martes, 23 de septiembre de 2014

El invasor


Sospeché de la invasión, cuando la abuela me confundió con Carlitos. Tres veces en un mismo día me confundió.
Al poco tiempo ya se olvidaba de nuestros nombres, y también el nombre de algunas cosas. Y hasta llegó a olvidar para qué servían. Muchas veces, para pedir algo, tenía que señalarlo con el dedo.
Era muy evidente, nos decíamos entre nosostros: se estaban apoderando de la abuela. Poco a poco, la estaban convirtiendo en otra persona. O tal vez —ni queríamos pensarlo— en uno de ellos.
Lo confirmó el doctor Zavala aquella tarde que acompañamos a la tía Cata al consultorio. ¡Cómo olvidarme de Zavala! Todavía me duele el trasero, de cuando que me aplicó la antitetánica después de pisar una madera con un clavo oxidado. Pero esta vez habíamos ido a verlo por la abuela. Lo escuchamos con mi primo. La puerta estaba entreabierta y oímos parte de la conversación.
—Mire, Cata —dijo el doctor, con una voz que nos preocupó—, el Alzheimer está apoderándose de la abuela.
—¿Y no se puede hacer nada, doctor? —a la tía se le trababan las palabras.
Carlitos y yo nos miramos y no dijimos ni mu.
—Lamentablemente, es muy poco lo que se puede hacer —seguía el doctor—. El mundo entero está en pie de guerra contra este enemigo invisible…
—¿Invisible? —dijo Carlitos en una mímica.
¡Teníamos razón, la estaban invadiendo!
—…y contamos con escasas armas para ayudar a los abuelos —terminó Zavala.
Con Carlitos volvimos a mirarnos. ¡No lo podíamos creer!
—¿Escuchaste? El Alzheimer... ¡Un extraterrestre quiere apoderarse de nuestra abuela!
—Debemos impedirlo —dijo Carlitos—, hay que actuar de inmediato.
—El tipo es astuto —dije yo—. No podemos verlo, es invisible y actúa de manera silenciosa.
—El doctor Zabala dijo que le va borrando la memoria poco a poco. Y, sin que ella se dé cuenta, se va apoderando de todos sus recuerdos —dijo mi primo, con la carita muy triste—. Imaginate… ¿todos los recuerdos de la abue?
 No bien llegamos a casa de la abauela, nos pusimos en campaña: convocamos a una junta de emergencia con todos los primos para la tarde. En un voto unánime, decidimos declarale la guerra al invasor.
A Cristina se le ocurrió una idea genial. Había leído un artículo sobre cómo estimular la memoria.
Y pensamos que capaz que eso hacía que los extraterrestres no pudieran invadirla.
—En la Selecciones del Reader's Digest —explicó—, esa revista que la abuela colecciona desde hace tantos años.
Fuimos al galpón, en busca del viejo baúl. Lo enontramos repleto de aquellas revistas.
Nos pasamos toda la tarde buscando el número que contenía el famoso artículo.
—Esta revista es una maravilla —dijo Sonia, pasando de un número al otro—, tiene consejos increíbles. Desde cómo adelgazar 15 kilos en una semana comiendo solamente zanahorias ralladas, hasta cómo hacerse millonario en un año jugando a la quiniela con una tabla matemática que inventaron los incas.
Verdaderamente, la abuela tenía un tesoro guardado en aquel baúl.
Quisimos sacar el viejo arcón al patio trasero, pero no pudimos moverlo.
—El abuelo sí que sabía construir cosas buenas —dijo Carlitos—. Este baúl pesa una tonelada.
—Y claro —dije—, si lo hizo con los durmientes que le regalaron los del ferrocarril.
—A mi encanta el tapizado —dijo Cris—, parece cuero de vaca de verdad.
Hicimos un par de viajes cargando las revistas hasta vaciar el enorme baúl.
Nos pasamos el resto de la tarde leyendo, cada uno debajo de un árbol. Entretenidos, leímos hasta casi quedarnos sin luz natural.
—¡Acá está! —gritó Cristina, blandiéndo una de las revistas con el brazo en alto.
Cuando los demás nos acercamos, quedamos sorprendidos con la premonitoria tapa de la vieja revista. En letras grandes decía:

20 consejos para agilizar la memoria

—Y miren el título de más abajo —dije:

Un cuento de invasión extraterrestre, por Ray Bradbury

Enseguida pusimos en práctica los ejercicios para mejorar la memoria de la abuela. Más tarde leeríamos el cuento de ese Ray, que también podría servirnos.
Ejercicio numero 1: Use el reloj de pulsera en el brazo contrario al que lo usa siempre.
—La abuela nunca usó reloj —Carlitos marcó el detalle.
—La tía Cata tiene uno que ya no usa —dijo Sonia—. Lo guarda en la mesita de luz.
—Vamos por él —dije yo.
—¿Pero ustedes creen que un reloj ayudará a recuperar la memoria? —dijo Cristina.
Todos nos encogimos de hombros.
—Con probar, no perdemos nada, Cris —dije yo—. Cualquier cosa, pasamos al punto dos.
Sonia salió en busca del reloj. Nosotros fuimos a ver qué hacía la abuela.
La encontramos tomando unos mates en la cocina, y escuchando la radionovela de la tarde.
Una fuente repleta de tortas fritas humeaba en medio de la mesa. Nos zambullimos de cabeza sobre la fuente.
Sonia regresó con el reloj en la mano.
—¡Che, déjenme alguna! —dijo mirando la fuente casi vacía.
—Esaf sof pada vof —dijo Carlitos con la boca llena.
Sonia frunció el ceño y agarró la fuente para ella sola.
La abuela cebó un mate y se lo ofreció a mi prima.
—Acá tenés un mate calentito, Cris —dijo la abuela confundiéndose los nombres una vez más.
Nosotros nos miramos en silencio: el invasor estaba haciendo un trabajo fino.
Sonia disimuló y aceptó el mate con una sonrisa.
—Gracias, abue, tus mates son los más ricos del mundo —dejó la bandeja en la mesa y le dio un sorbo al mate. Luego, sostuvo el reloj en el aire, enseñándoselo a la abuela.
—Mirá, abue, qué te traje de regalo.
—Aaah, qué lindo.
—¿Te gusta?
—¡Me encanta! Es hermoso, precioso. Es, es... ¿Qué es?
El Alzheimer era astuto, actuaba rápido.
—Un reloj —dijo Sonia.
—¿Para qué sirve?
—Para saber la hora.
—Y ¿para qué quiero un reloj? En la radio dicen la hora a cada rato.
—Pero con el reloj, podes saber la hora minuto a minuto.
—¡Ah! Me vine bien para los tiempos de cocción de las comidas. ¿Y cómo se usa?
—Yo te enseño, abue —dijo Cris— ¿Ves? La aguja chiquita te marca la hora, y la aguja más grande te marca los minutos.
—¡Aaah! ¿Y la flaquita que va como loca, qué marca?
—Esa marca los segundos, abue —dijo Cris con una sonrisa—. Pero no le des bolilla, esa no se usa mucho que digamos.
—Entonces habría que sacarla —dijo la abuela mientras corría a la aguja con los ojos— me está mareando. ¡Cómo corre esa loca!
Nos reímos todos. Después, Sonia le colocó el reloj.
—¿En qué brazo? —preguntó—. El ejercicio dice en el que nunca usa, pero la abue jamás usó reloj.
—Y, si hubiese usado sería en el izquierdo —dijo Carlitos—. Ponéselo en el derecho.
—Buena idea —dijo Sonia.
La abuela quedó chocha con su reloj pulsera.
—¿Y abue? ¿Te gusta? —dije, esperando alguna respuesta que diera un indicio positivo en la memoria de la abuela.
—¡Me encanta! —dijo, mirando su propio reflejo en el vidrio del aparador de la cocina.
Quedamos expectantes, calladitos.
Paseábamos nuestras miradas de unos a otros. Algo tenía que pasar, pero no sabíamos qué. El Alzheimer podría estar agazapado, esperando el momento propicio para atacar.
—¿Y, abue? —dijo Cris.
—¿Qué?
—No, nada... ¿Qué hora es?
La abuela levantó orgullosa el brazo derecho, y miró su flamante reloj pulsera.
—¡Las 6:23! —dijo con la voz firme.
Nos miramos.
Nada.
—Las 6:23 con diez segundos... Las 6:23 con veinte segundos... Las 6:23 con treinta segundos...
Parada en medio de la cocina, no paró de recitar. Parecía la hora oficial salida del teléfono. No hubo forma de detenerla, ni manera alguna de sacarle el reloj de la muñeca. Tuvimos que aguantarla toda la noche y parte de la madrugada.
—Las 2:59 con cuarenta segundos... Las 2:59 con cincuenta segundos... Las tres de la mañana. Pip, pip... Piiip.
Insoportable. Hasta que, a las 3:47 con veinte segundos, por fin se durmió y pudimos sacarle el bendito reloj pulsera; y dormir de una vez por todas.


Nos levantamos cerca del mediodía, con los ojos rojos de sueño. El ejercicio número uno había resultado un total fracaso. Estábamos convencidos de que el invasor se burlaba de nosotros. No debíamos esperar más, teníamos que poner en marcha el ejercicio número dos de manera inmediata.
En la cocina, la abuela picaba una cebolla sobre la mesada. Ni rastros del reloj en su memoria. Cris le preguntó la hora.
—La radio recién dijo que falta diez para las doce. ¡Cómo durmieron ustedes! ¿Se quedaron hasta tarde contando cuentos?


Ejercicio número 2: pruebe a jugar algún juego o actividad que nunca antes haya practicado.
—¡Ya sé! —dijo Cris—. Juguemos al Estanciero, la abuela nunca lo jugó con nosotros.
—¡Dale! —le dije—. Hace rato que está juntando polvo arriba del ropero.
Después del almuerzo, limpiamos la mesa y armamos el tablero del Estanciero.
Carlitos le explicó cómo se jugaba y cuál era el fin.
—Tenés que quedarte con todas las tierras y la plata, abue.
La abuela estudió el tablero.
—Bueno —dijo mirando los billetes de mentirita—, esto es más o menos como administrar una casa.
La miré de reojo, y repartí las fichas y el dinero del juego.
El asunto fue que, en menos de media hora de juego, la abuela —en complicidad inconciente con el Alzhéimer, seguramente— ya era dueña de media Patagonia, la provincia de Buenos Aires y parte del Noroeste argentino. Nos estaba dejando sin tierras y sin un mísero peso.
¡El invasor se reía de nosotros en nuestra propia cara!
Carlitos, en un rapto de locura —imposible aguantarlo cuando perdía a algo— revoleó el tablero por los aires, junto con las fichas y todos los billetes.
—¡Ganeeé! —gritó la abuela con los brazos en alto—. Voy a festejar con una copita.
Fue hasta el aparador y trajo la botella de café al coñac.

Ejercicio número 3: vístase con los ojos cerrados.
—¡Ni en pedo! —dijo Carlitos.

Ejercicio número 4: estimule el paladar probando comidas diferentes.
—¡Buenísimo! —dijo Sonia—. Busquemos recetas de otros países.
—La abuela tiene varios libros de cocina —dije yo—. Veamos qué hay.
Nos pusimos manos a la obra. Juntamos ingredientes de aquí y de allá. Con el delantal de la abuela, yo parecía todo un chef.
Luego de un par de horas, sentamos a la abuela a la mesa, le vendamos los ojos y le hicimos probar nuestros exóticos manjares.
—¿Qué te parece, abue? —le dije dándole un bocado de sushi.
—¡Una porquería! —dijo escupiendo el pescado crudo—. Prefiero un guiso de mondongo.
—¿Y esto? —le dije metiendo un tenedor con chop suey en su boca.
—¡Una asquerosidad! ¿Me estás dando de comer pasto?
—La última, abue. —Y probó la feijoada brasilera.
—¿Me quieren envenenar? —dijo.
Evidentemente, el alien hablaba por ella.
—¡Basta! —dijo Carlitos enfurecido una vez más—. Me cansé. Y enfiló para el fondo.
Hizo una montaña con las revistas y las prendió fuego en medio del patio. Las llamas casi tocaban las copas de los árboles, y pronto todo se redujo a cenizas. Pequeñas chispas encendidas flotaban y se consumían en el aire; como los recuerdos en la memoria de la abuela.


Convocamos a una nueva junta de emergencia en el dormitorio.
Tiramos ideas disparatadas toda la tarde, desde usar un shock eléctrico para borrar la memoria de la abuela y enseñarle todo de nuevo, hasta abrirle la cabeza en una operación secreta y sacarle al Alzhéimer de adentro.
Mi cabeza parecía que iba a estallar en cualquier momento, me fui a la heladera por un poco de agua fresca, y encontré una nota en la puerta que decía: “Jueves, turno con el doctor Zavala”.
¡Eso es!, me dije. Y salí corriendo para la habitación.
—¡Ya lo tengo! —dije exaltado al abrir la puerta.
—¿Qué? —gritó Carlitos
—Ya tengo la manera de combatir al Alzheimer. Vamos a impedir que le borre la memoria a la abuela.
—¿Y cuál es el arma?
—Lápiz y papel.
—Jajaja ¿Y vos creés que vamos a enfrentar a un extraterrestre que ni siquiera podemos ver con un lápiz y un papel? Me parece que a vos te falla la cabeza más que a la abuela.
—¡Tenemos que hacer carteles! —expliqué—. Un cartel que tenga el nombre de cada cosa de la casa, así la abuela no podrá olvidarlas.
—¡Qué gran idea! —dijo Carlitos.
Soña saltó de la silla:
—¡Es la mejor idea que escuché en varios años!
—¡Por fin usaste la cabeza, primo! —dijo Cristina.
Enseguida nos pusimos a escribir los carteles. Millones de carteles. Chiquitos, medianos, grandes y extra grandes, según lo que teníamos que nombrar.
La casa de la abuela quedó adornada con carteles por todos lados. Cada cosa tenía un cartel con su nombre: cocina, sartén, pava, espejo, baño, dormitorio, silla, mesa, radio, televisión, chimenea, etc. Hasta nosotros nos colocamos un cartel, cada uno con su nombre.
La batalla había comenzado. Y cuando vimos lo bien que funcionaba, nos dijimos que el alzhéimer seguramente se habría sorprendido con nuestra estrategia. La abuela llamaba a cada cosas por su nombre.
Pero el tipo era rápido y astuto. En pocos días, la abuela leía los carteles, pero no sabía para qué servían las cosas. Así que tuvimos que hacer carteles más grandes, con una breve descripción de uso.
No podíamos verlo ni sabíamos que aspecto tenía, pero nos imaginábamos la cara de bronca que tendría esa cosa.
—¿Cómo será?
—Horrible, Sonia —contesté yo—. ¿Cómo querés que sea? Un ser horrible y sin sentimientos como para hacerle esto a la abuela.
Entonces, a Carlitos se le ocurrió dibujarlo en una pared.
Dibujó el extraterrestre más horrible y despiadado que jamás se haya visto. Era solamente un dibujo, pero se nos erizaba la piel cada vez que lo mirábamos al pasar por la pared del galpón del fondo. Carlitos dibujaba como los dioses, el monstruo estaba con las manos a los costados de la cabeza de la abuela: robándole sus recuerdos.
También le colocamos un cartel. Alzheimer, decía en letras grandes.
Cuando creíamos que ya ganábamos la batalla, el Alzheimer contraatacó de forma silenciosa y despiadada. Fue por la noche, entró como la fría niebla de invierno que va cubriéndolo todo, como un manto blanco que hace a la noche borrosa. Así entró el Alzheimer en la mente de la abuela. La niebla envolvió su memoria, igual que la sabana que esconde los muebles de una casa deshabitada. La abuela ya no sabía leer.
Los carteles eran inútiles.
La abuela había quedado prisionera del Alzheimer, y no había rescate que valiera.
Nos hicimos a la idea de que todo cambiaría para siempre.
La abuela se perdió en la neblina que cubría su mente.
Pasaron los días, las semanas, los meses, y la abuela parecía otra persona. Ni rastro de quien supo contarnos cuentos todas las noches. Sus ojos habían perdido el brillo y el encanto de su mirada. La vieja y quemada pava de los cuentos ya no chiflaba sobre la leña del hogar. Y todos los personajes que nos acompañaron en nuestra infancia, desaparecieron de las noches de Carhué.
 Pero, cuando ya habíamos bajado la guardia, descubrimos que cada tanto el enemigo invisible se apiadaba de nosotros: de vez en cuando otorgaba a la memoria de la abue una salida transitoria.
Y aprovechamos cada uno de esos días, como si fueran el último al lado de nuestra abuela.


Una tarde, nos fuimos a dar una vuelta en bici y pedaleamos hasta el lago. Cuando regresamos, la casa de la abuela estaba vacía. Nos pareció extraño no encontrarla sentada en la cocina. Pero enseguida escuchamos a alguien conversando en el fondo. O, mejor dicho, una mujer que hablaba sola, la abuela.
Fuimos a ver.
Charlaba con el Alzheimer —con el dibujo en la pared—, mientras tomaba unos mates sentada junto al galpón.
—Deje que le cuente, mi amigo —le decía tras darle un sorbo a la bombilla—. Usted me recuerda a alguien, pero en este momento me falla la memoria ¿sabe? Usted me gusta, sabe prestar la oreja para escuchar a esta anciana.
A la abuela le había caído bien el bicho ese.
—¿Le hablé de mis nietos? Aaah, son lo mejor que me pasó en la vida, ¿sabe? Me gusta levantarme bien tempranito para prepararles el desayuno. A ellos les gusta el mate cocido, salieron bien de campo, vea. Yo les hago pan casero, que les encanta untar con manteca y dulce de leche.
Nosotros la espiábamos en silencio.
—Me gusta verlos corretear por toda la casa. Disfruto cuando se revuelcan en el pasto y manchan sus ropas de verde. O cuando vuelven llenos de barro desde la canchita de fútbol. Algunas madres y abuelas se quejan por eso. Pero, vea, mi amigo, yo les lavo la ropa con gusto, ¿sabe? Esas son manchas de felicidad. Perdón ¿No quiere un amargo? Bueh, no importa. Usté, escuche nomás.
Con los chicos nos sentamosen el borde de la galería, seguíamos calladitos para que no nos descubriera. Siguiendo su relato.
—¿Como se llama, usté? Al-zhei-… No veo bien el cartel, che. Y… desde hace un tiempo me cuesta leer, se me olvidan las palabras, chamigo. Al-zhei-mer... Alzheimer. Ahora sí, igual están medias borrosas las letras, fíjate vos. Como te decía…
Se quedó callada, y nos asustamos. Pero solo estaba cambiándole la yerba al mate.
—Viene mala la yerba últimamente, pero bien que te la cobran por buena. ¿En qué estábamos? Ah, sí, los chicos. Por las noches viene lo mejor: los cuentos. Les encantan los cuentos. Los míos los transportan a otros mundos, lo veo maravillados, lo veo en el brillo de sus ojos y en la respiración contenida, que luego exhalan con alivio, con sorpresa, con intriga. O muertos de miedo. Contar cuentos es una tradición de familia que heredé del mi abuelo y este del suyo. La tradición se remonta hacia atrás, en cuentos lejanos que viajaban de boca en boca a través del tiempo. El día en que yo deje este mundo, mi nieto mayor, el Huguito, tomará la posta. Yo lo sé. Tiene pasta de cuentero ¿sabe? A veces me voy a dormir tempranito, y él se queda contándoles cuentos a sus primos. Yo dejo la puerta de la pieza entreabierta, para escucharlo desde mi cama.


***

Han pasado muchos años de aquella conversación que mantuvo la abuela con el Alzheimer. Hoy vuelvo a reunirme con mis primos en su casa.
Y pensar que unos años más tarde de aquella batalla, la abuela se subió a un micro para ir a visitarnos a Buenos Aires. Ese día, como si el destino hubiera sabido, ella estuvo tan lúcida, que les contó cuentos a todos los chicos del micro.
Ahora vive en su casa la tía Cata, y es la encargada de cuidar nuestro tesoro. Nuestro tesosro, que está en el galpón, sí: en el viejo baúl del abuelo, de donde sacamos las revistas. Ahora están guardados todos los carteles que escribimos en nuestra batalla contra el Alzhéimer. Y, aunque solo son palabras escritas en desteñidas cartulinas de colores, para nosotros son como fotografías. Cada cartel, cada palabra, proyecta una imagen de la casa.
Cerramos los ojos como nos enseñó la vieja vizcacha, y volvemos a recorrerla, igual que cuando éramos niños.
Tal vez yo siga con la tradición de los cuentos —ya tengo mi primer nieto—. También quizás algún día venga a visitarme el Alzheimer. Pero me tiene sin cuidado. Cuando golpeé a mi puerta, lo estaré esperando con un mate en la mano. Ese tipo ya es un viejo y querido... enemigo mío.

Una noche más que buena



En Carhué, los chicos teníamos una forma muy particular de pedirle los regalos a Papá Noel. Le escribíamos una carta dirigida al polo Norte, la introducíamos en una botella que tapábamos con un corcho, y luego la arrojábamos al lago Epecuén.
Era un acontecimiento popular que se celebraba todos los veintitrés de diciembre. Una vieja costumbre del pueblo, una cita obligada de cientos y cientos de chicos que bajaban a la laguna desde todos los barrios.
Un espectáculo único, que se repetía año tras año, el mismo día a la misma hora. A las doce en punto, veinticuatro horas antes de la noche más esperada, una lluvia de botellas caía sobre el lago. Era un momento mágico, emotivo, inigualable.
En cada una de esas botellas, arrojadas al agua, viajaban la ilusión y los deseos de cada niño.
Era un gran acontecimiento, y también un gran negocio. En los negocios se vendían botellas especiales para la “gran noche”. Había de todos los colores y de todas las formas. Decoradas con motivos navideños. Adentro, traían de regalo el papel especial para escribir la carta.
Aún recuerdo cada una de las botellas que compré, y cada una de las cartas que escribí. Especialmente la última, lo recuerdo como si fuera ayer. La última botella que arrojé al lago Epecuén era un barquito rojo.
Fue la vez que le pedí la bicicleta a Papá Noel.
Todos mis primos tenían bicicleta, menos yo. Con ellos veníamos juntando moneda tras moneda en nuestras alcancías para comprarla. Y ya habíamos superado la suma que necesitabamos. Pero como estaban tan cerca las fiestas, decidimos pedírsela a Papá Noel, y utilizar nuestros ahorros para comprar una Pelopincho, y completar la diversión en el jardín de la abuela.
Sonia y yo fuimos a comprar nuestras botellas. Yo elegí una de color roja con forma de barquito, y ella una multicolor.
Volvimos a la casa de la abuela, y me senté debajo del naranjo a escribir la carta. Se trataba de una carta muy importante, tenía que ser especial. Nada de escribirla con un lápiz cualquiera, quería redactarla —como decía mi maestra— con tinta. Cristina me prestó la lapicera.
—Cuidado con la pluma —me dijo—, es una 303.
Le mandé un cartucho nuevo y escribí.
La tía Carmen y la abuela daban vueltas alrededor del naranjo.
—¿No te parece mejor pedir la pelota de fútbol, Huguito? —preguntó la tía.
—Me dijeron que el próximo año vienen unos modelos nuevos de bicicleta —trataba de convencerme la abuela—. Mucho más modernas y con cambios. 
Evidentemente, el hombre del traje rojo no venía muy gordo esa Navidad.
—¡No, señor! —grité, para dejar bien claro mis deseos—. ¡Voy a pedir la bicicleta este año!
La abuela y la tía se fueron para adentro de la casa hablando en voz muy baja. No alcancé a escuchar lo que decían, pero se las veía preocupadas. Yo no sabía por qué, y no le di importancia. Lo más importante en mi mundo se estaba escribiendo en aquella carta.
Por la noche, con mis primos nos preparamos para el momento mágico. Nos vestimos con nuestras mejores ropas y nos colocamos un gorro navideño cada uno. Y partimos en familia hacia el lago.
Llegamos unos minutos antes de la medianoche. La orilla del lago estaba repleta de chicos.
Corrimos y, a los empujones, nos colocamos en primer lugar.
Quería lanzar la botella lo más lejos posible, que quedara adelante de las demás. Para que fuera la primera en llegar con el mensaje a las manos de Papá Noel.
Llegó el momento, los últimos diez segundos más emocionantes. Todos los chicos al mismo tiempo gritando la cuenta regresiva: ¡diez, nueve, seis, cuatro, uno... cero!
Simplemente, maravilloso.
Una colorida catarata de botellas cayó al lago. Se hundieron formando una extensa y espesa espuma como la rompiente de una ola. Y salieron a flote.
El viento las empujaba hacia el interior de la laguna, todas juntas, como un gigantesco camalote de colores flotando por la fuerza de la sal de nuestro lago. Todas las botellas juntas menos una, que iba dos o tres metros adelante... ¡Mi botella, el barquito rojo!
Nos quedamos un rato largo mirando hasta que la masa de botellas se perdió en el horizonte.
Entonces nos dimos por satisfechos y regresamos a la casa. Todos contentos, menos los adultos de la familia, que seguían con caras de preocupación. Mis primos y yo todavía no entendíamos por qué.
Al otro día, nos levantamos tempranito. No habíamos pegado un ojo en toda la noche. La adrenalina del veinticuatro comenzaba a subir.
Con Sonia corrimos a la cocina para desayunar, y escuchamos que la abuela y la tía Carmen discutían bajito.
Nos quedamos con las orejas pegadas a la puerta. Y…
…entonces…
…lo escuchamos.
Escuchamos lo peor.
De rebote, nos enteramos de la peor noticia que puede escuchar un niño.
Y ahí caímos, entendimos el porqué de tantas caras largas.
Con Sonia, cabizbajos y silenciosos, volvimos sobre nuestros pasos. Y en el dormitorio les tiramos la noticia a los chicos, que les cayó como una bomba.
Era un dolor muy fuerte. Nos habían clavado una estrella navideña en el pecho. Lloramos todos juntos en silencio.
Más tarde reflexionamos sobre el tema, y llegamos a la conclusión de que ya lo sabíamos. Algo habíamos escuchado al respecto entre los chicos más grandes del barrio.
Nos miramos con mis primos. Y decidimos encarar el asunto con entereza, como verdaderos adultos.


En el jardín, la mesa de Nochebuena parecía salida de un cuento de la abuela. Todos los árboles y la casa estaban adornados con luces navideñas.
 El tío Carlos recibió un fuerte y caluroso aplauso por el exquisito asado. Además comimos todo tipo de ensaladas con nombres extraños, arrollados, y escabeches de no sé cuantos bichos que nombraron. Por un momento, pensé que habían invitado a los vecinos. Pero, no: era todo para nosotros nomás.
 Mi otro tío, Héctor, comenzó los preparativos para la fiesta de fuegos artificiales, igual que cada año. Era el experto de la familia en el tema.
La sirena de los bomberos nos anunció la llegada del niño Jesús. Las copas de sidra chocaban en el aire, dejando caer la espuma en cada brindis. El tío Héctor corrió a encender las cañitas voladoras y todo el arsenal que tenía preparado.
El cielo de Carhué se iluminó con luces de todos colores. Y nosotros, mis primos y yo, corrimos a la casa en busca de nuestros regalos.
Cristina arrancó literalmente el envoltorio del suyo, para quedar con una flamante guitarra de concierto entre sus manos —pensar que, años después, ella se convirtiría en profesora de guitarra.
Carlitos se ataba los cordones de los botines Fulbense, que le regalaron junto al equipo completo de Boca Juniors.
A Sonia no le alcanzaban las manos para armar el juego de cocina de sus sueños.
Mis primos salieron disparados hacia el patio con sus regalos.
Y yo…
Yo me aferré como loco a mi bicicleta, dando las gracias a Papá Noel, ante las miradas atónitas de los mayores.
Tías, tíos y la abuela se miraban unos a otros buscando explicaciones. Y, entre mudas señas, no encontraron respuesta.
De pronto una risa: Jojojo. Y un tintineo, un ruido de campanillas, hizo que los mayores salieran corriendo hacia la calle, y luego hacia la esquina por donde se perdía la risa y el tintineo de las campanillas.
Regresaron sin encontrar explicación alguna, señalándose entre ellos, como preguntándose quién lo había hecho.
Callaron al vernos felices jugando en el patio de la abuela, y a mí sonriente dando vueltas y vueltas con mi flamante bicicleta.
Nosotros jugamos hasta la madrugada. Y ellos siguieron con el misterio, preguntándose entre copas y pan dulce.


Al día siguiente, por la tarde, con mis primos emprendimos un viaje hacia la  laguna. Cada cual con su bicicleta. Fuimos recorriendo la costa contando las botellas que aún flotaban en la orilla.
De pronto divisé un punto rojo a lo lejos en el agua, y detuvimos la marcha.
Era mi botella, mi barquito rojo.
Montados en nuestras bicicletas, nos quedamos frente a la laguna contemplando el paisaje.
Años atrás, nos poníamos muy tristes al ver aquellas botellas que no llegaron a destino. Pensábamos en los chicos que se habían quedado sin regalo porque sus cartas nunca salieron de la laguna. Pero, en ese momento, observando al barquito rojo flotando a lo lejos, supimos que no era así.
 Nos miramos y comenzamos con pequeñas risas, que luego se transformaron en carcajadas.
Jamás abrimos la boca. Nunca se los dijimos a nadie, ni siquiera a la abuela. Pero, seguro que ella lo sabía: habíamos roto nuestras alcancías. Por nada del mundo íbamos a dejar que Papá Noel nos fallara. No aquella vez, que fue la última vez que arrojamos nuestras botellas al lago.
Seguimos riendo haciendo sonar nuestras cómplices campanillas atadas a los manubrios de las cuatro bicicletas.


La leyenda del Kukai


“La deforme figura de una silueta alada se recorta en la luna llena y misteriosa.
En el etéreo cielo de Carhué, un horrendo grito estraga la apacible noche pueblerina… Es el Kukai”
Leyenda aborigen.

La abuela tenía cuentos para todo tipo de ocasiones. Una noche en Carhué, cuando nos fuimos a dormir, mi hermana no dejaba de molestarme. Nos tirábamos con lo que teníamos a mano: ropa, zapatillas y almohadas volaron por el dormitorio.
Fue entonces que la abuela irrumpió en la habitación.
Nos miró, se sentó al pie de las camas, y nos dijo que nos contaría un cuento si dejábamos de pelear.
Por supuesto dijimos que sí. La abuela observó la luna llena, que parecía colgada de la ventana, pensó un momento, y luego nos dijo:
—Ya sé qué les voy a contar esta noche: la leyenda del Kukai.
Y nosotros, callados bien calladitos, paramos nuestras orejas sabiendo que ni respiraríamos hasta oír la palabra fin.
Cuenta una antigua leyenda de campo que antes, mucho tiempo antes de que se formara el lago Epecuén, existió ahí un frondoso bosque de enormes y añejos eucaliptos, exóticas plantas y flores silvestres. Lo habitaba una antigua población aborigen, la originaria, la primera de todas las etnias. Que luego derivó en varios pueblos tras su escabrosa desaparición.
La historia habla de una pareja de hermanos. Eran mellizos, hijos del cacique Newén y de su esposa Ñawí, quien dio a luz un varón, Carhué; y a una hermosa niña, Epecuén.
Los pequeños herederos crecían felices en el bosque, el uno para el otro. Con el correr de los años se convirtieron en fuertes y hermosos jóvenes.
Las chicas de la aldea miraban con buenos ojos al futuro cacique Carhué. Y los muchachos no podían resistirse ante la belleza de Epecuén.
Llegó el tiempo en que Carhué debía elegir esposa. Su hermana, celosa de él, no dejaba que se le acercase ninguna de las jóvenes aldeanas. Estaba enamorada de su hermano y lo quería solo para ella. Ella era su princesa, ninguna otra mujer. Lo vigilaba día y noche.
Pero, una de esas noches, Carhué se alejó de la choza sin hacer ruido. Y corrió a internarse en el bosque con una preciosa chica que le gustaba.
Epecuén, muy astuta, los siguió sin que se dieran cuenta. Maldijo a su hermano y a la joven aborigen cuando los vio besándose junto a un árbol.
Ese día, a Epecuén se le quebró el espíritu, pero se cuidó muy bien de no demostrarlo.
Cuando el cacique Newén anunció la boda de su hijo, Epecuén tenía preparado su plan.
El casamiento se realizó con una grandiosa fiesta según las costumbres, como correspondía al futuro soberano de la aldea. Se sirvieron las mejores comidas, hubo bailes en honor a la pareja. Y el hechicero de la aldea los bendijo con rituales ancestrales.
Epecuén se ofreció a preparar la bebida especial para el brindis de los novios.
Todo salió perfecto.
Cuando la fiesta acabó, los novios se retiraron a pasar la noche de bodas.
A la mañana siguiente, el grito de Carhué estremeció al bosque entero. Su esposa había muerto envenenada.
Aunque no podía comprobarlo, sospechó de la bebida que preparó su hermana. Y, al verle la cara de alegría, confirmó la traición de Epecuén.
Herido de amor, Carhué elaboró un lento y callado plan de venganza: conversó con el hechicero y, desde ese día cada tarde, traía del bosque una flor para su hermana. Epecuén, estaba convencida de haberlo recuperado.
El brujo le había hablado de una bella flor, la más bella flor que jamás se haya visto. Se encontraba en la cima de un extraño árbol, a un par de horas internándose en el bosque.
Recordó la advertencia del brujo:
—La flor es muy bella, y más bella cuando se abre. Esto solo sucede cuando hay luna llena. Pero, cuidado: su perfume es tan exquisito como peligroso. Quien se embriague con su esencia quedará al desnudo. Será descubierta su verdadera personalidad, brotaran sus verdaderos sentimientos y se convertirá en lo que realmente es.
Una tarde, Carhué regresó del bosque con las manos vacías.
—¿Y mi flor? —le reprochó su hermana.
—Quise traerte la flor más bella pero no pude, está en la cima de un árbol, el más alto del bosque. No la puedo alcanzar. Tenés que venir y ayudarme.
Se internaron en la frondosidad, y caminaron un par de horas entre la maleza y alimañas del bosque. Sombras y rayos de luz se filtraban por las copas de los árboles. Siempre acompañados por el aroma de los eucaliptos.
Al llegar a un pequeño claro se encontraron con el exótico árbol. El más alto del bosque, perfecto y derecho como una línea recta hacia el cielo.
—Vení, subamos —dijo él.
—Pero… es muy alto, nos podemos caer —contestó ella con temor.
—¡Dale! ¿O tenés miedo? Allá arriba está tu flor. La más bella del bosque. La más bella, como vos.
Y le descubrió a su hermana un rubor en las mejillas.
—Vamos —insistió—. Yo voy atrás tuyo, cuidando que no te caigas.
Epecuén respiró hondo y comenzó a trepar el árbol. Carhué la siguió, alentándola.
Al alcanzar la cima, vieron la bella flor que coronaba al gigante. Estaba más allá de la última rama, y no se la podía alcanzar.
—Ahora subite en mis hombros para llegar a la flor —dijo él.
Su hermana le hizo caso, se trepó a los hombros de Carhué, y alcanzó lo más alto: la flor.
Quedó paralizada ante tanta belleza. Ni se dio cuenta de que el hermano emprendía el descenso.
El muchacho iba cortando todas las ramas a su paso, con la fuerza bruta de un animal.
Y al llegar al suelo, se dobló sobre su lomo y salió corriendo en cuatro patas, perdiéndose en el bosque.
Epecuén lloró toda la tarde. No logró bajar de aquel árbol. De sus ojos brotaban cataratas que inundaban el bosque.
El alud arrasó con árboles, animales, lo que encontró a su paso. También con la aldea y su gente. Algunos aborígenes, los que pudieron escapar de la catástrofe, se dispersaron por los cuatro puntos cardinales y fundaron nuevos pueblos.
Cuando Epecuén dejó de llorar, el bosque había desaparecido, y en su lugar había un lago. El que hoy lleva su nombre. El exótico árbol permanecía en pie, su copa sobresalía en medio del espejo de agua. Ahí, la princesa estaba sola, ella y la flor.
Al caer la tarde, la sorprendió el miedo. En cuestión de minutos el terror la abrazó al igual que la noche. Noche de luna llena.
La flor abrió uno de sus pétalos y otro y otro, soltando su perfume.
La luna iluminó a Epecuén y la reflejó en el lago.
La princesa se sentió extraña, y decidió contemplarse en el agua.
Lanzó un grito de terror, que retorció los rasgos de su cara. Sus delicados pies se convertían en filosas garras, sus brazos en horribles alas y su cuerpo todo se atiborraró de plumas.
Desde entonces, cada verano, cuando hay luna llena, un aterrador pájaro sobrevuela en la noche. Con un desgarrado grito de ¡Kukai, Kukai!
—Kukai —dijo la abuela—, en lengua aborigen quiere decir hermano.
La abuela terminó el cuento, nos dio un beso de buenas noches a cada uno, y se fue a dormir. No sin antes correr las cortinas para que la luz de la luna llena entrara por la ventana.
—Kukai —murmuró mi hermanita entre las sábanas—. Lindo nombre Kukai. Te voy a decir Kukai.
—Bueno —le dije.
Desde esa noche, ella nunca volvió a molestarme.



lunes, 22 de septiembre de 2014

El camión rojo

Comencemos por el principio. salvo "La carta de Elena", los demás cuentos forman parte de la saga "Los cuentos de la abuela".Éste, fue el primero de una serie de nueve cuentos.





Llegué al cementerio de Carhué después de manejar nueve horas. Desde la ruta, vine directamente, no podía esperar. 
En la entrada compré unas flores para mi abuela, y entré en busca de su lápida. 
Ahora, ya en el camino de piedras rojas que recorre el cementerio, me cruzo con una pareja de mediana edad, que marcha lentamente hacia la salida. El hombre se desplaza con muletas, y la señora "debe de tener algún problema de cadera", me digo al verla caminar.
Recuerdo la última vez que vi a mi abuela, yo tenía diecinueve años. Hasta ese entonces pasaba todos los veranos en Carhué. En ese viejo caserón que mi abuelo construyó con sus propias manos: con ladrillos de adobe, techo de chapa y una extensa galería donde jugaba con mis primos. Como en una película en blanco y negro, se proyectan en mi mente borrosas escenas entrecortadas, pequeños fragmentos editados de una niñez feliz y lejana; me veo junto a ellos correteando por ahí.
En Carhué pasé momentos inolvidables; veranos llenos de fútbol, de manchas y escondidas con mis primos y amigos del campo, de las tardes sin siestas, en la laguna. Y el recóndito recuerdo de un amor adolescente, tallado en un viejo banco de madera en la estación de Epecuén, sumergido en la inundación del ’85.
No sé por qué dejé de venir a Carhué. La vida va creando nuevos caminos y uno los transita, cuando te das cuenta, estás perdido en una maraña de autopistas y no sabés para donde tenés que agarrar. Qué sé yo, la cuestión es, que no vine más… hasta hoy.

No fue difícil encontrar la tumba de la abuela: mis primos hicieron un gran trabajo —me lo habían advertido—. En una vitrina construida especialmente sobre la tumba, distinguí la gran pava de los cuentos. 
Como si fuese ayer, evoco aquellas noches, después de cenar. Porque después de cenar venía lo mejor, el clásico de los veranos: los cuentos de la abuela. 
Con mis primos nos sentábamos en el piso de madera frente a ella, que ocupaba su sillón favorito. Majestuosa, junto al fuego —en verano, el hogar a leña se encendía por las noches—. Se apagaban todas las luces... el hogar  proporcionaba la atmósfera ideal, y el fuego inquietante de la leña, proyectaba con movimiento ondulante nuestras sombras, sobre la pared de la cocina.
No conocí a nadie que contara cuentos como mi abuela: el tono preciso, la justa pausa para el suspenso, el cambio inesperado de la voz, los gestos con las manos y la mirada encendida. Era simplemente maravillosa. No había libro, película o programa de televisión que se le comparara. De su boca salían historias que erizaban la piel y ponían los pelos de punta. La luz mala, el lobizón, el gaucho sin cabeza, el fantasma del viejo Jiménez y cientos de personajes. La imaginación inagotable de la abuela los soltaba entre las cuatro paredes de la escalofriante cocina. Al mismo tiempo, nos cebaba unos mates bien camperos con la vieja y enorme pava negra, quemada por el fuego del hogar.

Dejo las flores sobre su tumba y, arrodillado frente a ella, me largo a llorar como una criatura. 
Me interrumpe un nene de unos ocho o nueve años, que juega con un volcador Duravit imitando con la boca el ruido del motor. Juega en la tumba de al lado. 
Ya no se fabrican juguetes como esos. Yo solía jugar en la casa de la abuela con un camión igualito a ese, de color rojo, como el del nene.
Está solo. Me llama poderosamente la atención. 
Me pongo de pie. Seco mis lágrimas con la manga de la camisa.
—¡Hola! —le digo al descolorido pibe—. ¿Cómo te llamás? ¿Estás solo? ¿Y tus padres?
—Me llamo Joaquín. —Me incomoda un poco que conteste sin mirarme, sin apartar la vista de su juego—. Mis padres volvieron a la entrada, se olvidaron de comprar las flores para mi hermano. ¿Viniste a ver a la abuela, vos?
Me sorprende con la pregunta. Se ve que viene seguido a ver al hermano, pienso.
—Así es, amiguito. Era una abuela muy especial, mi abuela. Nos contaba fabulosos cuentos a mis primos y a mí.
Y me descubro entusiasmado al recordarla. 
El nene detiene el camión y levanta la mirada. 
—¡Ah...! Entonces vos sos el Huguito, el nieto de Buenos Aires.
Me perturba su mirada vacía, sin brillo. Y me sentí palidecer, igual que la lapida de mi abuela.
El nene volvió al juego, sin dejar de hablar.
—A tus primos ya los conozco, vienen siempre.
—¿Así que conoces a mis primos? En un rato nos encontramos, hace mucho que no los veo.
—Sí, los conozco a todos, vienen seguido. No tanto como mis papás, que andan por acá todos los días. Pero, ellos vienen seguido. Tus primos siempre se acuerdan de vos. La abuela también te recuerda, sos su preferido. 
¿Qué dice ese chico? ¿Que la abuela qué?
—No te entiendo —dije.
—A mis amigos, a mi hermano y a mí, también nos cuenta fabulosas historias.
Azorado, miro al pibe, que ya tiene el camión lleno de piedritas rojas. 
Me doy vuelta por un ruido detrás de mí: la pareja que me crucé a la entrada del cementerio viene hacia nosostros. 
¡Claro!, me digo. Son los padres de Joaquín, traen las flores para su hermanito. 
—¡Ahí vienen tus padres! —digo—. ¿Son ellos, no?
Cuando me doy vuelta a mirar, el nene y el camioncito ya no estaban.

Después de mí última visita a Carhué —y de eso hacía ya muchos años—, la abuela decidió ir a verme a Buenos Aires. Tomó un micro de larga distancia por la noche, quería darme una sorpresa. Y vaya qué sorpresa: bien temprano a esa misma mañana, nos llamó la tía Marta para contarnos lo del accidente.
Aquella vez no pude venir, no quise, preferí recordarla como siempre. Recordarla acá, en Carhué, esperando para contarnos a mis primos y a mí otro de sus increíbles cuentos. 
Decidí venir hoy, treinta años después. Se lo debía… también me lo debía a mí.
—¿Vino a ver a la abuela? —dijo el padre de Joaquín al verme.
—Sí, llegué hace un rato de Buenos Aires.
—¡Ah!, entonces usted debe de ser el Huguito.
A esta altura, lo miro curado de espanto.
—Sí, señor. Vine directo desde la ruta. 
—Ha de estar usted muy cansado con tan largo viaje.
—Ella lo vale —digo.
La mujer acomoda las flores en la tumba de su hijo. Y el hombre, apoyado en la tumba de al lado, comienza a relatar:
—Fue un terrible accidente, ¿sabe? Nosotros viajábamos en ese mismo micro, en el que iba su abuela. En la parte de adelante con mi señora y los chicos. —Al hombre se le quiebra la voz.
—Su abuela viajaba atrás, prácticamente sola. Iba poca gente. Además de nosotros, otro par de matrimonios con sus hijos. Nos llamó la atención que la abuela llevara un avejentado camioncito de juguete en la falda. Uno de esos Duravit, que ya no se fabrican, ¿vio?
Yo no puedo emitir sonido alguno, me limito escuchar.
—Joaquín —sigue el hombre—, uno de mis mellizos, se acercó a la abuela porque le interesó el camión. Ella era muy amable, y se lo prestó nomás. Luego se sumó el Matías, mi otro hijo. Y los dos jugaron en el pasillo del micro con el camioncito.
Se me llenan los ojos de lágrimas. Pero no dejo de prestar atención.
—La abuela les preguntó sí querían escuchar un cuento, y se sentaron junto a ella. Los demás chicos del micro también.
El hombre se aparta de la tumba. En ella, leo el nombre de Joaquín.
—Los chicos escuchaban las historias de la abuela —contaba el baqueano. Y yo, no podía creer lo que el hombre me estaba relatando—, se habían quedado muy quietitos, asombrados con los cuentos.
»Esa noche se había desatado una tormenta de tierra que no dejaba ver nada más allá de las ventanillas. Las barreras estaban levantadas y las señales del ferrocarril no funcionaban. El silbato del tren se mezcló con el sonido del viento. El micro alcanzó a cruzar la parte delantera, la de atrás quedó destrozada por el tren —el hombre hizo un silencio—. Mis dos hijos, otros cuatro chicos y la abuela murieron en el acto.
Lo veo abrazar a su señora y, con la otra mano, acariciar la tumba de Joaquín.
—El pueblo entero estuvo presente en el velatorio, ¿sabe? Los sepultamos a todos juntos, por eso la distribución. Acá está su abuela, y estas —dice señalando otras seis tumbas— son las de los chicos que iban escuchando sus cuentos.
Me alejo unos pasos para ver: la otras seis tumbas están distribuidas formando de semicírculo frente a ella, como escuchándola.
—¡Mire qué distraídos estamos, mi amigo! —me dice el paisano—, que tuvimos que volver a la entrada a comprar flores para el Matías. No hay un solo día en que mi señora y yo dejemos de venir.
No puedo decir nada, tengo un nudo en la garganta. El padre de los chicos me toma por el hombro, y juntos con su señora nos vamos alejando lentamente.
A pocos metros, me doy vuelta y descubro que Joaquín juega con mi camión. No parece el mismo pibe de hace un rato. Ahora se lo ve rozagante y feliz. Me saluda con la mano. 
Está sentado al lado de otros cinco chicos, frente a la tumba de mi abuela y a la gran pava. Expectantes… esperan escuchar el próximo cuento.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Duendes




Mi abuela tenía un jardín que era la envidia del pueblo. Terreno había de sobra, y estaba lleno de flores y plantas, además de frutales y otros árboles. La abuela tenía una obsesión por las figuras de yeso y por ello coleccionaba ejemplares de todo tipo: sapos, cisnes, tortugas. Todo bicho de yeso que existía, iba a parar al jardín de mi abuela. Pero las figuras que más la obsesionaban eran las de duendes.
Había duendes por todos lados.
Un día los conté. Eran noventa y nueve, todos distintos y de la forma que se te ocurriese. Un duende durmiendo, uno sentado, uno llorando, otro riendo. Duendes trabajando: carpintero, albañil, jardinero. Algunos montaban caballos, motos, autos y hasta un tren (también de yeso).
Cuando le dije a la abuela que los había contado, me pidió que contara bien porque los duendes eran cien.
—Seguro que anoche estuvieron jugando —aclaró mientras limpiaba la chimenea—: alguno se habrá escondido por ahí.
No dije nada ante el comentario absurdo de la abuela. Pero como no tenía otra cosa que hacer, me puse a contar nuevamente los duendes. ¡Noventa y nueve! No me había equivocado. Por las dudas, los conté una tercera vez.
Iba para la cocina a decirle a la abuela que se le había perdido uno, cuando me cayó una naranja en la cabeza. Levanté la vista y ¡oh, qué sorpresa! El duende número cien me miraba desde una de las ramas del naranjo.
«¡No puede ser!», me dije. Los duendes de yeso no trepan a los árboles. ¡Qué más! Los duendes de yeso ni siquiera caminan: no tienen vida. «Ya sé», pensé.«Seguramente la abuela aprovechó cuando estaba contando otra vez para subir el duende al árbol sin que la viera».
Pero… el duende estaba en una rama del árbol demasiado alta como para que la abuela hubiera subido. No había ninguna escalera a la vista.
Como fuera, comencé a trepar para alcanzar al duende. Estaba a punto de agarrarlo, cuando la abuela me vio.
—¡No lo toques! —me gritó—. Los duendes no deben moverse. Trae mala suerte correrlos del lugar en que están.
Aparte del julepe que me agarré con el grito de mi abuela, por las dudas no lo toqué.
—Él bajará cuando sea de noche —dijo, acercándose con un vaso de jugo en la mano—. Los duendes cobran vida por las noches, ¿sabes? Cuando la gente duerme y nadie los puede ver. Ellos me ayudan a mantener el jardín y cuidar de las plantas —la abuela miró al duende que llevaba una carretilla, y le acarició la cabeza—. ¿No es cierto, Pedrito?
—Abuela, ¿cómo sabes que se llama Pedrito?
—Porque ese es su nombre: todos tienen un nombre. Yo misma los escribí en la base de cada uno.
Efectivamente fui mirando los nombres de todos: Josecito, Pablito, Marcelito, Santiaguito, y todos los «—ito» que uno pueda imaginarse, hasta llegar a cien. Según la abuela, los nombres de duendes tenían que ser en diminutivo. Si no, no funciona la magia.
—¿Y el que está en el árbol cómo se llama? —le pregunté mientras tomaba un poco de jugo.
—¡Ah! Ese es Juancito, el más travieso de todos —dijo la abuela—: siempre aparece por cualquier lado. Un día lo encontré adentro del gallinero; parecía que charlaba con el gallo Claudio.
—¿Y estás segura de que hacen magia?
—¡Pues, claro! —me dijo ofendida como si yo no le creyera—. ¿Acaso alguna vez me viste arreglar el jardín? Mira los pensamientos que crecieron en verano. ¿Y las mandarinas? Decime dónde viste una planta llena de mandarinas en enero.
La abuela me dejó con el vaso de jugo, y se fue para la cocina.
—Voy a preparar un guiso para esta noche —dijo por el camino.
Yo me senté, con la espalda apoyada en el naranjo, y me puse a leer un Patoruzu. Juancito me espiaba desde arriba. Miré a los demás duendes, y me dije: «¿Así que tenemos que estar dormidos? Ya veremos esta noche».
***
Esa noche esperé a que todos se quedasen bien dormidos. Yo, en mi cama, fingía tapado hasta la cabeza esperando el momento preciso. Tenía a mano, debajo de las sabanas, la vieja linterna del abuelo y cuando creí que era el momento oportuno, me deslicé suavemente tratando de no hacer ruido.
Caminé muy despacio en medias, con las zapatillas en la mano, por el parquet del dormitorio, pasé por la cocina y salí a la galería.
Me senté en el sillón hamaca de mimbre, donde la abuela solía tejer y mirar cómo jugábamos con mis primos. Aproveché una manta que había dejado la abuela: estaba fresquita la noche.
Apunté con la linterna hacia el jardín. Todos los duendes en su lugar. Fui repasando uno por uno: Pedrito, Marito, Menganito y Fulanito. Todos en su sitio. Hasta Juancito seguía colgado en la rama del árbol.
Cada tanto apagaba la linterna, esperaba un ratito, y la encendida de golpe. Los quería agarrar por sorpresa. Pero, nada: los enanos no se movían ni un centímetro.
En un momento pensé que la abuela me estaba observando y que debía estar matándose de risa en la cama. Así y todo yo, firme como un soldado, seguía vigilando. Encendía y apagaba cada tanto la linterna. La encendía, la apagaba; la encendía, la apagaba, la encendía… Y entonces me dormí con la linterna en la mano.
Me despertaron unas risas de chicos jugando en el jardín. Corrían por el parque y se reían. Yo no podía ver nada: sólo advertía que se movían algunas plantas, nada más.
Busqué la linterna. Pensé que se me había caído. Y en ese momento me di cuenta que me faltaba. «La abuela ahora sí que me mata», me dije; después de todo, era una reliquia del abuelo.
La busqué por toda la galería, sin éxito.
Estaba por amanecer.
Ya tenía mucho sueño y enfilé para la cama. Además, en cualquier momento iba a cantar Claudio y la abuela me descubriría.
***
Al otro día, me levanté muy tarde. La abuela ya preparaba el almuerzo: guiso de arroz con pollo.
Pasé derecho por la cocina sin saludar y me senté en la galería, nuevamente en el sillón de la abuela.
Miré con bronca a todos los duendes del jardín. En un salto me puse de pie. No lo podía creer: ¡todos los duendes habían cambiado de lugar! No solamente habían cambiado las posiciones, sino que también habían intercambiado los roles. El que antes era jardinero ahora era carpintero; el que solía cargar con la carretilla estaba en ese momento de pasajero del trencito.
Juancito, por su parte, ya no colgaba del árbol. Lo busqué entre todos los duendes… y Nada. Como la abuela me había dicho que Juancito se la pasaba haciendo travesuras, lo busqué arriba de los árboles, por las plantas y hasta en el gallinero. Miré hacia todos lados. Y por fin descubrí la punta del gorro rojo entreverado con las cañas que hacían de medianera con el jardín de doña Eulogia. Fui hasta las cañas y lo vi: ¡Juancito tenía la linterna del abuelo en la mano! Ahora la linterna era de yeso, lo que complicaba mucho más las cosas para mí. Me llamó la atención que Juancito dirigiera la linterna hacia la casa de al lado.
Aparté unas cañas para mirar, y ahí estaban los duendes de doña Eulogia. ¡Tenía tantos o más que la abuela!
Pero el jardín de la vecina era un desastre. Lejos de que los duendes lo cuidasen, parecía un potrero.
Había algo en esos duendes que no me gustaba.
Los miré un buen rato, hasta que me di cuenta: todos tenían cara diabólica. Y miraban hacia la casa de la abuela. Dejé a Juancito donde lo encontré: la abuela había dicho que los duendes no debían moverse de donde estaban. Fui a la cocina y le pedí que me explicara un poco más sobre la vida de los duendes.
—Los duendes, como te conté antes —dijo ella, sin apartar la vista del guiso que revolvía—, cobran vida y salen a divertirse de noche, mientras todo el mundo duerme. Cuando amanece vuelven a convertirse en figuras de yeso, y se quedan así: congelados en el lugar y en la posición en que los encuentre el primer rayo de luz —la abuela apartó la mirada de la cacerola y añadió—: si alguien los mueve y los coloca en otro lugar, cuando vuelven a cobrar vida la próxima noche se desorientan.
»Algunos llegan a enojarse mucho muchísimo. Se transforman en seres diabólicos y destruyen todo lo que encuentran a su paso. Algunos suelen librar batallas con otros duendes de jardines vecinos.
—¿Y si solamente los toco? —le pregunté.
—En ese caso, no pasa nada. No pasa nada si los dejas en el lugar exacto donde estaban antes. Los duendes también saben si la persona que los toca es buena o mala gente —concluyó la abuela.
Esa noche me fui a dormir temprano: la vigilia de la noche anterior me había dejado abatido.
***
Por la mañana me despertaron los angustiados gritos de la abuela.
Al bajar de la cama tropecé con uno de los duendes que me miraba. Apuntaba con el brazo extendido hacia la cocina, donde otro duende apuntaba en dirección a la galería.
Yo seguí sus indicaciones en pijama y pantuflas.
En la galería, otro duende apuntaba con el brazo hacia el jardín.
El jardín no parecía el de la abuela: estaba totalmente destrozado.
Por eso la abuela no paraba de gritar y de insultar a los cuatro vientos. Y todos, pero todos los demás duendes, señalaban con sus brazos hacia las cañas, a lo de doña Eulogia.
Crucé el parque: era un verdadero campo de batalla, minado de flores y plantas rotas por todos lados. Había frutas desparramadas por el césped… o lo que quedaba de él. Pasé por entre medio de los duendes, y los miré: algunos tenían caras de asustados; otros, de angustia, y varios lloraban o habían llorado. Entre las cañas encontré a Juancito en el suelo, con un brazo partido. Su cara denotaba sufrimiento, lo que me puso mal.
La abuela no paraba de insultar y llorar.
—No te preocupes, abue —le dije—. Yo voy a solucionar y arreglar todo.
—Gracias, Huguito. Mejor me voy a la cocina un rato.
Y me dejó solo, en medio de ese campo de batalla.
Espié hacia la casa de doña Eulogia: sus duendes miraban para este lado. En especial uno grandote que parecía el líder. No me gustaron para nada sus ojos, y mucho menos la forma en que mostraba los dientes.
Se me ocurrió un plan, que inmediatamente puse en marcha. Con un pedazo de caña marqué el contorno de la figura de Juancito, y me lo llevé para el galpón de la abuela. Lo coloqué sobre la mesa de trabajo, y me puse manos a la obra.
Por suerte, en el galpón había todo tipo de herramientas y materiales para el mantenimiento de la casa.
Primero limpié con mucho cuidado las partes rotas de Juancito y las uní con pegamento. Lo dejé a un costado para que se secara y me puse a trabajar con el yeso que encontré en una bolsa. Después pasé toda la tarde fabricando y modelando escudos y armas para los duendes de la abuela.
Antes de que anocheciera, Juancito había quedado como nuevo.
Lo dejé en el lugar donde lo había encontrado herido, en la posición marcada previamente.
Luego fui dejando un escudo y un arma al lado de cada uno de mis duendes.
Miré hacia lo de doña Eulogia. Vi al duende con cara de demonio, vestido de azul y rojo. Seguro que ese es el que quebró a Juancito, pensé.
—Ya vas a ver la que te espera —le dije, convencido de que aquel enano me estaba escuchando.
Esa noche no pegué un ojo. Me la pasé dando vueltas de un lado al otro en la cama. Pensaba en Juancito y sus amigos y en lo que podía pasar. Pero si no me dormía, no iba a pasar nada, así que traté de pensar en otra cosa.
Y me costó, pero por fin me quedé profundamente dormido.
***
Igual que la mañana anterior los gritos de la abuela volvieron a despertarme. Pensé en lo peor y salí corriendo hacia afuera.
Ahí estaba la abuela, gritando… pero de alegría. El jardín, más reluciente que nunca, desbordaba de flores y plantas. Las más bellas y floridas del barrio. El pasto era una alfombra verde, y los frutales se agachaban cargados hasta la última rama.
—¡Es un milagro! —gritaba la abuela—. ¡Un milagro de mis duendes!
Se puso a recoger frutas en una canasta, mientras yo recorría el parque. Todos los duendes sonreían felices.
Me acerqué al cañaveral para ver el jardín de doña Eulogia. Ahí, ella juntaba los restos de sus duendes, y lo apilaba en una colorida pero horrenda montaña de yeso.
Disfruté la victoria de mis valientes muchachos.
Pero la alegría no era completa: no podía encontrar a Juancito. Lo busqué por todas partes.
De repente un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y salí disparado para el cañaveral. Desesperado y con mucha angustia, miraba la montaña de yeso en el jardín vecino. Trataba de reconocer un pie, un brazo, una mano, el gorro rojo o cualquier cosa que me indicara que Juancito formaba parte de esa horrible montaña de duendes mutilados.
—¿Buscas algo, nene? —me dijo doña Eulogia con voz fría. Apenas levantó la cabeza para mirarme de reojo.
—No —le dije tratando de reconocer algo entre los escombros—. Solo… solo miraba.
—Parece que hubo una batalla campal —dijo mientras juntaba los restos con una pala—. Estoy convencida de que fueron los perros de don Anselmo. Anoche los escuché ladrar, entre otros extraños ruidos que provenían del jardín. ¡Ah, pero ya fui y le canté las cuarenta al viejo ese!
»El muy caradura me insistió en que sus perros no salieron de la casa en toda la noche. ¡Justo me va querer engañar a mí! Le dije que si no venía a llevarse los escombros y arreglarme el jardín, lo iba a denunciar a la perrera municipal. ¡Je, tendrías que haber visto la cara que puso el viejo! Ahora, en un rato, viene con la carretilla.
En un momento doña Eulogia sacó la pala de aquella montaña de yeso sin forma, y lo vi.
—¡Alto! —grité con todas mis fuerzas—. ¡Ese es Juancito, mi Juancito!
De un salto pasé al otro lado y corrí como loco hasta los escombros. Al sacar la pala, doña Eulogia dejó al descubierto el brazo de Juancito, que aún tenía agarrada firmemente la linterna del abuelo.
—¿Quién es Juancito? —preguntó la vieja, apoyando un pie sobre la pala.
—¡Este! —dije tratando de sacarlo de entre la montaña de escombros.
Y me quedé con el brazo mutilado de Juancito en la mano.
—¡Ja, ja, ja! —se reía con ganas, señalando el bracito en mi mano—. Parece que te falta el resto. ¿Y cómo vino a parar acá?
—No sé, habrán sido los perros —dije para zafar de la situación.
El asunto es que, enseguida, me puse a buscar las demás partes de Juancito.
—Deja eso —graznó la vieja—, mira que en un rato viene don Anselmo.
—¡Por favor! —le supliqué—. ¡Déjeme buscar a mi duende! Yo mismo saco los escombros y le arreglo el jardín.
—Está bien, como quieras. Pero rápido, antes que te agarre la noche. Si no, dile al brazo que te alumbre con la linterna. ¡Ja, ja, ja! —seguía riéndose, mientras entraba a la casa.
No perdí más tiempo. Me puse a trabajar con la pala. Tuve que revolver bastante. Pero, de a una, fueron apareciendo las partes. Por suerte, el cuerpo estaba en buen estado, tenía la cabeza y una pierna pegada. Sólo faltaba encontrar la pierna restante y el otro brazo. Luego de un buen rato escarbando, por fin completé a Juancito. Lo llevé para el galpón.
«Si lo arreglé una vez», me dije, «¿por qué no voy a poder arreglarlo una vez más?».
Hice un gran trabajo de reconstrucción: Juancito quedó impecable, como nuevo.
Lo dejé en el cañaveral, donde lo había encontrado la noche anterior.
En el jardín de doña Eulogia, miré la montaña de duendes mutilados. «Mañana tendré que juntarlos en bolsas para que se lo lleven los de la basura», me dije. Pero me dio pena la carita de uno, que parecía pedir ayuda.
El sol todavía duraría un rato. «Tengo tiempo», pensé.
Separé uno por uno cada duende de esa montaña de yeso sin forma. Me llevó un par de horas. Pero, como si fuera un gran rompecabezas, logré juntar las partes de todos ellos.
Fui y vine al galpón de mi abuela. Trayendo pedazos, llevando duendes enteros. Los iba dejando en el jardín de doña Eulogia.
Cuando terminé, contemplé mi obra maestra. Acaricié la cabeza de Juancito y le dije:
—Hazte cargo: creo que ya aprendieron la lección.
Ya era tarde: el sol caía por mi izquierda y la luna se levantaba por mi derecha.
Esa noche me fui a dormir temprano y muy cansado.
***
Al otro día amanecí radiante. «¡Qué bueno no despertar con los gritos de la abuela!», me dije.
Y ¡oh, sorpresa! La linterna del abuelo estaba a mi lado, sobre la mesita de luz.
Sin cambiarme ni calzarme, corrí al jardín: ahí estaban los duendes, más alegres y relucientes que nunca.
Y, más allá, en la medianera, la abuela charlaba con doña Eulogia, que me vio y le gritó a la abuela:
—¡Ahí se levantó nuestro héroe! —Y me saludó con la mano.
La abuela me llamó y salí al jardín, que enseguida me humedeció las medias.
Fui saludando a mis duendes y, cuando llegué a con la abuela y la vecina, no lo pude creer: ¡El jardín de doña Eulogia relucía impecable! Las flores, las plantas, el pasto bien arreglado.
¡Y los duendes! Duendes felices. Era algo increíble y mágico de ver. Juancito, en el medio del jardín, parecía dirigir una obra.
—Te mereces un premio —dijo la vecina, y me dio unos billetes.
Le di las gracias y acepté la propina.
«Para reponer los materiales», me dije.
¡Y les juro, no les miento: Juancito me guiñó un ojo!
Aquel verano en Carhué hice tanto dinero que me compré una bici nueva. En la puerta de calle de la abuela colgué un cartel que decía:

                     Arreglo de parques y jardines
                        Personal especializado
                        Trabajamos únicamente por las noches.