Sospeché de
la invasión, cuando la abuela me confundió con Carlitos. Tres veces en un mismo
día me confundió.
Al poco
tiempo ya se olvidaba de nuestros nombres, y también el nombre de algunas
cosas. Y hasta llegó a olvidar para qué servían. Muchas veces, para pedir algo,
tenía que señalarlo con el dedo.
Era muy
evidente, nos decíamos entre nosostros: se estaban apoderando de la abuela. Poco
a poco, la estaban convirtiendo en otra persona. O tal vez —ni queríamos
pensarlo— en uno de ellos.
Lo confirmó
el doctor Zavala aquella tarde que acompañamos a la tía Cata al consultorio. ¡Cómo
olvidarme de Zavala! Todavía me duele el trasero, de cuando que me aplicó la
antitetánica después de pisar una madera con un clavo oxidado. Pero esta vez
habíamos ido a verlo por la abuela. Lo escuchamos con mi primo. La puerta
estaba entreabierta y oímos parte de la conversación.
—Mire, Cata —dijo
el doctor, con una voz que nos preocupó—, el Alzheimer está apoderándose de la
abuela.
—¿Y no se
puede hacer nada, doctor? —a la tía se le trababan las palabras.
Carlitos y
yo nos miramos y no dijimos ni mu.
—Lamentablemente,
es muy poco lo que se puede hacer —seguía el doctor—. El mundo entero está en
pie de guerra contra este enemigo invisible…
—¿Invisible?
—dijo Carlitos en una mímica.
¡Teníamos
razón, la estaban invadiendo!
—…y contamos
con escasas armas para ayudar a los abuelos —terminó Zavala.
Con Carlitos
volvimos a mirarnos. ¡No lo podíamos creer!
—¿Escuchaste?
El Alzheimer... ¡Un extraterrestre quiere apoderarse de nuestra abuela!
—Debemos
impedirlo —dijo Carlitos—, hay que actuar de inmediato.
—El tipo es
astuto —dije yo—. No podemos verlo, es invisible y actúa de manera silenciosa.
—El doctor
Zabala dijo que le va borrando la memoria poco a poco. Y, sin que ella se dé
cuenta, se va apoderando de todos sus recuerdos —dijo mi primo, con la carita
muy triste—. Imaginate… ¿todos los recuerdos de la abue?
No bien llegamos a casa de la abauela, nos
pusimos en campaña: convocamos a una junta de emergencia con todos los primos
para la tarde. En un voto unánime, decidimos declarale la guerra al invasor.
A Cristina
se le ocurrió una idea genial. Había leído un artículo sobre cómo estimular la
memoria.
Y pensamos
que capaz que eso hacía que los extraterrestres no pudieran invadirla.
—En la Selecciones del
Reader's Digest —explicó—, esa revista que la abuela colecciona desde hace
tantos años.
Fuimos al
galpón, en busca del viejo baúl. Lo enontramos repleto de aquellas revistas.
Nos pasamos
toda la tarde buscando el número que contenía el famoso artículo.
—Esta
revista es una maravilla —dijo Sonia, pasando de un número al otro—, tiene
consejos increíbles. Desde cómo adelgazar 15 kilos en una semana comiendo
solamente zanahorias ralladas, hasta cómo hacerse millonario en un año jugando
a la quiniela con una tabla matemática que inventaron los incas.
Verdaderamente,
la abuela tenía un tesoro guardado en aquel baúl.
Quisimos
sacar el viejo arcón al patio trasero, pero no pudimos moverlo.
—El abuelo sí
que sabía construir cosas buenas —dijo Carlitos—. Este baúl pesa una tonelada.
—Y claro
—dije—, si lo hizo con los durmientes que le regalaron los del ferrocarril.
—A mi
encanta el tapizado —dijo Cris—, parece cuero de vaca de verdad.
Hicimos un
par de viajes cargando las revistas hasta vaciar el enorme baúl.
Nos pasamos el
resto de la tarde leyendo, cada uno debajo de un árbol. Entretenidos, leímos
hasta casi quedarnos sin luz natural.
—¡Acá está! —gritó
Cristina, blandiéndo una de las revistas con el brazo en alto.
Cuando los
demás nos acercamos, quedamos sorprendidos con la premonitoria tapa de la vieja
revista. En letras grandes decía:
20 consejos para agilizar la memoria
—Y miren el
título de más abajo —dije:
Un cuento de invasión extraterrestre, por Ray Bradbury
Enseguida pusimos
en práctica los ejercicios para mejorar la memoria de la abuela. Más tarde
leeríamos el cuento de ese Ray, que también podría servirnos.
Ejercicio numero 1: Use el reloj de pulsera en el brazo contrario
al que lo usa siempre.
—La abuela
nunca usó reloj —Carlitos marcó el detalle.
—La tía Cata
tiene uno que ya no usa —dijo Sonia—. Lo guarda en la mesita de luz.
—Vamos por
él —dije yo.
—¿Pero
ustedes creen que un reloj ayudará a recuperar la memoria? —dijo Cristina.
Todos nos
encogimos de hombros.
—Con probar,
no perdemos nada, Cris —dije yo—. Cualquier cosa, pasamos al punto dos.
Sonia salió
en busca del reloj. Nosotros fuimos a ver qué hacía la abuela.
La
encontramos tomando unos mates en la cocina, y escuchando la radionovela de la
tarde.
Una fuente
repleta de tortas fritas humeaba en medio de la mesa. Nos zambullimos de cabeza
sobre la fuente.
Sonia
regresó con el reloj en la mano.
—¡Che,
déjenme alguna! —dijo mirando la fuente casi vacía.
—Esaf sof
pada vof —dijo Carlitos con la boca llena.
Sonia
frunció el ceño y agarró la fuente para ella sola.
La abuela
cebó un mate y se lo ofreció a mi prima.
—Acá tenés
un mate calentito, Cris —dijo la abuela confundiéndose los nombres una vez más.
Nosotros nos
miramos en silencio: el invasor estaba haciendo un trabajo fino.
Sonia
disimuló y aceptó el mate con una sonrisa.
—Gracias,
abue, tus mates son los más ricos del mundo —dejó la bandeja en la mesa y le
dio un sorbo al mate. Luego, sostuvo el reloj en el aire, enseñándoselo a la
abuela.
—Mirá, abue,
qué te traje de regalo.
—Aaah, qué
lindo.
—¿Te gusta?
—¡Me
encanta! Es hermoso, precioso. Es, es... ¿Qué es?
El Alzheimer
era astuto, actuaba rápido.
—Un reloj —dijo
Sonia.
—¿Para qué
sirve?
—Para saber
la hora.
—Y ¿para qué
quiero un reloj? En la radio dicen la hora a cada rato.
—Pero con el
reloj, podes saber la hora minuto a minuto.
—¡Ah! Me
vine bien para los tiempos de cocción de las comidas. ¿Y cómo se usa?
—Yo te
enseño, abue —dijo Cris— ¿Ves? La aguja chiquita te marca la hora, y la aguja
más grande te marca los minutos.
—¡Aaah! ¿Y la
flaquita que va como loca, qué marca?
—Esa marca
los segundos, abue —dijo Cris con una sonrisa—. Pero no le des bolilla, esa no
se usa mucho que digamos.
—Entonces
habría que sacarla —dijo la abuela mientras corría a la aguja con los ojos— me
está mareando. ¡Cómo corre esa loca!
Nos reímos
todos. Después, Sonia le colocó el reloj.
—¿En qué
brazo? —preguntó—. El ejercicio dice en el que nunca usa, pero la abue jamás
usó reloj.
—Y, si
hubiese usado sería en el izquierdo —dijo Carlitos—. Ponéselo en el derecho.
—Buena idea —dijo
Sonia.
La abuela
quedó chocha con su reloj pulsera.
—¿Y abue?
¿Te gusta? —dije, esperando alguna respuesta que diera un indicio positivo en
la memoria de la abuela.
—¡Me
encanta! —dijo, mirando su propio reflejo en el vidrio del aparador de la
cocina.
Quedamos
expectantes, calladitos.
Paseábamos
nuestras miradas de unos a otros. Algo tenía que pasar, pero no sabíamos qué.
El Alzheimer podría estar agazapado, esperando el momento propicio para atacar.
—¿Y, abue? —dijo
Cris.
—¿Qué?
—No, nada...
¿Qué hora es?
La abuela
levantó orgullosa el brazo derecho, y miró su flamante reloj pulsera.
—¡Las 6:23! —dijo
con la voz firme.
Nos miramos.
Nada.
—Las 6:23
con diez segundos... Las 6:23 con veinte segundos... Las 6:23 con treinta
segundos...
Parada en
medio de la cocina, no paró de recitar. Parecía la hora oficial salida del
teléfono. No hubo forma de detenerla, ni manera alguna de sacarle el reloj de
la muñeca. Tuvimos que aguantarla toda la noche y parte de la madrugada.
—Las 2:59
con cuarenta segundos... Las 2:59 con cincuenta segundos... Las tres de la
mañana. Pip, pip... Piiip.
Insoportable.
Hasta que, a las 3:47 con veinte segundos, por fin se durmió y pudimos sacarle
el bendito reloj pulsera; y dormir de una vez por todas.
Nos levantamos
cerca del mediodía, con los ojos rojos de sueño. El ejercicio número uno había
resultado un total fracaso. Estábamos convencidos de que el invasor se burlaba
de nosotros. No debíamos esperar más, teníamos que poner en marcha el ejercicio
número dos de manera inmediata.
En la
cocina, la abuela picaba una cebolla sobre la mesada. Ni rastros del reloj en
su memoria. Cris le preguntó la hora.
—La radio
recién dijo que falta diez para las doce. ¡Cómo durmieron ustedes! ¿Se quedaron
hasta tarde contando cuentos?
Ejercicio número 2: pruebe a jugar algún juego o actividad que
nunca antes haya practicado.
—¡Ya sé!
—dijo Cris—. Juguemos al Estanciero, la abuela nunca lo jugó con nosotros.
—¡Dale! —le
dije—. Hace rato que está juntando polvo arriba del ropero.
Después del
almuerzo, limpiamos la mesa y armamos el tablero del Estanciero.
Carlitos le explicó
cómo se jugaba y cuál era el fin.
—Tenés que
quedarte con todas las tierras y la plata, abue.
La abuela
estudió el tablero.
—Bueno —dijo
mirando los billetes de mentirita—, esto es más o menos como administrar una
casa.
La miré de reojo,
y repartí las fichas y el dinero del juego.
El asunto
fue que, en menos de media hora de juego, la abuela —en complicidad inconciente
con el Alzhéimer, seguramente— ya era dueña de media Patagonia, la provincia de
Buenos Aires y parte del Noroeste argentino. Nos estaba dejando sin tierras y
sin un mísero peso.
¡El invasor
se reía de nosotros en nuestra propia cara!
Carlitos, en
un rapto de locura —imposible aguantarlo cuando perdía a algo— revoleó el
tablero por los aires, junto con las fichas y todos los billetes.
—¡Ganeeé!
—gritó la abuela con los brazos en alto—. Voy a festejar con una copita.
Fue hasta el
aparador y trajo la botella de café al coñac.
Ejercicio número 3: vístase con los ojos cerrados.
—¡Ni en
pedo! —dijo Carlitos.
Ejercicio número 4: estimule el paladar probando comidas
diferentes.
—¡Buenísimo!
—dijo Sonia—. Busquemos recetas de otros países.
—La abuela
tiene varios libros de cocina —dije yo—. Veamos qué hay.
Nos pusimos
manos a la obra. Juntamos ingredientes de aquí y de allá. Con el delantal de la
abuela, yo parecía todo un chef.
Luego de un
par de horas, sentamos a la abuela a la mesa, le vendamos los ojos y le hicimos
probar nuestros exóticos manjares.
—¿Qué te
parece, abue? —le dije dándole un bocado de sushi.
—¡Una
porquería! —dijo escupiendo el pescado crudo—. Prefiero un guiso de mondongo.
—¿Y esto?
—le dije metiendo un tenedor con chop suey en su boca.
—¡Una asquerosidad!
¿Me estás dando de comer pasto?
—La última,
abue. —Y probó la feijoada brasilera.
—¿Me quieren
envenenar? —dijo.
Evidentemente,
el alien hablaba por ella.
—¡Basta!
—dijo Carlitos enfurecido una vez más—. Me cansé. Y enfiló para el fondo.
Hizo una montaña
con las revistas y las prendió fuego en medio del patio. Las llamas casi
tocaban las copas de los árboles, y pronto todo se redujo a cenizas. Pequeñas
chispas encendidas flotaban y se consumían en el aire; como los recuerdos en la
memoria de la abuela.
Convocamos a
una nueva junta de emergencia en el dormitorio.
Tiramos
ideas disparatadas toda la tarde, desde usar un shock eléctrico para borrar la
memoria de la abuela y enseñarle todo de nuevo, hasta abrirle la cabeza en una
operación secreta y sacarle al Alzhéimer de adentro.
Mi cabeza
parecía que iba a estallar en cualquier momento, me fui a la heladera por un
poco de agua fresca, y encontré una nota en la puerta que decía: “Jueves, turno
con el doctor Zavala”.
¡Eso es!, me
dije. Y salí corriendo para la habitación.
—¡Ya lo
tengo! —dije exaltado al abrir la puerta.
—¿Qué? —gritó
Carlitos
—Ya tengo la
manera de combatir al Alzheimer. Vamos a impedir que le borre la memoria a la
abuela.
—¿Y cuál es
el arma?
—Lápiz y
papel.
—Jajaja ¿Y
vos creés que vamos a enfrentar a un extraterrestre que ni siquiera podemos ver
con un lápiz y un papel? Me parece que a vos te falla la cabeza más que a la
abuela.
—¡Tenemos
que hacer carteles! —expliqué—. Un cartel que tenga el nombre de cada cosa de
la casa, así la abuela no podrá olvidarlas.
—¡Qué gran
idea! —dijo Carlitos.
Soña saltó
de la silla:
—¡Es la
mejor idea que escuché en varios años!
—¡Por fin
usaste la cabeza, primo! —dijo Cristina.
Enseguida
nos pusimos a escribir los carteles. Millones de carteles. Chiquitos, medianos,
grandes y extra grandes, según lo que teníamos que nombrar.
La casa de
la abuela quedó adornada con carteles por todos lados. Cada cosa tenía un
cartel con su nombre: cocina, sartén, pava, espejo, baño, dormitorio, silla,
mesa, radio, televisión, chimenea, etc. Hasta nosotros nos colocamos un cartel,
cada uno con su nombre.
La batalla
había comenzado. Y cuando vimos lo bien que funcionaba, nos dijimos que el alzhéimer
seguramente se habría sorprendido con nuestra estrategia. La abuela llamaba a cada
cosas por su nombre.
Pero el tipo
era rápido y astuto. En pocos días, la abuela leía los carteles, pero no sabía
para qué servían las cosas. Así que tuvimos que hacer carteles más grandes, con
una breve descripción de uso.
No podíamos
verlo ni sabíamos que aspecto tenía, pero nos imaginábamos la cara de bronca
que tendría esa cosa.
—¿Cómo será?
—Horrible,
Sonia —contesté yo—. ¿Cómo querés que sea? Un ser horrible y sin sentimientos
como para hacerle esto a la abuela.
Entonces, a
Carlitos se le ocurrió dibujarlo en una pared.
Dibujó el
extraterrestre más horrible y despiadado que jamás se haya visto. Era solamente
un dibujo, pero se nos erizaba la piel cada vez que lo mirábamos al pasar por
la pared del galpón del fondo. Carlitos dibujaba como los dioses, el monstruo
estaba con las manos a los costados de la cabeza de la abuela: robándole sus
recuerdos.
También le
colocamos un cartel. Alzheimer, decía en letras grandes.
Cuando creíamos
que ya ganábamos la batalla, el Alzheimer contraatacó de forma silenciosa y
despiadada. Fue por la noche, entró como la fría niebla de invierno que va cubriéndolo
todo, como un manto blanco que hace a la noche borrosa. Así entró el Alzheimer
en la mente de la abuela. La niebla envolvió su memoria, igual que la sabana
que esconde los muebles de una casa deshabitada. La abuela ya no sabía leer.
Los carteles
eran inútiles.
La abuela había
quedado prisionera del Alzheimer, y no había rescate que valiera.
Nos hicimos
a la idea de que todo cambiaría para siempre.
La abuela se
perdió en la neblina que cubría su mente.
Pasaron los
días, las semanas, los meses, y la abuela parecía otra persona. Ni rastro de
quien supo contarnos cuentos todas las noches. Sus ojos habían perdido el
brillo y el encanto de su mirada. La vieja y quemada pava de los cuentos ya no
chiflaba sobre la leña del hogar. Y todos los personajes que nos acompañaron en
nuestra infancia, desaparecieron de las noches de Carhué.
Pero, cuando ya habíamos bajado la guardia,
descubrimos que cada tanto el enemigo invisible se apiadaba de nosotros: de vez
en cuando otorgaba a la memoria de la abue una salida transitoria.
Y aprovechamos
cada uno de esos días, como si fueran el último al lado de nuestra abuela.
Una tarde,
nos fuimos a dar una vuelta en bici y pedaleamos hasta el lago. Cuando
regresamos, la casa de la abuela estaba vacía. Nos pareció extraño no encontrarla
sentada en la cocina. Pero enseguida escuchamos a alguien conversando en el
fondo. O, mejor dicho, una mujer que hablaba sola, la abuela.
Fuimos a ver.
Charlaba con
el Alzheimer —con el dibujo en la pared—, mientras tomaba unos mates sentada
junto al galpón.
—Deje que le
cuente, mi amigo —le decía tras darle un sorbo a la bombilla—. Usted me
recuerda a alguien, pero en este momento me falla la memoria ¿sabe? Usted me
gusta, sabe prestar la oreja para escuchar a esta anciana.
A la abuela
le había caído bien el bicho ese.
—¿Le hablé
de mis nietos? Aaah, son lo mejor que me pasó en la vida, ¿sabe? Me gusta
levantarme bien tempranito para prepararles el desayuno. A ellos les gusta el
mate cocido, salieron bien de campo, vea. Yo les hago pan casero, que les
encanta untar con manteca y dulce de leche.
Nosotros la
espiábamos en silencio.
—Me gusta
verlos corretear por toda la casa. Disfruto cuando se revuelcan en el pasto y
manchan sus ropas de verde. O cuando vuelven llenos de barro desde la canchita
de fútbol. Algunas madres y abuelas se quejan por eso. Pero, vea, mi amigo, yo
les lavo la ropa con gusto, ¿sabe? Esas son manchas de felicidad. Perdón ¿No
quiere un amargo? Bueh, no importa. Usté, escuche nomás.
Con los
chicos nos sentamosen el borde de la galería, seguíamos calladitos para que no
nos descubriera. Siguiendo su relato.
—¿Como se
llama, usté? Al-zhei-… No veo bien el cartel, che. Y… desde hace un tiempo me
cuesta leer, se me olvidan las palabras, chamigo. Al-zhei-mer... Alzheimer.
Ahora sí, igual están medias borrosas las letras, fíjate vos. Como te decía…
Se quedó
callada, y nos asustamos. Pero solo estaba cambiándole la yerba al mate.
—Viene mala
la yerba últimamente, pero bien que te la cobran por buena. ¿En qué estábamos?
Ah, sí, los chicos. Por las noches viene lo mejor: los cuentos. Les encantan
los cuentos. Los míos los transportan a otros mundos, lo veo maravillados, lo
veo en el brillo de sus ojos y en la respiración contenida, que luego exhalan
con alivio, con sorpresa, con intriga. O muertos de miedo. Contar cuentos es una
tradición de familia que heredé del mi abuelo y este del suyo. La tradición se
remonta hacia atrás, en cuentos lejanos que viajaban de boca en boca a través
del tiempo. El día en que yo deje este mundo, mi nieto mayor, el Huguito,
tomará la posta. Yo lo sé. Tiene pasta de cuentero ¿sabe? A veces me voy a
dormir tempranito, y él se queda contándoles cuentos a sus primos. Yo dejo la
puerta de la pieza entreabierta, para escucharlo desde mi cama.
***
Han pasado
muchos años de aquella conversación que mantuvo la abuela con el Alzheimer. Hoy
vuelvo a reunirme con mis primos en su casa.
Y pensar que
unos años más tarde de aquella batalla, la abuela se subió a un micro para ir a
visitarnos a Buenos Aires. Ese día, como si el destino hubiera sabido, ella
estuvo tan lúcida, que les contó cuentos a todos los chicos del micro.
Ahora vive en
su casa la tía Cata, y es la encargada de cuidar nuestro tesoro. Nuestro
tesosro, que está en el galpón, sí: en el viejo baúl del abuelo, de donde
sacamos las revistas. Ahora están guardados todos los carteles que escribimos
en nuestra batalla contra el Alzhéimer. Y, aunque solo son palabras escritas en
desteñidas cartulinas de colores, para nosotros son como fotografías. Cada
cartel, cada palabra, proyecta una imagen de la casa.
Cerramos los
ojos como nos enseñó la vieja vizcacha, y volvemos a recorrerla, igual que
cuando éramos niños.
Tal vez yo
siga con la tradición de los cuentos —ya tengo mi primer nieto—. También quizás
algún día venga a visitarme el Alzheimer. Pero me tiene sin cuidado. Cuando
golpeé a mi puerta, lo estaré esperando con un mate en la mano. Ese tipo ya es
un viejo y querido... enemigo mío.