Delfina sale de la escuela y corre hasta la estación General Lemos. Siempre
toma el tren de las 17:20 para regresar a su casa, y hoy por culpa del estúpido
del preceptor se le ha hecho tarde. Pero llega a tiempo.
En la entrada del hall de la estación, el muchacho de la florería —ese
que a ella le gusta mucho—, le regala una rosa roja.
Delfina sigue corriendo. Llega a la puerta del tren, y empuja acá y allá
para subir rápido y conseguir un asiento.
Pero se le cruza una vieja que camina despacio y quiere bajar.
—Vieja de mierda —dice Delfina
por lo bajo.
Todos voltean para mirarla a ella, a la insolente colegiala. La vieja
también la escuchó. Y ahora que Delfina consigue sentarse, a través del vidrio
de la ventanilla, esa bola de arrugas la fulmina con la mirada.
Ella se acomoda, y el tren se
pone en movimiento.
Apenas apoya la cabeza contra el vidrio, se duerme. Y en seguida se
sumerge en el sueño: un sueño horrible, una verdadera pesadilla. Se ve
casándose con el preceptor.
Tienen dos hijos: Luca y Jazmín. El tiempo pasa volando entre estación y
estación, y sus hijos pasan de aprender a caminar al primer día de clases, antes
de que la formación se detenga en Sargento Barrufaldi. La bocina del tren y el
silbato del guarda hacen que Delfina entreabra los ojos. De tanto en tanto ve
figuras borrosas, gente difusa a su alrededor, ojos, muchos ojos que la
observan.
El movimiento del tren la devuelve al sueño. Ahora los chicos ya están
en la escuela secundaria, en la próxima estación egresan de la universidad. Y,
cuando el tren sale de Martín Coronado, ya se casaron. Delfina siente el paso
del tiempo y se sacude como borracha en el asiento del tren, mientras la bocina
y el silbato van anunciando la partida de la estación. Un par de estaciones más
adelante, llegan los nietos. Y todo vuelve a repetirse con ellos.
La muerte del marido la golpea llegando a Villa Devoto, luego la de su
hijo, Luca. Y, saliendo de Francisco Beiró, la de Jazmín.
Soledad y vejez la sorprenden llegando a la estación cabecera. Los
sacudones entre los cambios de vía, despiertan a Delfina ya entrando a
Chacarita.
La gente a su alrededor va tomando forma a medida que abre los ojos.
Igual que cuando subió, todas las miradas son para ella. No reconoce a ninguno
de los habituales viajeros de las 17:20 entre la multitud agolpada contra las
puertas para descender del tren. Ninguna cara conocida.
Cuando el tren ingresa lentamente al andén, la sorprende la nueva
estación Chacarita. Ve unas pantallas holográficas que muestran a una señorita
que anuncia la llegada. Delfina observa con asombro el interior del confortable
tren. Un tren del futuro, se dice. Hasta más moderno que los que ha visto en la
tele, esos trenes balas de Japón.
La formación se detiene, y el guarda abre las puertas. Todos descienden;
todos, menos Delfina. Se siente cansada, agotada, con palpitaciones, seguro que
por el sueño horrible que tuvo durante el viaje. Antes de levantarse del
asiento se ve a sí misma reflejada en la ventanilla: una vieja. Una horrenda y
arrugada vieja sentada en su lugar. Una bola de arrugas.
Las palpitaciones aumentan cuando aumenta el terror de Delfina. Estira
su brazo para tocar el vidrio. Su mano, su ahora temblorosa, vieja y arrugada
mano toca su viejo y arrugado rostro reflejado en la ventanilla. Unas lágrimas
bajan surfeando entre las arrugas de su cara.
Con mucha dificultad, logra levantarse del asiento. Le duele la cadera,
las rodillas, los pies. Le cuesta caminar. La puerta está tan lejos… Se va
agarrando de los respaldos de los asientos, y descubre en su mano una rosa
roja, marchita.
Los pasajeros ya ingresan al tren que regresa a General Lemos.
Mientras desciende al andén, Delfina se choca con una chica de uniforme.
—Vieja de mierda —oye que le
dice por lo bajo la colegiala.
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