Ya desde la esquina, vi que en la casa de mis viejos estaban sacando de
raíz el último paraíso.
—¿Preparo unos mates, Huguito? —me dijo mamá desde la vereda.
Y, cuando ella se fue para la cocina, me acordé de aquel otro paraíso,
ese que se cayó durante una noche de tormenta.
El día anterior habíamos llegado de pasar las fiestas con los abuelos.
Una hermosa navidad en la casa de los papás de mamá, en Pellegrini; y un
maravilloso año nuevo en la casa de los
abuelos paternos, en Caruhe. Con mis hermanos queríamos pasar el día de
reyes en casa, por eso nos volvimos tan pronto.
Martín y yo jugamos todo el viaje de regreso a Buenos Aires a inventar
historias. Mamá le cebaba mates a papá, y Mony y Naty nos escuchaban mudas como
nunca. Ahí me di cuenta de que a ellas también les gustaban las historias del
espacio.
Durante el viaje en automóvil, escuchamos por la radio el alerta
meteorológico de una gran tormenta que se estaba gestando en Buenos Aires.
Llegamos entrada la noche, justo antes de que se desatara la gran
tormenta.
—¡Rayos y centellas iluminan la noche! —sentenció Martín.
—Mejor apúrense a bajar las valijas —dijo mamá—, que se van a empapar.
Corrimos hacia la casa, entre medio de los relámpagos. Era tan tarde,
que dejamos los "bagayos" en la cocina, y nos fuimos todos a dormir.
El cielo rugía como un león hambriento en la noche. Mis hermanos y yo,
nos escondimos bajo las sábanas, como si fuéramos sus presas.
Así nos dormimos. Y, no sé cómo, pero amanecimos todos juntos en la cama
de los viejos.
Martín y yo, nos levantamos y fuimos para la cocina. Mamá preparaba el
desayuno, y nos contó que se había caído un árbol en la pileta.
Corrimos al fondo, había que verlo.
El árbol era tan grande, que sus ramas desbordaban, se extendían a los
costados de la pileta y hacia arriba un par de metros.
—¡Será posible! —dijo mamá—. El señor Ramírez va tener mucho trabajo
para sacar semejante árbol.
Y yo me lo imaginé a don Ramírez, ese viejo que andaba con su bicicleta
tirando un carrito lleno de herramientas, luchando para sacar ese gigante del
fondo de la pile.
Al parecer, un rayo había dado de lleno en la base, y la punta del
tronco quedó apuntando al cielo.
Con Martín nos miramos, y enseguida sincronizamos nuestras mentes. Los
dos lo supimos: donde mamá veía un problema, nosotros descubrimos el
entretenimiento del verano.
Ahí estaba, majestuosa, mirando hacia las estrellas, “nuestra nave
intergaláctica”, el mejor regalo de Reyes.
Convencimos a mamá de que postergase lo de don Ramírez un par de
semanas. Teníamos una misión espacial muy importante que cumplir.
Enseguida nos pusimos manos a la obra. Con Martín y las chicas
trabajamos en el “proyecto Andrómeda”. Fuimos al galpón y trajimos todas las
herramientas de papá, que nos gritó desde la ventana.
—Me las cuidan, eh.
Serrucho en mano, hice unos cortes por aquí y otros por allá. Martín
consiguió en el galpón un par de banquetas viejas, y armó las butacas de “la
cabina de mando”. También armó los asientos de la tripulación, que serían Mony
y Naty.
Y nos pasamos meta clavos y martillo toda la mañana.
Iba quedando de maravillas. Y, si mamá no nos hubiera dicho que si no
vienen a comer antes de que se enfríe el memorable guiso intergaláctico, se
termina la nave y la misión y todo, ni hubiéramos parado en todo el día.
La tarde se pasó volando, y la noche se venía encima. Ya se podían ver
las primeras estrellas. Pero había algo que le faltaba a la nave para que fuera
especial: eso que la haría única. No sabíamos qué.
Y mamá volvió a gritarnos desde la cocina.
—¡Chicos, no se olviden que hoy tienen que desarmar y guardar el árbol
de navidad!
Con mis hermanos nos miramos y, en un par de minutos, ya estábamos los
cuatro con todas las luces navideñas y demás adornos decorando la Gran Nave. Ahora sí,
bien entrada la noche, todo había quedado listo para el soñado viaje a las
estrellas. Aunque nos dimos cuenta de que faltaba algo muy importante...
¡Faltaba el nombre de nuestra Nave Interestelar!
Mi hermano, fanático de Viaje a las estrellas, pegó un grito:
—¡La Enterprise!
—¡Vos siempre con esa navecita! —dije. Yo, como fanático de la gran
serie Galáctica, me inclinaba por su nombre—: ¡Galáctica! Pongámosle un nombre
de verdad.
No nos poníamos de acuerdo.
Las nenas tiraban cualquier nombre.
—Penélope —dijo Naty—. A mí me gusta más ese, que es de pilota.
—¿Qué decís? —dijo Martín, que siempre la peleaba.
—¿No viste Los autos locos?
—Ay, vos siempre con pavadas… —dije.
Y Martín completó:
—Esto no es una carrera de autos, nena. Esto es un viaje espacial. ¿Entendés?
—¡Mamá! Los chicos me pelean.
La dejamos que protestara un rato. Y fuimos a la biblioteca.
Buscamos en los libros de Asimov, Ray Bradbury, Dick, uno de Wells.
Naty se apareció, con la cara recién lavada y una sonrisa de oreja a
oreja.
No encontrábamos un nombre que nos convenciera a los cuatro.
Revisamos hasta en las historietas, en los álbumes Fantasía y El Tony,
cuidando esas revistas que eran de papá.
Nada nos convenció.
Mamá abrió la puerta:
—Acá traje provisiones para el viaje. Miren qué rico: unos pebetes de
salame y queso, y una botella grande de Coca Cola. ¡Qué linda quedó la nave!
Con mi hermano cruzamos miradas una vez más...
“La Nave”.
Nada de nombres rusos o yanquis. La bautizamos con el espectacular y
original nombre de: “La Nave”.
A las 22 era el horario de despegue. Las chicas se apuraron a pintar un
cartel con el nombre de nuestra nave. Y lo colgaron en la parte delantera.
Atrás, una bandera Argentina —del mundial 78, con el dibujo del gauchito y
todo— que encontramos en el galpón, nos identificaba.
Nos vestimos para la ocasión: yo, con mi remera de Flash Gordon y las antiparras de papá; Martín con
el traje de Linterna Verde; Naty se puso una remera de La guerra de las
galaxias, y Mony, el disfraz de La mujer maravilla, que le trajo Papa Noel.
A las 22 en punto, yo, como comandante de la nave, di la orden de
encender los motores.
Martín se había mandado un tablero de mandos de película —la envidia de
Steven Spielberg—, con los botones que tomó prestados del costurero de mamá.
Y… el conteo regresivo:
—Diez, nueve…, cuatro, tres…, cero.
Y Martín oprimió el botón rojo.
Los motores —dos ventiladores de pie que había en la casa, mejor dicho—
se encendieron. Todos los adornos navideños se agitaron. Las largas y
brillantes tiras de colores flamearon.
Daba la sensación de que “La
Nave” se movía de verdad.
¡Estábamos volando hacia las estrellas! Hacia la gran aventura espacial
soñada.
Nos rodeaba un cielo limpio y tranquilo. Ni rastro de la tormenta de la
noche anterior.
Iluminados por miles y miles de estrellas, que titilaban en la
inmensidad del cosmos —como si nos estuvieran llamando, como si de otros mundos
nos dijeran, ¡Vengan, vengan aquí, los estamos esperando!— nos dejamos llevar.
—¡Algunas estrellas son regrandes! —dijo Naty.
Y era verdad: brillaban con una intensidad que… que parecían tener voz
propia. Una voz tan potente que aturdía en los oídos. En cambio otras, eran
pequeñas, apenas se podían ver —igual que la cabeza de un alfiler— casi sin
brillo. Y sus voces llegaban débiles, como un suspiro, como un lamento lejano
que atravesaba el universo, suavemente hasta nuestros oídos.
—¡Teniente —le dije a Martín—, dirija “La Nave” hacia el cuarto quásar
del sector nueve en la nebulosa de Andrómeda!
—¡Guauuu! ¿Donde leíste eso?
—Lo acabo de inventar, pero suena lindo, ¿no?
Había sido un despegue perfecto, sin dificultades. Aquel maravilloso
momento, quedaría inmortalizado en una foto —que pasados los años, se puede ver
en uno de los estantes de la biblioteca de la casa— que mamá nos tomó con la
flamante Polaroid.
A pocos minutos del viaje, se nos presentó la primera dificultad en el
espacio exterior: una lluvia de meteoritos.
Se trataba de una lluvia, sí, pero no de meteoritos. Los chicos de al
lado, terreno baldío de por medio, nos arrojaban pierdas.
—La lluvia de meteoritos —dijo Mony— es cada vez más intensa.
Di la orden de colocar el “escudo magnético de gravedad”.
Martín agarró el “escudo”, ese cubre techo de la carpa que usábamos
cuando íbamos de pesca con papá.
Pero la lluvia de meteoritos no cesaba, y nuestro escudo de gravedad
comenzó a debilitarse.
—Nos están dejando el escudo como un colador —dijo Mony.
Fue entonces cuando Martín hizo una observación:
—¡Comandante! No son meteoritos: nos están atacando criaturas no
identificadas del espacio exterior. Solicito permiso para el contraataque.
—¡Permiso concedido, almirante! Que el resto de la tripulación busque
las armas.
Mis hermanas trajeron una bolsa que contenía el arma de mano más
sofisticada de aquellos tiempos: el rulero. Arma temida en toda la galaxia y
barrios aledaños, una maravilla de la tecnología casera, que consistía de dos
partes: un rulero, de los que se usan en la peluquería, y un globo de
cumpleaños, que se colocaba por uno de los extremos hasta la mitad del rulero
—cuanto más grande el rulero mejor, nosotros usábamos uno de toca.
Mony introdujo una bolita de paraíso —en “La Nave” colgaban racimos en
todas las ramas— por el extremo abierto del arma. Sostuvo el rulero con una
mano y, con la otra, estiró del globo sosteniendo la bolita. Apuntó.
Yo cerré los ojos antes de que la bolita de paraíso saliera disparada
como una bala. ¡Mamita!, me dije, recordando viejos moretones de otras
batallas.
Todos, rulero en mano, disparamos contra el enemigo.
Una lluvia de bolitas cruzó el terreno baldío.
Y… ¡un quejido!
¡Habíamos hecho impacto en uno de los alienígenas!
El silencio se apoderó de la noche, nada se veía del otro lado, solo
cientos de luciérnagas que competían con las estrellas, titilando en el baldío.
Un silbido atravesó el tranquilo y veraniego cielo.
Y una enorme bombita de agua de carnaval se estrelló en la rubia cabeza
de Naty. Y otra, y otra. Una lluvia de bombitas cayó sobre nosotros.
—¡Traigan la artillería pesada! —grité enojado. Me habían empapado hasta
la medula.
Mis hermanos corrieron fuera de “La Nave”, hasta el depósito de armas. Volvieron con
una caja llena de fuegos artificiales, que nos habían sobrado de fin de año y
papá lo había traído en el auto: bengalas, petardos, metralletas. Cosas que
hacen demasiado ruido, y mucho, pero mucho humo.
Tiramos a diestra y siniestra todo lo que contenía la caja. Algunos
misiles cruzaban el baldío y alcanzaban la nave enemiga —lo de los chicos de al
lado—. Otros, explotaron en el baldío
mismo.
Fue tanto el alboroto que armamos, que los vecinos de la cuadra salieron
de sus casas para ver a qué venía tanto escándalo.
Las bengalas cubrieron el espacio exterior con un espeso humo de
colores. No se veía más allá de un par de metros. La lluvia de bombitas había
cesado y, poco a poco, el humo se fue disipando.
Una luz de color azul y alargada
avanzaba zigzagueando desde el baldío hacia nosotros. El humo de los fuegos
artificiales descendió, y quedó flotando medio metro sobre el pasto, mezclado
con la niebla nocturna.
Entonces pudimos ver la temible y aterradora figura de Darth Vader. O,
mejor dicho, la figura de un “mini-Darth Vader” —el pibe no tendría más de diez
años— con casco, capa negra hasta el piso y botas, el traje completo.
Ahí estaba, firme como un soldado intergaláctico, empuñando de forma
desafiante su sable láser azul.
Me recordó el día que fuimos al estreno de la película. Ahí supe
realmente lo que era el miedo. Un miedo paralizante. Un miedo que fue creciendo
al oír la respiración de ese personaje, del que jamás olvidé el nombre: Darth
Vader. Peor fue escuchar su voz. Me hubiera escondido debajo de la butaca, pero
no me perdí detalle.
—¡Rajemos, señor! —gritó Martín—. La
fuerza nos invade.
—¡No sea maricón, teniente! Demos pelea al enemigo, como buenos
patriotas que somos.
No terminé de decir eso, cuando Mony salió disparada como una flecha
azul y roja. La Mujer
Maravilla se trenzó en una lucha cuerpo a cuerpo con el
invasor de la galaxia vecina.
Lucha digna de ver, por cierto: saltaron chispas de lo lindo, meta sable
de luz láser y látigo mágico.
Al parecer, a Darth Vader la
fuerza no lo estaba acompañando: la Mujer Maravilla lo
tenía en el suelo a pura patadas y latigazos.
Cuidado, pensé. No te metas con la nena.
Los demás alienígenas acudieron a los desesperados gritos de auxilio del
pequeño guerrero galáctico.
Nosotros hicimos lo propio con nuestra hermana que, a decir verdad, ella
se las podía arreglar solita contra los enemigos.
Al final, más que defender a mi hermana, me apiadé del pobre Darth
Vader, que la estaba pasando realmente mal. Separé a la Mujer Maravilla
del cuello alienígeno.
Fue en ese preciso momento cuando ella
apareció.
Noté que Martín quedaba petrificado y, por unos segundos, la expansión
del universo se detuvo.
Y se detuvo también la batalla.
Es —dijo después Martín— la criatura intergaláctica más bella que mis
ojos hayan visto jamás.
Y seguro que era así, porque todos nos dimos vuelta para verla. Se
acercaba como flotando entre el humo de colores y la niebla.
— ¡Hola! —le dijo a Martín con voz suave y celestial—. Me llamo Laura.
Yo, en un costado de la escena, me sentía Harrison Ford, mirando a Luke
Skywalker y a la princesa Leia.
Tras las presentaciones, Laura nos pidió disculpas por el comportamiento
de sus hermanos. Nos contó que estuvieron observando todo el día la
construcción de “La Nave”.
Y dijo que ellos querían participar de la exploración de lejanas galaxias.
Ellos también inventavan juegos. Oí que Laura le decía a Martín:
—Me gusta escribir historias. Algún
día haré algo con eso.
Nos contamos aventuras y hazañas. Fuimos entrando en confianza. Hasta
que los invitamos a formar parte de la misión intergaláctica.
Tuvimos que improvisar asientos, con un par de tablas clavadas en “La Nave”. Para ese entonces, la Mujer Maravilla y
Darth Vader eran grandes amigos, se paseaban abrazados por el patio.
Durante aquel verano, los astronautas viajamos en cientos de aventuras
increíbles y emocionantes, por todos los confines del universo.
Martín y Laura, inseparables, se sentaban juntos en la parte de atrás.
Y yo conseguí un nuevo teniente. Ahora sí que me sentía Harrison Ford: a
mi lado tenía al peludo del hermano de Laura. ¡Igualito a Chewbacca!
“La Nave”
nos llevó bien lejos. Descubrimos y conocimos nuevos mundos. Uno de ellos muy
especial: el de la amistad, que estaba muy cerquita nuestro, allí nomás… cruzando
el terreno baldío.
¡Que la fuerza los acompañe!
Hermosa historia, Hugo, te felicito.
ResponderEliminarMuy bueno, Hugo.
ResponderEliminarGracias, chicos! Es un homenaje a Martín. A quien ustedes conocieron, Y se que admiraban tanto.
ResponderEliminarCómo lo extraño!