viernes, 21 de noviembre de 2014

La nave



Ya desde la esquina, vi que en la casa de mis viejos estaban sacando de raíz el último paraíso.
—¿Preparo unos mates, Huguito? —me dijo mamá desde la vereda.
Y, cuando ella se fue para la cocina, me acordé de aquel otro paraíso, ese que se cayó durante una noche de tormenta.
El día anterior habíamos llegado de pasar las fiestas con los abuelos. Una hermosa navidad en la casa de los papás de mamá, en Pellegrini; y un maravilloso año nuevo en la casa de los  abuelos paternos, en Caruhe. Con mis hermanos queríamos pasar el día de reyes en casa, por eso nos volvimos tan pronto.
Martín y yo jugamos todo el viaje de regreso a Buenos Aires a inventar historias. Mamá le cebaba mates a papá, y Mony y Naty nos escuchaban mudas como nunca. Ahí me di cuenta de que a ellas también les gustaban las historias del espacio.
Durante el viaje en automóvil, escuchamos por la radio el alerta meteorológico de una gran tormenta que se estaba gestando en Buenos Aires.
Llegamos entrada la noche, justo antes de que se desatara la gran tormenta.
—¡Rayos y centellas iluminan la noche! —sentenció Martín.
—Mejor apúrense a bajar las valijas —dijo mamá—, que se van a empapar.
Corrimos hacia la casa, entre medio de los relámpagos. Era tan tarde, que dejamos los "bagayos" en la cocina, y nos fuimos todos a dormir.
El cielo rugía como un león hambriento en la noche. Mis hermanos y yo, nos escondimos bajo las sábanas, como si fuéramos sus presas.
Así nos dormimos. Y, no sé cómo, pero amanecimos todos juntos en la cama de los viejos.
Martín y yo, nos levantamos y fuimos para la cocina. Mamá preparaba el desayuno, y nos contó que se había caído un árbol en la pileta.
Corrimos al fondo, había que verlo.
El árbol era tan grande, que sus ramas desbordaban, se extendían a los costados de la pileta y hacia arriba un par de metros.
—¡Será posible! —dijo mamá—. El señor Ramírez va tener mucho trabajo para sacar semejante árbol.
Y yo me lo imaginé a don Ramírez, ese viejo que andaba con su bicicleta tirando un carrito lleno de herramientas, luchando para sacar ese gigante del fondo de la pile.
Al parecer, un rayo había dado de lleno en la base, y la punta del tronco quedó apuntando al cielo.
Con Martín nos miramos, y enseguida sincronizamos nuestras mentes. Los dos lo supimos: donde mamá veía un problema, nosotros descubrimos el entretenimiento del verano.
Ahí estaba, majestuosa, mirando hacia las estrellas, “nuestra nave intergaláctica”, el mejor regalo de Reyes.
Convencimos a mamá de que postergase lo de don Ramírez un par de semanas. Teníamos una misión espacial muy importante que cumplir.
Enseguida nos pusimos manos a la obra. Con Martín y las chicas trabajamos en el “proyecto Andrómeda”. Fuimos al galpón y trajimos todas las herramientas de papá, que nos gritó desde la ventana.
—Me las cuidan, eh.
Serrucho en mano, hice unos cortes por aquí y otros por allá. Martín consiguió en el galpón un par de banquetas viejas, y armó las butacas de “la cabina de mando”. También armó los asientos de la tripulación, que serían Mony y Naty.
Y nos pasamos meta clavos y martillo toda la mañana.
Iba quedando de maravillas. Y, si mamá no nos hubiera dicho que si no vienen a comer antes de que se enfríe el memorable guiso intergaláctico, se termina la nave y la misión y todo, ni hubiéramos parado en todo el día.
La tarde se pasó volando, y la noche se venía encima. Ya se podían ver las primeras estrellas. Pero había algo que le faltaba a la nave para que fuera especial: eso que la haría única. No sabíamos qué.
Y mamá volvió a gritarnos desde la cocina.
—¡Chicos, no se olviden que hoy tienen que desarmar y guardar el árbol de navidad!
Con mis hermanos nos miramos y, en un par de minutos, ya estábamos los cuatro con todas las luces navideñas y demás adornos decorando la Gran Nave. Ahora sí, bien entrada la noche, todo había quedado listo para el soñado viaje a las estrellas. Aunque nos dimos cuenta de que faltaba algo muy importante... ¡Faltaba el nombre de nuestra Nave Interestelar!
Mi hermano, fanático de Viaje a las estrellas, pegó un grito:
—¡La Enterprise!
—¡Vos siempre con esa navecita! —dije. Yo, como fanático de la gran serie Galáctica, me inclinaba por su nombre—: ¡Galáctica! Pongámosle un nombre de verdad.
No nos poníamos de acuerdo.
Las nenas tiraban cualquier nombre.
—Penélope —dijo Naty—. A mí me gusta más ese, que es de pilota.
—¿Qué decís? —dijo Martín, que siempre la peleaba.
—¿No viste Los autos locos?
—Ay, vos siempre con pavadas… —dije.
Y Martín completó:
—Esto no es una carrera de autos, nena. Esto es un viaje espacial. ¿Entendés?
—¡Mamá! Los chicos me pelean.
La dejamos que protestara un rato. Y fuimos a la biblioteca.
Buscamos en los libros de Asimov, Ray Bradbury, Dick, uno de Wells.
Naty se apareció, con la cara recién lavada y una sonrisa de oreja a oreja.
No encontrábamos un nombre que nos convenciera a los cuatro.
Revisamos hasta en las historietas, en los álbumes Fantasía y El Tony, cuidando esas revistas que eran de  papá.
Nada nos convenció.
Mamá abrió la puerta:
—Acá traje provisiones para el viaje. Miren qué rico: unos pebetes de salame y queso, y una botella grande de Coca Cola. ¡Qué linda quedó la nave!
Con mi hermano cruzamos miradas una vez más...
“La Nave”.
Nada de nombres rusos o yanquis. La bautizamos con el espectacular y original nombre de: “La Nave”.
A las 22 era el horario de despegue. Las chicas se apuraron a pintar un cartel con el nombre de nuestra nave. Y lo colgaron en la parte delantera. Atrás, una bandera Argentina —del mundial 78, con el dibujo del gauchito y todo— que encontramos en el galpón, nos identificaba.
Nos vestimos para la ocasión: yo, con mi remera de Flash  Gordon y las antiparras de papá; Martín con el traje de Linterna Verde; Naty se puso una remera de La guerra de las galaxias, y Mony, el disfraz de La mujer maravilla, que le trajo Papa Noel.
A las 22 en punto, yo, como comandante de la nave, di la orden de encender los motores.
Martín se había mandado un tablero de mandos de película —la envidia de Steven Spielberg—, con los botones que tomó prestados del costurero de mamá.
Y… el conteo regresivo:
—Diez, nueve…, cuatro, tres…, cero.
Y Martín oprimió el botón rojo.
Los motores —dos ventiladores de pie que había en la casa, mejor dicho— se encendieron. Todos los adornos navideños se agitaron. Las largas y brillantes tiras de colores flamearon.
Daba la sensación de que “La Nave” se movía de verdad.
¡Estábamos volando hacia las estrellas! Hacia la gran aventura espacial soñada.
Nos rodeaba un cielo limpio y tranquilo. Ni rastro de la tormenta de la noche anterior.
Iluminados por miles y miles de estrellas, que titilaban en la inmensidad del cosmos —como si nos estuvieran llamando, como si de otros mundos nos dijeran, ¡Vengan, vengan aquí, los estamos esperando!— nos dejamos llevar.
—¡Algunas estrellas son regrandes! —dijo Naty.
Y era verdad: brillaban con una intensidad que… que parecían tener voz propia. Una voz tan potente que aturdía en los oídos. En cambio otras, eran pequeñas, apenas se podían ver —igual que la cabeza de un alfiler— casi sin brillo. Y sus voces llegaban débiles, como un suspiro, como un lamento lejano que atravesaba el universo, suavemente hasta nuestros oídos.
—¡Teniente —le dije a Martín—, dirija “La Nave” hacia el cuarto quásar del sector nueve en la nebulosa de Andrómeda!
—¡Guauuu! ¿Donde leíste eso?
—Lo acabo de inventar, pero suena lindo, ¿no?
Había sido un despegue perfecto, sin dificultades. Aquel maravilloso momento, quedaría inmortalizado en una foto —que pasados los años, se puede ver en uno de los estantes de la biblioteca de la casa— que mamá nos tomó con la flamante Polaroid.
A pocos minutos del viaje, se nos presentó la primera dificultad en el espacio exterior: una lluvia de meteoritos.
Se trataba de una lluvia, sí, pero no de meteoritos. Los chicos de al lado, terreno baldío de por medio, nos arrojaban pierdas.
—La lluvia de meteoritos —dijo Mony— es cada vez más intensa.
Di la orden de colocar el “escudo magnético de gravedad”.
Martín agarró el “escudo”, ese cubre techo de la carpa que usábamos cuando íbamos de pesca con papá.
Pero la lluvia de meteoritos no cesaba, y nuestro escudo de gravedad comenzó a debilitarse.
—Nos están dejando el escudo como un colador —dijo Mony.
Fue entonces cuando Martín hizo una observación:
—¡Comandante! No son meteoritos: nos están atacando criaturas no identificadas del espacio exterior. Solicito permiso para el contraataque.
—¡Permiso concedido, almirante! Que el resto de la tripulación busque las armas.
Mis hermanas trajeron una bolsa que contenía el arma de mano más sofisticada de aquellos tiempos: el rulero. Arma temida en toda la galaxia y barrios aledaños, una maravilla de la tecnología casera, que consistía de dos partes: un rulero, de los que se usan en la peluquería, y un globo de cumpleaños, que se colocaba por uno de los extremos hasta la mitad del rulero —cuanto más grande el rulero mejor, nosotros usábamos uno de toca.
Mony introdujo una bolita de paraíso —en “La Nave” colgaban racimos en todas las ramas— por el extremo abierto del arma. Sostuvo el rulero con una mano y, con la otra, estiró del globo sosteniendo la bolita. Apuntó.
Yo cerré los ojos antes de que la bolita de paraíso saliera disparada como una bala. ¡Mamita!, me dije, recordando viejos moretones de otras batallas.
Todos, rulero en mano, disparamos contra el enemigo.
Una lluvia de bolitas cruzó el terreno baldío.
Y… ¡un quejido!
¡Habíamos hecho impacto en uno de los alienígenas!
El silencio se apoderó de la noche, nada se veía del otro lado, solo cientos de luciérnagas que competían con las estrellas, titilando en el baldío.
Un silbido atravesó el tranquilo y veraniego cielo.
Y una enorme bombita de agua de carnaval se estrelló en la rubia cabeza de Naty. Y otra, y otra. Una lluvia de bombitas cayó sobre nosotros.
—¡Traigan la artillería pesada! —grité enojado. Me habían empapado hasta la medula.
Mis hermanos corrieron fuera de “La Nave”, hasta el depósito de armas. Volvieron con una caja llena de fuegos artificiales, que nos habían sobrado de fin de año y papá lo había traído en el auto: bengalas, petardos, metralletas. Cosas que hacen demasiado ruido, y mucho, pero mucho humo.
Tiramos a diestra y siniestra todo lo que contenía la caja. Algunos misiles cruzaban el baldío y alcanzaban la nave enemiga —lo de los chicos de al lado—.  Otros, explotaron en el baldío mismo.
Fue tanto el alboroto que armamos, que los vecinos de la cuadra salieron de sus casas para ver a qué venía tanto escándalo.
Las bengalas cubrieron el espacio exterior con un espeso humo de colores. No se veía más allá de un par de metros. La lluvia de bombitas había cesado y, poco a poco, el humo se fue disipando.


Una luz  de color azul y alargada avanzaba zigzagueando desde el baldío hacia nosotros. El humo de los fuegos artificiales descendió, y quedó flotando medio metro sobre el pasto, mezclado con la niebla nocturna.
Entonces pudimos ver la temible y aterradora figura de Darth Vader. O, mejor dicho, la figura de un “mini-Darth Vader” —el pibe no tendría más de diez años— con casco, capa negra hasta el piso y botas, el traje completo.
Ahí estaba, firme como un soldado intergaláctico, empuñando de forma desafiante su sable láser azul.
Me recordó el día que fuimos al estreno de la película. Ahí supe realmente lo que era el miedo. Un miedo paralizante. Un miedo que fue creciendo al oír la respiración de ese personaje, del que jamás olvidé el nombre: Darth Vader. Peor fue escuchar su voz. Me hubiera escondido debajo de la butaca, pero no me perdí detalle.
—¡Rajemos, señor! —gritó Martín—. La fuerza nos invade.
—¡No sea maricón, teniente! Demos pelea al enemigo, como buenos patriotas que somos.
No terminé de decir eso, cuando Mony salió disparada como una flecha azul y roja. La Mujer Maravilla se trenzó en una lucha cuerpo a cuerpo con el invasor de la galaxia vecina.
Lucha digna de ver, por cierto: saltaron chispas de lo lindo, meta sable de luz láser y látigo mágico.
Al parecer, a Darth Vader la fuerza no lo estaba acompañando: la Mujer Maravilla lo tenía en el suelo a pura patadas y latigazos.
Cuidado, pensé. No te metas con la nena.
Los demás alienígenas acudieron a los desesperados gritos de auxilio del pequeño guerrero galáctico.
Nosotros hicimos lo propio con nuestra hermana que, a decir verdad, ella se las podía arreglar solita contra los enemigos.
Al final, más que defender a mi hermana, me apiadé del pobre Darth Vader, que la estaba pasando realmente mal. Separé a la Mujer Maravilla del cuello alienígeno.
Fue en ese preciso momento cuando ella apareció.
Noté que Martín quedaba petrificado y, por unos segundos, la expansión del universo se detuvo.
Y se detuvo también la batalla.
Es —dijo después Martín— la criatura intergaláctica más bella que mis ojos hayan visto jamás.
Y seguro que era así, porque todos nos dimos vuelta para verla. Se acercaba como flotando entre el humo de colores y la niebla.
— ¡Hola! —le dijo a Martín con voz suave y celestial—. Me llamo Laura.
Yo, en un costado de la escena, me sentía Harrison Ford, mirando a Luke Skywalker y a la princesa Leia.
Tras las presentaciones, Laura nos pidió disculpas por el comportamiento de sus hermanos. Nos contó que estuvieron observando todo el día la construcción de “La Nave”. Y dijo que ellos querían participar de la exploración de lejanas galaxias.
Ellos también inventavan juegos. Oí que Laura le decía a Martín:
 —Me gusta escribir historias. Algún día haré algo con eso.
Nos contamos aventuras y hazañas. Fuimos entrando en confianza. Hasta que los invitamos a formar parte de la misión intergaláctica.
Tuvimos que improvisar asientos, con un par de tablas clavadas en “La Nave”. Para ese entonces, la Mujer Maravilla y Darth Vader eran grandes amigos, se paseaban abrazados por el patio.
Durante aquel verano, los astronautas viajamos en cientos de aventuras increíbles y emocionantes, por todos los confines del universo.
Martín y Laura, inseparables, se sentaban juntos en la parte de atrás.
Y yo conseguí un nuevo teniente. Ahora sí que me sentía Harrison Ford: a mi lado tenía al peludo del hermano de Laura. ¡Igualito a Chewbacca!
“La Nave” nos llevó bien lejos. Descubrimos y conocimos nuevos mundos. Uno de ellos muy especial: el de la amistad, que estaba muy cerquita nuestro, allí nomás… cruzando el terreno baldío.

¡Que la fuerza los acompañe!
 





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