah, sí —dijo él mirando al duende—. ¡Qué bueno!
Me gusta Eluney. Lo escuché por ahí.
—Hermoso nombre. ¿Sabe qué significa?
—Ni idea, soy porteño.
—Regalo —dijo el mapuche, empezando a tallar—.
Significa, regalo.
La brisa se trasladó de la feria un par de
kilómetros hasta la zona de Bahía Mansa, haciendo tintinear el llamador que colgaba
a la entrada de la cabaña donde Marta y Eluney seguían mirando las fotos.
De pronto el bosque se esfumó de la pantalla y,
en su lugar, aparecieron Marta y Facundo con dos niños en sus brazos.
—¡Weñi! —Señaló Eluney— ¿Weñi, Marta?
—¿Mis hijos? No, no puedo tener niños, no weñi
—Marta se tocó el vientre—. Mi pequeña ruca nunca estuvo habitada, Eluney.
El duende se acercó a Marta y le acarició el
vientre, mientras pronunciaba unas palabras raras. Acaso palabras mapuches.
Un halo brillante envolvió a Eluney durante una
francción de segundo —o tal vez más, ¿cómo saberlo?—. Luego la brisa dejó de
soplar, el llamador calló su melodía y el halo desapareció.
—¡Marta! —Facundo entraba en la cabaña con el
árbol tallado—. Mirá lo que compré.
—¡Ruca, ruca! —dijo Eluney.
—¡Es hermoso! —Marta se levantó y sostuvo el
árbol—. ¿Salió caro?
—Una pichincha.
—¿Y el fertilizante?
—Acá lo tengo. —Levantó la bolsa—. Igual, no
sirve de nada. Un viejo artesano mapuche me vendió el árbol y me contó una
historia, una leyenda. —Miró al duende—. Pero viendo a Eluney, me parece que es
muy cierta. Debemos llevarlo ya mismo al bosque de los arrayanes.
—Entonces démonos prisa —Marta apagó la cámara y
la tele—. Me visto rápido y salimos. Vos andá y arrancá la lancha.
Facundo fue al muelle con Eluney en brazos,
quitó la lona que cubría la lancha y la encendió.
Marta cerró la cabaña y corrió hacia el muelle.
En el viaje, Facundo le contó a Marta la leyenda
de los duendes, mientras Eluney se tapaba los oídos por el ruido de la
embarcación.
Cuando llegaron a la costa del bosque, se
internaron en la frondosidad naranja.
Eran pocos los arrayanes que yacían carbonizados
en el suelo, la mayoría permanecía de pie.
Eluney comenzó a gritar.
—¡Ruca, ruca! —Señaló hacia un árbol—. ¡Ruca
Eluney!
—Corré, Eluney, corré. Ahí está tu ruca —Marta
no podía más con las lágrimas.
El pequeño duende naranja corrió hacia el árbol.
Pero se detuvo y regresó para despedirse.
—Mañumn, mañumnutun —Se abrazó a las piernas de
Marta y Facundo. Y se fue.
Llegó al árbol y giró para saludar una vez más,
con la mano.
Simplemente tocó el tronco, y una puerta mágica
se abrió de la corteza.
Eluney se introdujo a su ruca, y la puerta
mágica se desvaneció.
Marta y Facundo pasaron el resto de las
vacaciones sin separarse del árbol tallado. Donde ellos estaban, el árbol los
acompañaba.
Una noche vieron por el noticiero el arresto del
hombre que incendió intencionalmente el bosque. El mismo que aparecía en la
foto, ese al que Eluney confundió con Gargamel.
Ellos festejaron y brindaron.
Un año más tarde, Marta, Facundo y su pequeño
hijo viajaron a La
Angostura. Se hospedaron en la misma cabaña. También trajeron
la lancha.
Sin siquiera abrir la cabaña, bajaron la lancha
al lago y navegaron hacia el bosque de arrayanes.
Caminaron muy emocionados hasta el árbol de
Eluney.
Facundo levantó a su hijo de apenas unos meses con
las dos manos, lo mostró orgulloso sobre su cabeza.
—¡Eluney! —gritó en medio del bosque—. ¡Se
llama, Eluney! ¡Porque es tu regalo, amigo! ¡Gracias, muchas gracias!
Marta lo abrazó, y juntos lloranron frente la
“Ruca Eluney”.
Muy cerca de ahí, una caravana de excursionistas
se detuvo al oír los gritos de Facundo. Y, al levantar las miradas, vieron que
solamente un árbol se sacudía en el medio del bosque de arrayanes.
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