miércoles, 19 de noviembre de 2014

Rastro de mujer




Era tan sólo una mujer con un espejo. O al menos eso creía ella.
Se había recluido en una raída cabaña en el bosque de Villa Pehuenia. A través de las ventanas veía la cordillera de Los Andes. Un hermoso lugar de veraneo.
Lo encontró en el ático. Cuando quitó la sabana que lo protegía del polvo y del paso del tiempo, descubrió al antiguo espejo de pie, majestuoso, con un bello marco de madera tallada.
Ella, la mujer, admiró su reflejo: se vio hermosa y más joven. Se palpó la cara, el cuerpo, el cabello rojo, suave y brilloso ahora.
Estiró la mano. Las yemas se hundieron en el azogue. Experimentó la calidez de la textura, como si fuera agua. Pero no la mojó, sí la asustó.
Al retirarse notó que el tallado del marco eran símbolos, palabras raras.
Intentó leerlas. Imposible.
Y al tocar el marco, hizo girar el espejo, apenas. ¿Había algo ahí, del otro lado? Lo empujó: atrás también reflejaba su imagen, pero de espaldas.
¡No podía ser!
Levantó un brazo, y el mismo brazo se levantó al unísono en el espejo, siempre de espaldas. Hizo lo mismo con el otro brazo, igual resultado.
Entonces se tocó el pecho, que no era el pecho. ¿Era… era espalda?
Palpó su cabeza: toda nuca, todo pelo; cabellera roja y abundante de ambos lados.
Tiró del pelo para descubrir su cara que debía de estar debajo de esa maraña sangrienta. Pero, nada. No había rostro, ni adelante ni atrás. Se había convertido en una doble parte de atrás de ella misma. Doble espalda.
Aunque no Tenía ojos, igual podía verse reflejada.
Con desesperación, le dio un golpe al espejo.
Y comprobó que giraba hacia los polos y también hacia los lados.
Entonces, vio su espalda con los pies arriba, primero; a los costados de su cabeza, después.
Pateó el espejo, que emprendió un giro veloz, igual que un simulador de entrenamiento para astronautas. Iba de un lado a otro y de arriba hacia abajo, alocadamente.
Y ella, en el espejo, cambiaba de forma: en un momento era toda espaldas y talones, en otro eran veinte dedos con dos cabezas. Hasta que solo quedó el torso con dos pies arriba y dos pies abajo.


Pasadas las horas, el espejo seguía girando.
El ático ya no tenía piso ni ventanas, sino dos techos enfrentados. Y de ella solo quedaban dos pies arriba y dos pies abajo. Pero pronto sería una ínfima bola de carne.
Cuando el espejo al fin se detuviera, ni rastros quedarían de la mujer.

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